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Venezuela como cuestión geopolítica – Por Horacio González

La intersección hasta ahora muda entre geopolítica e ideología debe hablar pero a través de nuevos compromisos. No hace falta disimular ninguna dificultad en cuanto a la vida no encapsulada en fórmulas rígidas – políticas o estatales – para decidir un repudio constante al golpe de Estado contra el gobierno de Venezuela.

Por Horacio González*

(para La Tecl@ Eñe)

 

Solemos escuchar a menudo una recomendación para no detenernos candorosamente en las políticas nacionales, las realidades locales, pues ellas no serían sino un eco menudo y en carácter de mera repercusión refleja, de lo que ocurre en las luchas planetarias, en el sistema-mundo. Para ello, sin que sea la única vía de acceso, deberíamos detenernos especialmente en las cuestiones geopolíticas. Por supuesto, es tentadora esta vía geopolítica para pensar los problemas contemporáneos, si bien es un rito de conocimiento que tuvo su momento mayor de expansión en el siglo XX, época de guerras que hoy podemos llamar “convencionales”. En la visión geopolítica el basamento territorial y marítimo son considerados como organizadores de sentidos del Estado. En la teoría clásica éste se halla en la magnífica soledad de su arquitectura que nada le pide a la naturaleza, salvo que salga del medio. O que permite una añoranza de una mítica bondad originaria que precede a todo armazón cultural.

La geopolítica en cambio estudia campos de fuerzas como si fuera un conocimiento munido de radares, magnetófonos, radios receptores y tecnologías operatorias de los bloques enfrentados para ocupar espacios enemigos, penetrarles sus comunicaciones, tener estaciones de observación, mangrullos disfrazados de ciencia, pero pensando en futuros sueños de la artillería satelital. Mejor dicho, las naciones son relativas y siempre puede llamarse “geopolítica” a una acción de un gran bloque que controla espacios de circulación económica, lingüística y política sobre las líneas interiores de un país cuya hegemonía esté momentáneamente en manos de otro bloque. Es que las naciones son territorios conceptuales y el territorio es un cuerpo vivo que siempre está en estado de rebelión. Eso piensa el geopolítico. Precisa entones saberse generador de fronteras que se afirman o se niegan, se construyen o rechazan. Finalmente, una idea racionalista de intereses y una idea vitalista de ocupación de la tierra, el mar y el aire por naciones, es el numen de la geopolítica. Así las naciones se convierten en piezas de ajedrez, dependientes de un rey impasible que las mueve por caprichos insondables.  

Jünger, que no era exactamente en geopolítico sino un esteta de la guerra, defendió las ideas de movilización total y del trabajador-soldado, en la que ni una máquina de coser podía ser pensada al margen de las coordenadas de una gran conflagración bélica. Esta equivaldría a una geopolítica con el agregado de la creación de un cuerpo gigantesco vitalizado por millones de vidas cotidianas absorbidas por el mismo objetivo. Es el gran pensamiento geopolítico con una culminación en una ideología estetizada de la nación en armas. Hoy, teóricos de este tipo pueden sonarnos como las discusiones teológicas entre Pelagio y San Agustín. En este tiempo de chatura espiritual resurge una geopolítica de menor alcance, prohijada por el declamado fin de las ideas generales sobre el mundo, la política y lo humano autorealizado.

Como consecuencia, puede llegar a tener cierta aceptación una geopolítica entendida como un saber plano que tiene a la historia apenas como lejana tensión divisada a lo lejos. Es cierto que hace de la geografía un pensamiento político, pero contagia al saber histórico con todas las formas agarrotadas de juego de fuerzas tomado en forma sincrónica, no en las arrugas y heridas de la memoria oscuramente transcurrida. Grandes pensadores del concepto de lo político, como Carl Schmitt, han privilegiado la geopolítica en muchos de sus textos, y en otros han esgrimido lo teológico-político, es decir, su contrario. Cuando se dice el “nomos de la tierra, del mar o de espacio aéreo”, esto último en el sentido comunicacional, Schmitt busca entender la expansión de un poder proyectando el “nomos” en tanto ley natural, hacia las opciones que han dividido a Europa. El poder territorial continental o el marítimo. Este último caracteriza a Inglaterra y según Schmitt tiene un momento áureo, o un eco fundamental en un tramo de la obra Hamlet, donde en algún momento preciso el espectador ve resuelta la tensión entre tierra y mar, y Gran Bretaña comprende entonces, teatralmente, se destino de potencia mundial al escoger el mar.

El nomos, concepto esencial de la geopolítica, supone un dominio sobre territorios -pueden ser marítimos-, surgidos de la necesidad de un Estado de pensar otros estados como artificiales, despojándolos real o imaginariamente de su territorio, pues resulta vital para el estado que los ve, por razones poblacionales, económicas o lingüísticas, como fundamentales para su seguridad expansiva. La geopolítica es un pensamiento especializado de órganos estatales que ven las potenciales amenazas que ciertas zonas del planeta (cercanas o aledañas) significan para su estabilidad o intereses presentes y futuros de gobierno. Es un saber de fronteras, países artificiales, guerras y creación de Imperios. El geopolítico suele proclamar “el fin de las ideologías”, en el sentido que los controles sobre áreas problemáticas o enemigas son un objetivo que se cumple sin apelar a creencias o andamiajes epistemológicos, sino a intereses. El interés nacional es geopolítico, el proyecto nacional es ideológico. Interés en el sentido en que ciertos spinozistas dicen “agenciamiento de potencias y afectos”, con lo que se debilita la idea de legitimidad. Sobre la cual establece su despliegue discursivo el hombre de ideas.

No siempre es fácil separar intereses geopolíticos de los faustos que le competen a la ideología, no solo entendida como un sistema de creencias articulado argumentalmente, sino como una corriente tácita de evaluaciones que son inherentes a las practicas cotidianas. Si repasamos de un plumazo la historia argentina en cuanto al concepto de geopolítica, lo veremos siempre entreverado con cuestiones definidas en el plano de las organizaciones de ideas políticas para trazar comunidades y formas de vida. La guerra llevada contra Paraguay, la campaña del desierto, las cuestiones limítrofes con Chile, el Mercosur -tomamos ejemplos al azar-, son cuestiones geopolíticas basadas en tensiones territoriales explícitas, que sin embargo tienen trasfondo ideológico o una justificación cultural que permanece como discurso central de la acción militar, topográfica económica emprendida. Pero como la geopolítica se piensa como una ciencia neutra, hay que acudir a las espesas ramificaciones de las creencias, organizadas o no en doctrinas, para condenar episodios como la arremetida contra Paraguay o contra los pobladores originarios de la Patagonia. Es decir, en cuanto la geopolítica piensa en crear un Estado de fuerza entendiendo el territorio como recurso, las ideas de Nación con hombres libres crea formas de vida en un territorio concebido como propiedad común ajena al especulador que confunde la vida nacional con el interés de los grandes propietarios.

En los casos referidos, se podrá hablar de libre cambio o de civilización y barbarie, pero la ratio ideológica entrelaza a la manera de un nudo borromeo con la geopolítica, el campo de fuerzas puras lanzado entre montañas, ríos y planicies polvorientas. Y prefiere presentar como geopolítica de la nación, formas de conquista territorial que hieren profundamente los derechos de la población previamente asentados en territorios culturales. O territorio es cultura o territorio es discurso de la estrategia militar. China pudo ser concebida como un país ideológicamente comunista en la época del maoísmo, pero en todo ese inmenso territorio hoy domina una concepción geopolítica que se resuelve en una estrategia (la estrategia tiene casi, o siempre, una dimensión geopolítica) en la que una dirección política de partido, heredera del maoísmo, actúa en un mercado de consumo, de tecnología e intercambios mundiales con claras orientaciones de fuerza: científico técnicas de mercado, económicas de cuño capitalista, etc. Es decir, conquista de territorios y erección de bases de todo tipo en muchos lugares del mundo. La ciencia, muy desarrollada, es también un saber autónomo con reglas de conocimiento heredadas, muy establecidas, pero en estos casos es también un apéndice geopolítico. Sin duda, lo que aquí llamamos geopolítica -ver el mundo con una mirada que observaría una explanada, una lámina o una tabla monótona, sea en la tierra, mar o aire-, parecería el más arduo y fascinante saber del momento. Lo que llamamos ideología, desde ya, es bueno reconocer que se expone a ser vista como el arrogante juego filosófico que le destina a las sociedades el flujo radiante que saldría de privilegiadas cabezas de la filosofía universal. ¿Y quien es capaz hoy de sostener esto?

Pero, en verdad, escribo estas líneas dentro de la preocupación general por el destino de Venezuela. Asistimos a la desfachatez del macrismo, que se presenta como una pieza geopolítica de la trama mundial de los Estados Unidos, más allá de las ambigüedades que intenta mantener en un mundo de relaciones entre hierros candentes – China como país “depredador”, firmó el sotreta en el comunicado conjunto con Trump-, lo que producirá resultados reales cuya significación última no estará a su alcance. Aunque en este momento la discusión se centra en el modo en que el país tiene un gobierno que ignora nociones sobre un cuerpo nacional autónomo y una vida social libre. Se abre irresponsablemente hacia todas las tensiones mundiales con un analfabetismo tanto ideológico como político. De ahí que es abandónico con las Malvinas, sumiso con China, zalamero con Putin, perrito faldero con Gran Bretaña y pieza importantísima de la desestabilización de Maduro indicada por el gran guionista de la noche neoyorkina, Míster Trump. Quia vuluit, o sea “Porque sí”. O no tanto, porque en definitiva, sonrisita canchera está preso a los fedayines del FMI, que cuando vienen como inspectores y cancerberos de la economía del país, son más inquisitoriales que los procónsules romanos visitando las Galias.

Dicho esto, nos asombra la escasa o baja participación de la militancia social y política argentina en la comprensión, defensa y argumentación en torno a la salvaguardia del gobierno de Maduro. Sobrevuelan toda clase de impresiones sobre los errores chavistas (no diversificar la economía del país presa al precio del petróleo), los estilos del manejo gubernamental (autoritarismo, mano dura), las dudas sobre el institucionalismo (las elecciones se prestan a interpretaciones conjeturales o ambiguas), los derechos humanos (Maduro posee un aparato represivo con una densa historia de arbitrariedades) y académicos (un gramscismo de opereta recubre los intereses económicos de una fuerza militar cohesionada en gran parte por negocios). Estas y muchas otras prevenciones circulan, combinadas o una por una, en la conversación habitual, tanto en las izquierdas canónicas como en los partidos que se presentaran a elecciones en nuestro país y no desean “profanarse” recordando la simpatía que le producía en tiempos anteriores ese comandante chispeante, que citaba la idea de “intelectual orgánico” y luego cantaba un bolero de Alí Primera.

Nos asombra, decimos, porque la Argentina es ahora una base de operaciones geopolítica en los medios de comunicación coaligados en su campo de Agramante, sin temor que la Discordia los distraiga. La campaña golpista brilla a toda hora en voces jóvenes que piden libertad, pan y medicamentos. Y este es otro punto de Discordia, que no trató Ariosto. Efectivamente, un punto imposible de dejar de lado es la penuria por la que está pasando el pueblo venezolano. Que haya sido producida por imperfecciones del plan económico del gobierno o por el bloqueo, poco importa en el momento de la solidaridad necesaria. Pero importa que se torne una pieza sustancial del avance golpista, raudo y preciso, repleto de amenazas chúcaras (Guantánamo) y de bravuconadas del Far West. Desde luego, evitar el derramamiento de sangre es lo principal, pero no es eso lo que les importa a los golpistas, pues en esencia lo necesitan. Por eso es responsabilidad inesquivable del gobierno venezolano contener y autocontenerse en el uso de los medios de disuasión de la incesante artillería golpista (militarizada, comunicacional, internacional), al mismo tiempo que debe instalar nuevas fuentes de aprovisionamiento para la reproducción de la vida civil y la continuidad de una existencia cotidiana no sacudida por el ensueño del halcón norteamericano con los pliegos de las coacciones financieras apretadas entre sus garras (expropiación de la renta de la sucursal en Norteamérica de la petrolera venezolana).

El punto de enclave entre geopolítica e ideología no puede ser sino una búsqueda de cómo las fuerzas conglomeradas en tecnologías de poder mundial y que miran en forma plana el universo, se correlacionan tácitamente con las antiguas ideologías que operaban en planos más visibles de la conciencia pública. Esta cuestión se refiere también a cómo concebimos un nuevo tipo de individuo que desconfía de la ideología declarada, pero cultiva una cualquiera en su movimiento de preferencias y afecto cotidianos. Es un nuevo tipo de individuo que también cree poder llamar ideología a su conversación diaria en términos de un horizonte expectante de interpretaciones de un necesario amparo, ante la supuesta hostilidad reinante, pero hostil en sí mismas. Esta paradoja es íntimamente ideológica y no geopolítica.

La intersección hasta ahora muda entre geopolítica e ideología debe hablar. Pero a través de nuevos compromisos. No hace falta disimular ninguna dificultad en cuanto a la vida no encapsulada en fórmulas rígidas (políticas o estatales) para decidir un repudio constante a este golpe de Estado contra el gobierno de Venezuela. No hace falta omitir ningún rasgo de solidaridad con las vidas golpeadas por la incertidumbre, la insatisfacción o la falta de abrigos, para denostar como es necesario hacer, a este brutal intervencionismo. La ruta para esta necesaria condena a esta alianza arrasadora de naciones y pueblos, puede dar la certeza de que todos los males en nombre de los cuales dice actuar para solucionarlos, tienen en gran medida la marca de su autoría, el sello de la bestia. En este juego obtuso, participan otros bloques de poder mundiales. Tampoco es necesario omitirlos, pues sin ellos las tanquetas golpistas ya estarían patrullando la Avenida Bolívar. Pero lo esencial, lo capital, es seguir explorando en la confianza que la gran madeja histórica que nos informa, es la que puede aprovechar todas las fuerzas circunstanciales -necesarias para la lucha-, y darles un sentido renovador, humano.

 

Buenos Aires, 6 de febrero de 2019

*Sociólogo, ensayista y escritor. Ex Director de la Biblioteca Nacional

1 Comment

  1. Claudio Javier Castelli dice:

    Hay un resquicio entre la geopolítica que es brutal y la ideología que es inhumana: el humanismo, que es el que rescata Horacio González para ver todo el conflicto en Venezuela y nosotros. Un nosotros bastante quedo, sometido a la inmediatez tarifaria, el mango que no alcanza y los tamangos en las calles de Buenos Aires. Siempre la mirada lúcida de Horacio González. ¡Excelente!