Juan Ignacio Garrido traza una semblanza de Javier Trímboli y de su frecuente paso por la provincia de Córdoba. En un registro íntimo, el autor destaca la capacidad de Javier para pensar (y hacer pensar) las tensiones culturales del pasado y del presente de la Argentina a partir de artefactos que podían ir de lo letrado a lo masivo, o de lo consagrado a lo marginal.
Por Juan Ignacio Garrido*
(para La Tecl@ Eñe)
Si hubo algo particularmente inusual en la muerte de Javier Trímboli el pasado 29 de enero quizás fue la extensión geográfica desde la que surgió su conmovedora despedida. Y esto tiene un motivo: para pensar la Argentina, Javier incluye en su método la necesidad de conocerla de cerca y recorrerla. Uno de sus primeros libros Mil novecientos cuatro. Por el camino de Bialet Massé es un vasto registro de ese impulso a buscar, por los caminos del interior del país, una brújula para orientarnos hacia un destino justo de la patria, tejiendo amistades en cada viaje y construyendo un subsuelo de complicidades profundas. Y en uno de sus últimos libros Flores Galindo. La escritura de la historia se pregunta si el viaje mochilero a Perú y Bolivia ‒que hacían muchos jóvenes a finales de los ochenta‒ representaba una forma desalineada de inscribirse en una tradición, en una huella, si era finalmente la posibilidad de reconocer a América Latina como el lugar donde, pese a todo, se quería estar.
En los últimos diez años, en otro tipo de viajes, vino mucho a Córdoba, donde dictó seminarios en sus universidades nacionales y fue protagonista de charlas en la Unión de Educadores de la Provincia de Córdoba (UEPC) no solo con jóvenes delegados docentes, junto a quienes debatió grandes interrogantes sobre la historia y las organizaciones del movimiento obrero argentino, sino también con maestras rurales en los míticos encuentros en el hotel sindical de Los Cocos, para discutir ahí, donde se lo necesita, la centralidad de la escuela pública. Además, pergeñó algunas jornadas de formación política e histórica con la juventud peronista del PJ provincial, insisto, conociendo y discutiendo de cerca, sin repetir el prejuicio político del centralismo porteño con sus fórmulas irritantes sobre el “interior”, que tanto ha tenido que ver en la trama de nuestras derrotas políticas. Ahí, en ese gesto, había un método: para Javier, era necesario encontrar nuevas fuentes políticas e históricas para transformar el presente, para desmarcar la discusión militante de sus encerronas teóricas y sus patios litúrgicos. Lo recuerdo cuando allá por el 2017 decía que, si poníamos sobre la mesa El medio pelo de Arturo Jauretche, sabíamos de antemano el debate que podía provocar en ese momento histórico. Las posiciones ya estarían asumidas, se ahuyentaría a unos cuantos y se reafirmarían viejas certezas, sin poder lograr una reflexión nueva sobre la Argentina. Nos dejaba, en el fondo, sin política. Ahora veamos qué pasa, nos proponía, si sobre la mesa dejamos el Facundo de Sarmiento. Y cuando lo decía, yo sonreía porque imaginaba un tremendo lío; las posiciones no serían tan claras o, por lo menos, no estarían atravesadas por la misma vara, ni por la rigidez de algunas miradas. Le interesaba construir ese espacio común sobre el mundo, para después sí marcar ‒y profundas‒ las diferencias. No buscaba suspender la conflictividad de la política ‒recuerdo a Horacio González nombrarlo como “nuestro espadachín izquierdista” ‒, sino subrayar su complejidad evitando allí el imperio de la opinión panelística o la automaticidad de los “me gusta”. Casi siempre que lo escuchaba o leía, yo mismo y mis posiciones terminaban dadas vueltas como una media. Y cuando eso sucede, uno vuelve a su casa con el corazón acelerado por un entusiasmo extraordinario, que no es otro que aquel que vivieron los estudiantes que pasaron por sus lecciones. Todos salimos de sus conversaciones y de sus libros como de un aula agitada.
Quienes en Córdoba hicimos la secundaria en la Escuela Superior de Comercio Manuel Belgrano fuimos entrenados en una lectura y una escritura hiperargumentales características de una educación progresista crítica y racionalista. Algunos no tardamos en sospechar que lo reivindicado como método “aspiracional” ‒con el que no dejaríamos ningún flanco al descubierto en la vida‒ podía terminar siendo una jaula de hierro. El estudio de la filosofía me permitió valorar la potencia de esos aprendizajes, pero también reconocer otras formas de conocimiento; el ensayismo nacional terminó por poner en crisis esa formación, pero nunca pude deshacerme del todo de aquella tradición… Cuando conocí a Trímboli, no pude más que admirar su método benjaminiano, donde la transmisión del acervo cultural del país se libra a fogonazos, se avanza a saltos en la historia y el pasado muestra su vitalidad a partir de la fuerza de invocación surgida de sus imágenes. La rigurosidad no estaba en el agotamiento argumental, ni en la secuencia positiva y lineal de los hechos, ni en la exhaustividad de una explicación, sino en la precisión del material histórico a desempolvar para suscitar la atención vital hacia el conocimiento de nuestra existencia colectiva ‒él hubiera dicho: “la posibilidad de provocar asombro por el mundo” ‒ y, una vez allí, abrir el debate y la experiencia hacia sus posibilidades vivas. Ese material, esa perla de la historia, podía ser un tema de rock nacional o de cumbia villera, una pintura clásica o un fanzine, una obra monumental de la arquitectura o una entrevista televisiva, o todo eso junto, que era lo que me provocaba fascinación, hastiado de un mundo académico que te proponía la hiperespecialización. Sobre esto, Juan Laxagueborde escribió estas semanas que Javier “imaginaba una conversación sin dogmas y que de sus formas libres tenemos que aprender para siempre”. Tal cual. No puedo dejar de imaginar la experiencia que debe haber sido asomarse en la adolescencia a las clases que Trímboli daba en la escuela secundaria.
Una pérdida tan importante, más aún cuando uno las siente en su valor para la vida colectiva, nos puede llevar a repetir ‒en procura de sostener viejas costumbres fúnebres‒ que ya no va ser posible algo igual. Si bien hay muchos motivos para sentirlo así, no sería la forma justa de pensarlo, porque la gran labor de Trímboli estuvo en la transmisión, en la docencia, en lo que dura, en una vida intelectual enraizada a nuestra cultura. Un capítulo importante de esta tarea fue realizado en Córdoba en el Instituto Superior de Estudios Pedagógicos (ISEP), institución de vanguardia en la formación docente en el país, que logra, con el acompañamiento y aporte intelectual de Trímboli, una propuesta cultural y pedagógica de gran potencia. Su huella está allí en los directivos y trabajadores que pensaron junto a él, y también en los estudiantes de los profesorados públicos de Córdoba que cursan sus seminarios sobre Sarmiento y sobre San Martín. Dos piezas maestras de pedagogía e historia argentinas que proponen al mundo docente volver la mirada sobre nuestra patria, pero evitar las conclusiones rápidas; romper el bronce y mover lo que tiende a volverse indiscutible; aprender sobre debates cruciales a partir de detalles aparentemente circunstanciales, y entrar con ellos de lleno al aula o al menos intentarlo. Su impulso estaba en no confundir las enormes dificultades pedagógicas con la necesidad de mermar la calidad de la enseñanza, todo lo contrario.
Este agradecimiento que intento garabatear apuntando algunos pasajes de Trímboli por Córdoba, a todos nos toca alguna fibra personal, porque Javier era ante todo un tipazo, que entre otras cosas me consiguió uno de mis primeros laburos y me convocó a escribir, leer y ensayar sobre la historia y el presente de este país con una generosidad de otro planeta, al otro extremo de la mezquindad académica. Pero más allá y más acá de lo personal, el agradecimiento se lo debemos, sobre todo, a su tiempo dedicado minuciosamente a engrandecer la educación pública. También a su libro Sublunar. Alguna vez le escuché decir algo que hoy recuerdo como susurro y augurio: “por acá dejo esto”. Nunca recomendé y regalé tanto un libro; bajo aquel fuego hostil, todos tenían que leerlo. No vislumbro qué sucederá con quienes lo tomen en estos tiempos, pero de lo que sigo seguro es de la necesidad de su lectura.
En esta patria a oscuras y la tristeza de esta despedida, no deja de sacarme una sonrisa imaginar a Trímboli ‒con su rostro flaco, su chiva al medio y sus patillas raídas‒ como una figura que se escapó de alguna pintura del siglo XIX argentino, del cuerpo de soldados revolucionarios al mando de San Martín o Belgrano. Espadachín al fin. Allá habrá vuelto a continuar con su batalla histórica y su revolución infinita, seguro de aquel presagio sarmientino: “El primer tiro se disparó en 1810 i el último aún no ha sonado todavía”.
Córdoba, 5 de marzo de 2025.
*Licenciado en Filosofía. Profesor de la Universidad Nacional de Villa María y de la Universidad Provincial de Córdoba.