En este ensayo Ricardo Forster sostiene que pocas épocas estuvieron tan secas de los ideales utópicos como la que estamos viviendo. La desintegración de la gramática de la utopía, afirma Forster, se corresponde con el borramiento del futuro, o, tal vez, son las derechas extremas, aquellas que siguen bebiendo de las fuentes de los fascismos clásicos, las que se han reservado el flujo utópico al plantearles a los hombres y mujeres de este tiempo de reinado absoluto del capital.
Por Ricardo Forster*
La Tecl@ Eñe
El lenguaje guarda, dentro suyo, la posibilidad de múltiples significados; sus palabras, incluso aquellas que parecían ser univalentes y cuyo sentido no genera dudas ni grandes discusiones, llevan, siempre, el germen de la diversidad. Como si en el misterio del decir y del nombrar se siguiera manifestando la riqueza inaudita de la vida, su proliferación inagotable de forma y contenido que vuelve literalmente imposible el monolingüismo, la unidad del significante y del significado. Para expresarlo de otra manera: desde los remotos orígenes de la cultura, las palabras de los humanos se han afanado por encontrar el camino recto y sin tropiezos al orden de las cosas; han buscado con insistencia la verdad en el decir y la correspondencia entre el nombre y lo nombrado. Tal vez la cultura, nosotros, no seamos otra cosa más que el producto de un fracaso, la extraordinaria y al mismo tiempo desoladora convicción de una imposibilidad: nada es igual a sí mismo, las correspondencias se disuelven mientras se multiplican las significaciones. Y de allí ha nacido una paradoja: soñamos, siempre, con articular el nombre apropiado, con encontrar el camino que nos regrese al hogar perdido en el comienzo de nuestra travesía por el tiempo, por el lenguaje y por la certeza de la muerte; y ese sueño desiderativo se ha convertido en energía y movimiento, en acción y transformación de nosotros mismos y del mundo. Desde el comienzo más arcaico y remoto de la existencia humana esa energía y ese movimiento jamás se ha detenido. Nuestra referencia no es lo dado sino lo deseado, no aquello que nos rodea sino lo que se esconde detrás del horizonte. Al menos, y para no remitirnos tan lejos en la historia, esa ha sido la impronta que dominó la experiencia de la modernidad a lo largo y ancho del mundo abarcando tanto al norte como al sur, aunque a los primeros esa experiencia los encontró del lado de la dominación y a los segundos del lado del sometimiento y de la rebeldía.
Pero hasta ahora esa búsqueda de correspondencia entre el nombre y lo nombrado, ese intento de eliminar la ambigüedad y de alcanzar, por qué no, la inmortalidad venía asociada con la creencia en un Dios todopoderoso, omnisciente y salvador. La utopía, como ya veremos, constituyó una estrategia para alcanzar esa sociedad perfecta a la que ni siquiera la muerte podría amenazarla. La ciudad de Dios descripta por San Agustín como promesa de un más allá de la terrenalidad angustiosa y miserable. Caída la fe religiosa, llegado el tiempo de “la muerte de dios” anunciada por el loco de La gaya ciencia nietzscheana y consumado el nihilismo bajo la impronta del capitalismo capaz de hacer que “todo lo sólido se desvanezca en el aire”, se abrió la época de la secularización más radical y de los proyectos políticos profanos y revolucionarios capaces, eso se creía, de alcanzar el cielo en la tierra. El siglo XX se pensó a sí mismo, allí cuando inició su derrotero, como el siglo de las transformaciones radicales, como la época atravesada por la “pasión de lo real”. Hoy, cuando ni las religiones ni mucho menos cualquier dios profano y secular alcanzan para salvarnos de tanta incertidumbre y de tanta angustia, pareciera ser que los algoritmos y la Inteligencia Artificial estarían, ¡por fin!, compensando la ausencia o la muerte de dios ofreciéndonos la utopía, ahora sí, de tener todo a nuestro alcance al mismo tiempo que nos dejamos conducir por una mano invisible que ya ni siquiera es la del mercado. Pasaríamos de proyectos sociales diseñados y llevados a la práctica por seres humanos a proyectos que, en la encrucijada de esta época, serían elaborados y propuestos por la Inteligencia Artificial.
Casi sin darnos cuenta, y contradiciendo toda la tradición del individuo liberal que se creía dueño de sus propias decisiones y portador de una libertad radical y autosuficiente, un nuevo capitalismo de mayor voracidad ha logrado que a un costo cero y a un beneficio astronómico la mayoría de la humanidad le entregue su intimidad convertida, ahora, en una fabulosa mercancía. Antes, en los tiempos del viejo capitalismo industrial, los trabajadores “eran libres de vender su fuerza de trabajo” a cambio de un salario -en general miserable y explotador-; ahora, en la época de la digitalización del mundo, las gigantescas corporaciones que dominan las redes y sus dispositivos se apropian gratuitamente de lo que sabemos y de lo que no sabemos de nosotros mismos. Lejos de aquellas míticas luchas de la clase obrera para garantizar condiciones de trabajo y salarios justos, los actuales adoradores de las tecnologías digitales se dejan abducir por los algoritmos que no solo marcan el sentido de nuestras decisiones guiándonos hacia necesidades artificiales, sino que, con un hambre pantagruélico, devoran los restos de esa supuesta libertad que era propia del sujeto de la sociedad liberal. Ya ni siquiera dejan que los deseos se configuren en el interior de nuestra subjetividad. El avance prodigioso de las distopías es proporcional al enmudecimiento de la capacidad de seguir soñando un mundo diferente. La lengua de la utopía nació de esa capacidad autónoma de proyectar, hacia adelante, una sociedad capaz de entramar igualdad y libertad.
Para el individuo atrapado en las telarañas de los algoritmos el futuro se ha vuelto un delirio entre tecnológico y apocalíptico. La absoluta imposibilidad de entender y quizás de transformar el sentido de los tiempos que transcurren sin que siquiera podamos imaginarnos liberados de ese llamado al goce permanente -para cada vez menos en el sur global pero también entre los pobres y los migrantes del norte opulento- que proviene de las promesas de las distopías tecno-digitales. Al menos, eso es lo que buscan certificar los dueños de esas tecnologías. Es la gran tarea de todos aquellos que todavía creen en la emancipación humana romper esa certeza del fin de la historia que viene de la mano de esa radical apropiación de nuestra intimidad y de nuestros deseos. Si no somos capaces de escapar de la ilusión de un presente continuo, de una suerte de bucle que nos hace permanecer eternamente en el mismo instante bajo la forma de una repetición infinita, si no recuperamos la percepción del tiempo desde el pasado y también imaginando el futuro, la que quedará atrofiada será nuestra libertad allí donde nos será imposible escapar de la cárcel en la que la lógica del algoritmo nos condena a vivir. La utopía, su sustrato más profundo, nos incitaba a soñar e imaginar lo nuevo, es decir, a liberarnos de las cadenas de la repetición.
En estas páginas se trata, entre otras cosas, de sueños y de deseos, de búsquedas y de extravíos, de triunfos y de derrotas, de intervenciones en el movimiento de la historia que han dejado sus marcas en nuestra actualidad que pareciera haber perdido la visión del futuro y haber extraviado la memoria del pasado. Marcas que, aunque parezcan desvanecidas o invisibles, están en nosotros, habitan nuestros cuerpos y nuestros deseos de otros mundos. En medio de la noche de la desesperanza seguimos soñando la diferencia. Abrumados por la soledad de un presente que pareciera repetirse eternamente a sí mismo algo, sin embargo, sigue repicando en nuestras fibras más íntimas recordándonos, como escribiera Theodor W. Adorno, que si el ser humano alguna vez imaginó vivir en el paraíso seguramente, en algún tiempo mañanero, volveremos a encontrarnos con él, con ese deseo que reabre el horizonte incluso en tiempos de desconcierto, penurias y desasosiego. Por eso cada vez que convocamos el espectro de la utopía nos internamos en los pliegues de una tradición de revueltas y de esperanzas, de sueños edénicos y de sociedades cerradas, de insurrecciones del alma en busca de renovaciones y de políticas de la verdad y del orden, de teorías que salieron a cazar a sus portadores y de portadores que creyeron que estaban realizando el paraíso en la tierra. Cada vez que pensamos la utopía también nos topamos con sus delirios y sus pesadillas. Pero también es un viaje que recorre, hacia atrás, las huellas del sueño y del deseo, de la expectativa y de la imposibilidad, de la quimera y de la materialización histórica. Un modo de bajarse en las distintas estaciones en las que se fue deteniendo el tren de la historia para redescubrir lo político en el interior de las arquitecturas que buscaron diseñar otras sociedades enfrentadas al orden de las cosas vigentes, que intentaron construir alternativas a las injusticias de los poderes dominantes; soñadoras de otras formas de sociabilidad y de intercambio entre los seres humanos y, por qué no, en convivencia con las otras criaturas de la naturaleza.
Seguirle la pista a esa palabra desgastada por el tiempo y por los usos: la utopía, es un modo de insistir con los sueños ya soñados por un sinnúmero de generaciones. Es resistir al discurso de la inexorabilidad y al reinado absoluto de las distopías como única promesa para la humanidad por venir. Es recuperar, para aquellos y aquellas que provenimos del sur del mundo, nuestras historias tumultuosas cargadas de potencia creativa, desafiante y rebelde frente a las formas de pasteurización cultural que el norte rico y opresor ha buscado imprimirle a su dominio secular. Pensar nuestra época actualizando, como quería Walter Benjamin, la memoria de los vencidos, la larga e inacabada narración de culturas que han sabido resistir al colonizador. El sur encierra una poética de la emancipación que se nutre de una relación decisiva entre los ecos de sus tradiciones culturales y los desafíos de un presente que, eso también hay que decirlo, conlleva también la amenaza de su aplanamiento allí donde lo que se intenta imponer es una lengua digital y algorítmica capaz de sustraernos nuestra diversidad y nuestras riquezas tanto inmateriales como materiales. Hace mucho que sabemos que el norte ha olvidado sus sueños redentores, que su despliegue ha estado definido por la sed de conquista y de expoliación, como si aquellos ideales de igualdad y fraternidad se hubieran transformado en mandatos de dominación y saqueo; mientras que aquí, en las tierras calientes del sur, los ríos subterráneos de esas utopías milenarias siguen buscando -más allá de tropiezos, sinsabores, errores y derrotas- los cauces que los lleven hacia el mar de un futuro de hermandades renacidas bajo el sello de la emancipación, la libertad y la igualdad.
Esta es la palabra que recorre como un hilo dorado los intentos de interrogar lo que se guarda en el presente y lo que insiste desde el pasado. Es, recuperando en esto a Ernst Bloch, seguirle la pista a esa energía desiderativa y a esos “sueños diurnos” como la llamó el filósofo alemán, muchas veces oculta pero siempre activa, que fue diseñando el futuro de cada generación. Una palabra -la utopía- forjada en esos talleres donde alguien soñó la diferencia, donde alguien describió una geografía distinta a los hombres y las mujeres de su tiempo abrumados por la desesperanza de un presente eternizado y repetitivo. Palabra destinada a peripecias sorprendentes y a cristalizaciones muy diversas y encontradas; palabra lanzada como una flecha hacia el futuro que, muchas veces, no hizo otra cosa que destronar toda posibilidad de un mundo mejor al que, paradójicamente, buscando realizarlo lo alejaron de su concreción. Palabra que ha remitido a distintas significaciones: igualdad, verdad, homogeneidad, fraternidad, comunismo, jerarquía, orden, disciplina, patria, comunidad, libertad, amor, y la lista se extiende en múltiples y diversas resonancias. Palabra abierta, entonces, a la indispensable interpretación, a la querella producida por su polisemia y a esas otras abiertas por sus cristalizaciones en la historia. Una palabra para soñar mundos de igualdad y belleza o para profetizar un orden capaz de acallar las voces de la disidencia y de la diferencia; palabra que soñó y sueña la amalgama entre libertad y necesidad y que, allí donde esa amalgama se intentó realizar, acabó generando -en la mayor parte de los casos- la más radical de las violencias y la forma oscura de un orden represivo. Como si un fatal antagonismo habitara la potencia creadora y destructiva de una palabra que hizo mundo y que también lo deshizo.
Al desvanecerse la tradición utópica también se desvanece la energía capaz de soñar que “otro mundo es posible”. Infinitamente más grave que sus fallas, errores y derrotas es la desaparición de la capacidad humana de ensoñar la vida dejándoles la palabra de futuro a las peores pesadillas de una derecha recargada que delira con nuevos imperios que recuperen antiguas lógicas coloniales provenientes de las elites de un Occidente en crisis y decadente. Tozudamente desde el sur del mundo el “todavía-no” de la utopía sigue insistiendo y nos recuerda que nada de lo que fue soñado por las generaciones de nuestros ancestros se pierde en la rueda de la historia mientras seamos capaces, aquí y ahora, de sostener el diálogo entre el pasado y el presente. Como en muchas otras circunstancias de nuestras dilatadas historias hoy volvemos a ir a contrapelo de lo establecido y normativizado. En el interior de esos flujos desiderativos se fueron forjando tanto la imaginación artística como la potencia rebelde de nuestros pueblos. Porque no se trata de agotar toda nuestra imaginación en el instante actual, como si fuera lo único significativo, el eje absoluto de nuestras existencias y su límite. La potencia regeneradora del ideal utópico no depende tanto de su realización efectiva sino de motorizar todos nuestros sentidos, nuestras emociones y nuestros deseos hacia esa otredad capaz de devolvernos la ilusión de una vida buena. Ir hacia lo que se abre del otro lado de la frontera de la opresión y no instalarse en lo acabado y en la lógica de la resignación propia de un sistema mercadolátrico que nos busca convencer de la inexorabilidad de lo establecido.
Porque la tradición utópica, lo que se guarda en el interior de esa palabra noble y rapiñada a la vez, nos conduce, en nuestro viaje histórico-crítico tanto hacia el deseo de felicidad en la tierra como hacia la construcción, muchas veces, del infierno. Metáfora que encierra, casi al mismo tiempo, la aspiración a la libertad y la afirmación tiránica de lo absoluto y omnipotente. La tradición utópica, la que va de Tomás Moro y los pensadores del renacimiento, la que pasa por los anarquistas y socialistas, por poetas y filósofos y llega hasta nuestros días en los que se mezclan las revoluciones sociales y los totalitarismos fascistas, las ilusiones narrativas del cine y los nuevos lenguajes de las tecnologías digitales y algorítmicas, exige, de nosotros, un arduo e indispensable ejercicio de interpretación que sea capaz de recorrer sus voces no siempre armónicamente polifónicas; que pueda internarse, como lo intentamos en estas apretadas páginas, en sus principales rasgos y en aquellos nombres -que no abordaremos acá- pero que le dieron su consistencia a lo largo de los siglos. La lista es cuantiosa: Platón, Al-Farabi, Joaquín de Fiori, Campanella, Moro, Los hermanos del libre espíritu, Francis Bacon, Thomas Münzer, los anabaptistas de Munster, Winstanley, Sabbetai Seví, William Morris, Bakunin, Saint-Simon, Fourier, Owens, el príncipe Kropotkin, Franz Fanon y los nombres siguen… Al pensar el origen de la cultura, el nacimiento de lo propiamente humano, Claude Levi-Strauss no solo destacó la prohibición del incesto como punto de partida irrevocable sino que señaló otras dos formas misteriosas que articularon la complejidad y la diversidad del lenguaje de los humanos: la primera melodía generada por nuestros lejanos antepasados como apropiación creativa de los sonidos de la naturaleza; y, pensando en lo que venimos sosteniendo, la invención de la primera metáfora, aquel hallazgo que potenció, casi hasta el infinito, la capacidad del lenguaje para intentar decir la exuberante diversidad y multiplicidad de la vida y de los deseos. La palabra “utopía” ha sido, a lo largo de la historia, una suerte de metáfora capaz de encerrar innumerables proyectos y ensoñaciones que buscaron, desde diferentes realidades y creencias, diseñar un mundo mejor.
Esa es la energía transformadora de la que hablaba Ernst Bloch y que lo llevó, en un giro inverso al de Spinoza, hacia “el principio esperanza”. Para Bloch, a diferencia del tallador de lentes, el “todavía-no” de la utopía era esa fuerza propulsora capaz de modificar la historia, de romper muros y estancamientos, de abrir el horizonte en medio de la mayor de las oscuridades. Para Spinoza, en cambio, tanto la esperanza como la utopía postergaban la contingencia del aquí y ahora, eludían las demandas del presente para lanzarlas a la arbitrariedad indiscernible de un mañana que nunca acaba por llegar. Dos miradas que, con el transcurrir de los tiempos, alcanzan a cruzar sus caminos allí donde no es posible resistir sin soñar con un futuro mejor, pero sin que ese deseo quede postergado para las calendas griegas. El “principio esperanza” y la contingencia spinoziana que se funden en una refundación de la tradición utópica.
El ánimo de esta conferencia es el de confrontar distintas perspectivas que se fueron desplegando en el interior de la tradición utópica, pero no para tratarlas como piezas de museo, como bellos discursos ya acontecidos y guardados de una vez y para siempre en el desván de las cosas viejas; la intención es interrogar en relación a esa máquina desiderativa que no sólo alimentó quimeras y extravíos, sueños cargados de fantasías irrealizables, imaginaciones desbocadas y narrativas exclusivamente ilusorias, sino que, fundamentalmente, atravesó y atraviesa las prácticas constructivas de nuestras vidas sociales e individuales. Buscamos pensar esa tradición a través de sus modos de presentarse en la historia y de su actualidad entre nosotros (pero también nos interrogamos por sus ausencias, por su olvido, por su deslegitimación en los discursos dominantes). Hacer presente el pasado describiendo las peripecias de una tradición compleja y multívoca; hacer pasado el presente destacando la persistencia hoy, aquí, entre nosotros, de esa misma tradición que interpela lo que somos y lo que soñamos. Incluso allí donde no lo sepamos o incluso en una época, la actual, que ha girado brutalmente del lenguaje utópico al lenguaje distópico. Que lejos, muy lejos, de hacer del futuro la tierra de la realización del ideal utópico lo ha convertido en un páramo dominado por las más espeluznantes figuras del apocalipsis. Las utopías nacidas en los talleres de antiguas rebeldías en nada se asemejan al apabullante aquelarre de propuestas distópicas que hoy alimentan nuestra visión del futuro. Hasta el punto de que ya no nos resulte extraña la proliferación, en las plataformas digitales que han revolucionado la industria cultural, de una inacabable serie de programas cuyo eje temático común es la visión distópica del mañana inmediato. Como si un nuevo tipo de sequía -la capacidad de soñar la diferencia bajo la forma de una acción transformadora de la realidad malsana- se hubiera desencadenado sobre el frágil cuerpo de una humanidad desnuda de ilusiones.
Pocas épocas estuvieron tan secas de los ideales utópicos como la que estamos viviendo. La desintegración de la gramática de la utopía se corresponde con el borramiento del futuro. O, tal vez, son las derechas extremas, aquellas que siguen bebiendo de las fuentes de los fascismos clásicos, las que se han reservado el flujo utópico al plantearles a los hombres y mujeres de este tiempo de reinado absoluto del capital como el punto de fusión y realización de sociedades capaces de hacer confluir la libertad absoluta de mercado, un narcisismo hiperbólico junto con ciertas formas de neocomunitarismo y todo ello mezclado con autoritarismo, jerarquía y conservadurismo moral además de una dosis significativa de etnonacionalismo. Una utopía dominada por el dios dinero y el dios flamígero. Aunque sostenida, en último término, por aquello que Yanis Varoufakis denominó “tecnofeudalismo”, es decir nuestra conversión autoimpuesta en “siervos de la nube”, capturados gustosamente por una tecnología capaz de apropiarse de nuestra intimidad sin tener que desembolsar un solo centavo. A ese gesto de contribuir a multiplicar de una manera inimaginable el capital de un puñado de empresarios de las plataformas digitales lo llamamos “libertad”.
El absurdo está entre nosotros y no hacemos otra cosa que festejar nuestra nueva servidumbre voluntaria, que ni siquiera alcanzó a imaginar en su actual dimensión, allá en los comienzos del siglo XVI, un joven y rebelde Etienne de La Boitie, cuando se interrogó por el motivo capaz de conducir a los muchos a dejarse someter por el Uno. Etienne, en esos tiempos fundacionales de una modernidad todavía en pañales, lanzó, de cara al futuro, una anticipación deslumbrante y sobrecogedora: los incontables aceptaban someterse al poder del Uno como consecuencia de la “fascinación que sentían por él”. La irradiación del dictum del amigo de Montaigne alcanza sin tropiezos nuestra actualidad, incluso expande y radicaliza aquella anticipatoria intuición de un vínculo -el de los hombres con el poder- que no haría más que multiplicarse hasta niveles cada vez más perversos. No deja de ser conmovedor, para nuestra experiencia sureña, que la visión crítica de Etienne se haya alimentado de los primeros relatos y crónicas que provenían de aquellos que habían descubierto con ojos azorados que, del otro lado del océano Atlántico, más allá de la “civilización occidental y cristiana” vivían hombres y mujeres que saboreaban una libertad radical y que parecían, así lo describieron, estar habitando en el paraíso tantas veces imaginado desde los relatos bíblicos. Ya se encargarían los recién llegados en sus naves que olían a azufre, con especial cizaña y entusiasmo, de transformar ese jardín edénico en un infierno de destrucción, expoliación y sometimiento. Pero sigamos recorriendo una de las últimas pasiones humanas por romper el dominio del aquí y ahora irreversible.
Voces plurales las que se entrelazan a lo largo de la milenaria empresa de soñar la comunidad de los iguales o de proyectar, hacia un futuro distante, ensoñaciones y pesadillas, sueños desiderativos y catástrofes inclasificables. Algunas de esas voces salen a la pesca de tradiciones antiguas y venerables; otras se detienen con intensidad en el análisis de los entrecruzamientos de los sueños utópicos y los llamados a la revolución. Voces que recorren los mil senderos de las rebeldías y de los deseos, de las apuestas redencionales y de las proclamas que intentan cerrar el movimiento siempre incesante de la historia. Pensar hoy la utopía, inscribirla en una saga de incontables rebeldías es un modo de resistir a la uniformidad tecno-digital, es una manera de escaparle al dominio de una razón instrumental que hoy encuentra en los algoritmos y en la Inteligencia Artificial sus nuevos heraldos promotores de la última distopía. Voces que se detienen a reflexionar en torno a la presencia de la oscuridad en la luz, del mismo modo que deconstruyen la palabra y la tradición de la utopía para eludir cualquier dogmática entendiendo que el largo periplo de esa tradición estuvo sobrecargado por esa dialéctica. Así como la revolución, en tanto mito decisivo de la experiencia moderna, ha quedado, como decía Nicolás Casullo, a nuestras espaldas, convertida en pasado y en gran medida vaciada de sus contenidos transformadores, la utopía se ha vuelto una palabra agotada que muy pocos pronuncian sin un dejo de nostalgia.
El siglo XX fue, ya lo destacó Alain Badiou, el siglo de “la pasión de lo real” que intentó llevar a la práctica aquello que soñaron las utopías sociales y políticas. El nombre de esas prácticas triunfantes fue el de “revolución”, como si todo lo que antes había sido sueño y quimera, ilusión y fantasía, todo eso encerrado en ese hallazgo semántico de Tomás Moro, abandonara por fin ese territorio de lo imaginario y de lo imposible para lanzarse a la realización material de los ideales emancipatorios. Ya no se trató de recordar antiguas gestas que acabaron en derrota (desde la rebelión de Espartaco hasta los comuneros parisinos de 1870) ni de revoluciones fracasadas como la de 1848 o incluso de gestas triunfantes y novedosas como lo fue la rebelión de los esclavos haitianos en el final del siglo XVIII que fueron capaces de anticipar los movimientos independentistas que luego recorrerían toda la América Latina; ahora, en el devenir inaugural del siglo XX, el mito de la revolución abandonaba las nostalgias de aquellos relatos de rebeldías desesperadas para asumir el rostro fabuloso de la realización de aquellos sueños: desde octubre del 17 cuando Lenin y los suyos clavaron la estaca de la primera revolución obrera y campesina triunfante, pasando por la conquista del poder por los comunistas chinos en el 49, por las incontables luchas de liberación nacional de los pueblos terceristas representados en especial por vietnamitas y argelinos pero también por mozambiqueños y angoleños, etíopes y palestinos hasta la gran esperanza abierta en América Latina por la revolución cubana que irradió hasta la entrada de los sandinistas en Managua en 1979, ese mito que provenía de antiguas narraciones y más antiguas rebeliones se hizo realidad tangible. Lo que no podíamos imaginar, aquellos que sentimos su fulgor, es que mucho antes del final del siglo esa “pasión por lo real” se desvanecería como un castillo de naipes. El peso abrumador de sus escombros sigue ahogando nuestras ilusiones.
Pero inversamente proporcional a esos escombros es la clara evidencia de que ha sido en el sur del mundo hacia donde se transfirieron los sueños liberadores desplegados en el siglo pasado y que hoy, con mayores necesidades no resueltas todavía, volverán a manifestarse -con nuevos recursos y nuevas palabras- en estas latitudes. Mientras que el norte no sabe cómo resolver la hondura de su crisis, que no es apenas económica sino que es principalmente cultural y de sentido, la evidencia del agotamiento de su tiempo histórico y de sus quimeras imperiales devaluadas; en el sur, nos ufanamos de nuestras diversidades, de nuestra capacidad de intercambiar y de mezclar lenguas y saberes, tradiciones y riquezas artísticas, de nuestra sed de justicia y de la conciencia de ser herederos y legatarios de tradiciones que viniendo del ayer alimentan nuestros proyectos de futuro. Pero con la conciencia, también, de los peligros que amenazan esas diversidades y esos pluralismos culturales: la tendencia a la homogeneización, al aplanamiento de los tiempos privilegiando un presente continuo, a la construcción de un falso esperanto que universalice la cultura del norte dominante, de dejarnos seducir por la fascinación del “progreso tecnológico” como fuente de nuestra supuesta salvación mientras se sigue depredando nuestro hábitat, amplificando la exclusión, la pobreza y se siguen uniformando conductas consumistas. En el sur también caminamos por el desfiladero de la cultura y la barbarie y la amenaza radica en olvidar nuestras especificidades para dejarnos atrapar en las telarañas de una cultura globalizada y de rápida y fácil digestión. Uno de los rasgos más notables de las culturas del sur es que han sabido enriquecer sus tradiciones con aquellas otras provenientes, incluso, del norte colonizador. Nuestra hibridez cultural es un signo de vitalidad mientras que aquellas naciones que se creyeron únicas e imperiales se van secando hasta perder identidad y potencia creativa bajo el imperio de la uniformidad cultural mercantilizada.
La utopía (el plural también le corresponde) ha sido relegada, convertida en fábula no solo por el discurso académico dominante y hegemónico para el que apenas si es un anticuado objeto de estudio, sino que eso también ha ocurrido, de un modo muy preciso y actual, en los imaginarios juveniles en los que predomina la fascinación por un presente continuo que se repite a sí mismo como un mantra desplazando al armario de las experiencias en desuso tanto lo que nos remite al pasado como aquello otro, indispensable en la lengua utópica, que nos envía hacia el mañana. La utopía destronada allí donde se la vuelve relato fabuloso o mera quimera, juego desbocado de una imaginación que aspira a lo imposible y a lo irrealizable. Pieza de museo que remite, en el mejor de los casos, a tiempos arcaicos atravesados por ilusiones infantiles, aquellas que soñaban transformar la vida de acuerdo al ideal de la perfección. Época, la nuestra, de obturaciones múltiples afirmadas en la certeza de la imposibilidad de modificar lo existente, en el dominio abrumador de una lógica pragmática que desconfía de la imaginación poética entrelazada con los lenguajes de la política. De ahí nuestro desafío: repensar la tradición utópica en un tiempo de desilusiones, desesperanzas y olvidos; recorrerla hacia atrás persiguiendo sus huellas, las más evidentes y las semiborradas destacando, siempre, la profunda imbricación entre nuestra actualidad y lo acontecido; interrogando por su pertinencia en una realidad contemporánea que se desliza velozmente hacia la lógica del olvido y hacia el festejo de lo fugaz e instantáneo. Apostando a que sus desvanecidas influencias sigan silenciosas habitando los pliegues de lo humano.
Un desafío a contramano y a destiempo, la imperiosa necesidad de establecer un diálogo entre la erudición y la enseñanza universitaria, la que rescata del fondo olvidado de la historia saberes indispensables, sagas cruciales protagonizadas por los ninguneados y derrotados, por los invisibles y los explotados, por esas masas anónimas que se atrevieron a cuestionar las diversas y perversas formas de la dominación, y las percepciones de la nuevas generaciones que, en la mayoría de los casos, han roto las amarras con lo esencial de esos otros tiempos. Tal vez por eso repensar hoy, acá, en una época destemplada, la utopía, sus caminos múltiples y cargadas las alforjas con diversas y muchas veces encontradas arquitecturas de una nueva sociedad, pero sin utopizarla, sin volverla intocable y sagrada como último ideal incontaminado por el decurso de la historia que todo lo arruina. Se trata, antes bien, de romper falsas ilusiones, de rebasar los dogmatismos y los giros reduccionistas o puramente afirmativos para describir una tradición abigarrada y compleja, variada en sus proyectos y en sus postulados y portadora de objetivos políticos muchas veces antagónicos y enfrentados al punto de imaginar mundos por completo diferentes.
Se busca perseguir esas huellas -insisto cargadas de múltiples imaginarios- no para llegar a la tierra prometida, al edén de la felicidad, sino para descubrir, allí donde fuera posible, las andanzas soñadoras y abiertas de las mil lenguas de la utopía, las que podían conducir al ideal de la vida buena o aquellas otras que llevaban al pantano de la unidimensionalidad y de lo absoluto. De ahí que haya que hacerse cargo, en el arduo trabajo de recuperar las voces de una tradición acallada, de proyectos y sueños prolíficos en señalamientos maravillosos y espantosos, de potencias libertarias y de cerrazones autoritarias. Una tarea de removedores de escombros allí donde los huracanes de la historia hicieron su trabajo de destrucción, en especial con muchas de esas voces forjadoras de sueños desiderativos, de apuestas frustradas y de ilusiones desvanecidas. Nosotros, en el sur, sabemos mucho de esta dialéctica de ilusión y desencanto porque hemos sido testigos y participantes de proyectos políticos y sociales que no pudieron acabar de construir sociedades más justas. Pero a diferencia de las sociedades del norte opulento, que hace mucho que abandonaron aquellos ideales de hermandad y solidaridad, todavía el reloj de la historia se sigue moviendo en nuestras latitudes recordándonos todo lo que queda por hacerse. Y en ese gesto rememorativo se guarda la oportunidad de reconstruir los puentes entre las generaciones distanciándonos de la pura adoración de un futuro que cuando parece querer realizarse lo hace bajo la forma de nuevas herramientas de dominación, explotación y violencia.
Quizás lo que escribimos no sea sino otro de los trazos esperanzados dejados, en un papel secante, por las escrituras utópicas. Un modo, algo ilusorio, de reconstruir algunos de esos puentes que vuelvan a despertar, en las actuales generaciones, la pasión de las herencias y los legados. Con ello, pero sabiendo que nuestro gesto tiene mucho de quien arroja una botella con un mensaje esperanzado al mar embravecido, estaremos intentando, sin ninguna certeza de alcanzar la meta, reabrir el diálogo entre generaciones, aquel que descubre que nada de lo acontecido en el pasado se pierde para aquel que permanece atento a su llamado y a sus insistencias. Pero intuyendo, y sobre todo esto giran las huellas dejadas en este breve escrito, que nada del pasado espera, desde su supuesta eternidad, para que alguien en el presente lo convoque tal cual fue. Toda relación con lo acontecido supone el juego exuberante de la interpretación, de la proyección, hacia atrás, de nuestras inquietudes y prejuicios, de nuestra sensibilidad y de nuestros obstáculos. Con esto queremos decir que nadie sale indemne de la experiencia de toparse con la tradición utópica, ni quien escribe estas páginas destinadas a ser parte de un extraordinario encuentro de las culturas del sur en la hospitalaria tierra etíope ni aquellos que están dispuestos a internarse por las sendas que nos podrían conducir, sin garantías de ningún tipo, hacia esa conversación que, hoy más que nunca, se vuelve indispensable con todos aquellos que soñaron que nada en la vida ni en la historia alcanza el estatuto de lo inmodificable y de lo eterno.
Me gustaría concluir recordando algunas palabras de un viejo amigo:
“La desesperanza no es escepticismo. No es negación pura. No es vacío. La desesperanza no es inacción. A nadie autoriza a sumergirse en el amargo lamento de las causas perdidas. (…) Aparece en ciertos singulares momentos: cuando se siente que la historia no juega, necesariamente del lado de uno, que nada tiene que ver con el progreso indefinido, que tiene avances pero también dolorosos y hasta cruentos retrocesos; cuando no se ve el horizonte ni se sabe cómo inventarlo. (…) La desesperanza, como la duda, nace para morir, para transformarse en su contrario, para encontrar su otra cara, la de la esperanza, que no es sino la misma pero con todo el peso y la riqueza de la quiebra y la laboriosa experiencia” (José Pablo Feimann). Es en el Gran Sur desde donde seguirán soplando los vientos de aquellas esperanzas utópicas soñadas por las generaciones que nos precedieron.
*Conferencia dada en Addis Abeba (Etiopia), invitado por la Organización de Cooperación del Sur y la Universidad de Addis Abeba. Buenos Aires – Addis Abeba, 2025
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