A cuarenta años del fallecimiento de Julio Cortázar, una semblanza que propone celebrar la vida del autor de «Rayuela» y «El Libro de Manuel».
Por Conrado Yasenza*
«Poeta/Antipoeta/Culto/Anticulto/Animal metafísico cargado de congojas/Animal espontáneo sangrando sus problemas. /».
Vicente Huidrobro.
Qué difícil es escribir un texto que desafíe el interminable torbellino de artículos periodísticos, documentales biográficos y películas que hemos leído y visto, y seguramente veremos y leeremos porque… queremos tanto a Julio. ¿Será la insoslayable formación occidental y cristiana la que nos aferra a la celebración de la muerte, como si la vida – los nacimientos – fuera una insalvable zona de pasaje que no vale la pena ser festejada? Cortázar se reiría mucho – muchísimo creo yo – de las maratones celebratorias. Qué injusto es celebrar el final común de la existencia física cuando en vida distintas facciones políticas e intelectuales, cada una de ellas esgrimiendo divisas y argumentos, lo criticó con dureza por burgués gorila exiliado en París – cuántas lecturas ideológicas de Casa tomada -, o por aquello de escritor que influenciado por un amor y por los torvos vientos de los años setenta, abrazó tardíamente las causas revolucionarias de América Latina y dejó de escribir literatura para escribir sobre política. Ay, cuántas enfervorizadas refutaciones hacia sus libros «Argentina: años de alambrada cultural» y «Nicaragua, tan violentamente dulce». Y en el plano estricto, según los críticos literarios, del oficio de la escritura, ese molesto y políticamente incorrecto «Libro de Manuel». Y «Rayuela», según la pluma de algunos ilustres escritores nativos, la monumental novela que demuestra su propia pequeñez.
En fin, nunca nadie está conforme Julio, y vos dirías que está bien que esto suceda, y que en última instancia estas discusiones en torno a tu figura, tus actos y tu obra, son menores frente a tanta tragedia instalada en nuestro hogar, en nuestra casa común. !Ahh!, querido Julio, tremendo cronopio, que lejos estuviste y estás de estas menudencias provincianas y mezquinas: Que si hoy los escritores ¿jóvenes? desean asumir un rol social, matricularse de intelectuales y así tener responsabilidades para con la sociedad lectora y no lectora. Que los jóvenes escritores no te estiman mucho pero tampoco se atreven a criticarte con algún grado de vehemencia u obstinación porque, claro, Julio, no está muy bien visto cuando se celebra tu nacimiento o muerte. O si es posible que esta época de mendrugos ideológicos requiera de un escritor que se comprometa con lo que acontece en su tiempo, como si tuviéramos la posibilidad, sin apelar a mecanismos siniestros, de escindir vida, literatura y época. Se entiende, Julio, hablo de los escritores que tienen acceso a la demencial máquina trituradora de tiempos y seres: la maquinaria desplegada ya profusamente hacia todas las actividades y temas. Seguro, Julio, que no saben nada de esas distintas e innumerables distancias y tiempos a las que un auténtico cronopio puede acceder durante un viaje en subte o metro, para luego dejar constancia de tan alucinante experiencia, de tan magnifica travesía por los intersticios del tiempo común y silvestre.
En fin Julio, en realidad yo no sabía cómo escribirte estas líneas que intentan contarte que te conocí cuando tenía alrededor de 17 años. Todavía conservo el viejo y ajado libro que nos puso en contacto: Sí, Rayuela. Cuánta excitación me produjo esa catarata de preguntas que, de tanto en tanto, vuelvo a hacerme; qué inquietante acceder a ese mundo de existencias frágiles: eso, Julio, allí estaba presente la condición humana y su fragilidad, munida de sus juegos para atenuar la prevalencia de cierta angustia existencial, de esa ambivalencia de ser en planos diferentes y de estar en una cosmovisión de la no-estadía; ser siendo otro. Y esa maravillosa libertad para minar el sacrosanto terreno de las letras bien entendidas. Qué libre me sentí leyendo y viviendo las alternancias existenciales y amorosas de Oliveira y los chicos del Club de las Serpientes. Que dulce inteligencia la de la Maga, llegando a las mismas conclusiones que el selecto círculo de amigos intelectualizaba en un regodeo del pensamiento sin fin. No me parecen ingenuos o extemporáneos los llantos de madame Berthe Trépat tocando su piano sólo para vos y yo en una sala perdida en el tiempo y el espacio (Sé, Julio, que no entendías bien por qué la gente se extasiaba con aquella concertista olvidada, y bueno, será porque los cronopios tienden a desorientar a todo el mundo, incluidos los demás cronopios). Libertad para jugar un juego que debería no excluir a nadie, si en definitiva la literatura es eso: Un juego que requiere la complicidad de otros jugadores para que éste sea más divertido. Vos sabías bien esto Julio, terrible cronopio.
Así empecé a escribir algunos textos que serían hoy juzgados sin piedad por apologéticos – y falsos, seguramente -, pero que me hicieron sentir vivo: Sursurestes de broncas… Un lugar, un lugar de flores… de piernas públicas agitándose… otro sí, sí… pero es el mismo transmigrado.
Y luego Manuel, libro que tomó mi vida y por el cual, mientras duró la lectura, viví a través de él. Hasta tuve un enamoramiento que me ponía en sintonía con Marcos y Ludmila. Novela gracias a la cual llegué a un amigo en común, Julio, Vicente Zito Lema, a quien le confiaste la organización de la presentación del Libro de Manuel en Argentina, y a quien también le confiaste, en secreta reunión, que donarías las regalías de Manuel para la causa de los derechos humanos y los presos de Trelew.
Y siguieron muchas otras lecturas que tenían y no tenían que ver con vos. Pero ahí estabas, siempre presente, como ahora, que escribo este artículo que nos acerca tanto, aunque no tenga una trompeta y un gato llamado Adorno, ni sepa tocar el piano; aunque no pueda bombardear la zona vedada de la literatura y ofrecer nuevos horizontes para quien quiera jugar. Comprendí el sentido y función del reloj, sólo que el mío adelanta y atrasa con una soberanía insobornable; ya me instruí acerca de cómo subir las escaleras; desarrollé un preocupante gusto por las deshoras, y nunca estuve físicamente en Montmartre ni en el Pont des Arts con Etiene, Ronald, Gregorovius, Oliveira, La Maga, Rocamadour y el Gran Bird…
En fin Julio, vos ya sabes… Lo mío es mucho más sencillo: un atajo y una trampita que le tiendo a los lectores para conversar un rato con vos, Julio, mi amigo, el cronopio nunca distante.
Esta nota fue publicada originalmente en la Agencia Télam.
Avellaneda, 12 de febrero de 2023.
*Periodista. Docente en UNDAV.
2 Comments
UN texto intenso y valioso para un merecido homenaje a Julio Cortázar.
Gracias.
Muchas gracias, Dora.
Saludos.
Conrado