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La ley de la ferocidad – Por Claudio Véliz

Jugar con la camiseta equivocada.

En esta nota Claudio Véliz problematiza los vínculos entre fútbol y política con el telón de fondo de la ferocidad extrema desplegada por el neofascismo en la actualidad. Más allá de sus muchas similitudes, las apasionadas adhesiones futboleras no pueden compararse con las decisiones políticas en un mundo en que las relaciones humanas se hallan atravesadas por un sinfín de mediaciones y de dispositivos digitales. 

Por Claudio Véliz*

(para La Tecl@ Eñe)

La triple alianza del siglo XXI

En los últimos años, hemos asistido a una avanzada descomunal por parte de grupos corporativos que han logrado articular, con una eficacia sin precedentes, los flujos del capital concentrado, la intervención de las mafias judiciales y el bombardeo persistente de los monopolios mediáticos. Esta verdadera asociación ilícita desató, sin previo aviso, la nueva guerra de la triple alianza contra un enemigo no solo desarmado sino también vulnerado. Y en un escenario en que el huracán neoliberal allanó el terreno para la desolación, la muy coordinada artillería del bando “aliado” arrasó hasta con el mínimo atisbo de institucionalidad democrática. La paradoja de la Argentina actual es que el estado de excepción (que algunos prefieren considerar un Estado paralelo mafioso) no ha sido decidido por el gobierno de turno sino por el acuerdo espurio de los poderes fácticos.

Los integrantes de esta mafia impune organizan sus innumerables operaciones del siguiente modo: espían, persiguen, hostigan, arman mesas judiciales, instauran el lawfare, animan una Gestapo nativa, persiguen a los sindicalistas, proscriben, encarcelan, practican el terrorismo financiero, se sientan sobre los silobolsas, extorsionan, evaden, fugan, exhiben con obscenidad su pertenencia de clase, adoran los gestos cortesanos, bloquean cualquier intento de regulación democrática, remarcan precios, empobrecen, hambrean, se enriquecen con nuestra miseria, horadan la imagen de los líderes populares, desprecian a las mayorías, encienden el odio, prometen ajustes y sacrificios, aborrecen las expresiones plebeyas, las manifestaciones populares, los invencibles lazos solidarios tendidos entre las muchedumbres urbanas. Pero lo más grave y preocupante de todo este despropósito es que, por primera vez en toda nuestra historia democrática, estos miserables han logrado una representación parlamentaria muy sólida y firmemente decidida a defender los intereses concentrados a cualquier costo: una coalición integrada por liberales, radicales, conservadores, neofascistas y progresistas (verdadera reedición de la “unión antidemocrática”) dispuesta a la complicidad, al silencio, al servilismo, a la humillación, a la justificación de las violencias, los delitos, los intentos de homicidio y el saqueo. Pierden inútilmente su tiempo quienes, aun con las mejores intenciones, continúan esperando que los radicales reflexionen o que la izquierda ultraortodoxa exhiba algún gesto de “pragmatismo popular”. El año que viene se cumplirán veinte años desde la asunción de Néstor Kirchner, un tiempo más que suficiente como para que evitemos persistir en los errores de cálculo y en las absurdas ingenuidades.

Los dispositivos de este nuevo fascismo ultraliberal se han empeñado en producir subjetividades capaces de conjugar: resignación, complicidad, ensimismamiento, disposición emprendedora, culpabilidad, autoexigencia, rendimiento ilimitado, pasión por la ignorancia, espíritu sacrificial, desprecio por las construcciones colectivas. Pero, por sobre todas las cosas, dichas usinas se dedicaron a reproducir un sentido común punitivista, a motorizar el deseo de aniquilación, a excitar las pulsiones destructivas. Cuando se logra proyectar, en un otro demoníaco, la absoluta responsabilidad por la impotencia, los fracasos, las dificultades, los obstáculos que nos impiden acceder a los frutos del rendimiento, la exigencia y el sacrificio; solo resta instrumentar el modo de poner “fuera de juego” al agente del mal. Los más osados lugartenientes mediáticos de esta era tanática no han cesado de blandir la exigencia de un país sin kirchneristas, sin sindicatos, sin conflictos sociales, sin pasiones alegres. Y para ello, en una democracia de baja o nula intensidad como la que estamos transitando, todas las violencias (físicas y/o simbólicas) se tornan “válidas”, incluso las prácticas consistentes en apretar el gatillo.

Vallar la irreverencia

Militantes de la tristeza colectiva que agitan insistentemente la reiterada cantinela del “país de mierda” que no han dudado, incluso, en vallar el obelisco para transformar los fervores plebeyos en impotente desesperación por acceder a los abrazos reparadores. En realidad, tiene una larguísima historia la relación de la derecha con el fracaso, la culpa y la inferioridad: fracasamos como nación por no intentar parecernos a nuestros colonizadores ante quienes los vernáculos conservadores se sienten inferiores y, como consecuencia, intentan inocularnos la culpa “por no haber sido”. La pretendida superioridad estética de esa derecha rubia y pálida es la triste contracara de la fortaleza que le asignan a la raza aria. Tal como había demostrado el lingüista ruso Mijail Bajtin hacia mediados del siglo XX, las celebraciones populares pueden operar como inquietante desafío de las jerarquías y de los poderes corporativos. Quizá por ello, los patéticos adalides del punitivismo extremo eligieron abandonar la consabida estrategia de utilizar el mundial como pantalla distractiva para apostar por una maniobra más acorde con las pasiones tristes que promueven hasta el hartazgo. Han llegado a desatar una campaña mediática para convertir al seleccionado argentino de fútbol en una banda de vulgares insolentes, reticentes a respetar el honor de los siempre distinguidos rivales europeos. Nuestros sumisos muchachos se habrían “maradonizado” al transformarse en rebeldes e irreverentes frente a las potencias coloniales y monárquicas, desechando el apacible destino del servilismo y la genuflexión.

Los vínculos entre fútbol y política siempre han sido tan intensos como tumultuosos. De todos modos, es un error equiparar ambas realidades y asumirlas como instancias que nos exigen conductas y actitudes similares. Quizá, el amor por ciertos colores futboleros resulte comparable con las pasiones que movilizan algunos líderes políticos. Sin embargo, no ocurre lo mismo cuando se trata de “inmolarse” a favor de determinadas políticas públicas que benefician a las mayorías al mismo tiempo que recortan los privilegios de un puñado de multimillonarios. En este último caso, lo que (des)orienta nuestras percepciones y voluntades es el sutil y eficaz dispositivo ideológico tendiente a la reproducción de lo establecido, una siniestra maquinaria que hoy se nutre, como nunca antes, de la crueldad, el odio y la furia punitiva. Después de todo, tal como afirmaba el filósofo francés Louis Althusser, la ideología es la representación de una relación imaginaria de los sujetos con sus condiciones de existencia, y su efectividad no reside en la configuración de un “mundo de las ideas” que ocultaría dichas condiciones, sino en cada uno de los rituales y de las prácticas materiales que ordenan y organizan la vida social; por otra parte, gracias a los aportes del psicoanálisis, sabemos que no siempre ni necesariamente, los sujetos desean su emancipación (he aquí la “mala noticia” que vino a espetarnos), e incluso llegan a amar su servidumbre.

Cambio de camisetas

Si bien los laberintos del inconsciente resultan insondables y no debiéramos confundir su complejísima estructura transhistórica con los vaivenes (históricos) del control social, tampoco convendría subestimar la potencia irrefrenable de la intrincada trama de las mediaciones que atraviesan nuestro presente y que aspiran a la captura plena de aquello que nos instituye como sujetos a partir de la falla, la carencia, la incompletud; una intervención que, si llegara a cumplir su objetivo, nos hallaríamos ante eso que Jorge Alemán suele denominar “el crimen perfecto”. Debemos estar muy atentos a esta distinción entre las pasiones del fútbol y las de la política. En el primer caso, nuestra adhesión nunca será desacertada ya que ningún dato de la realidad podría perturbar los motivos de la apasionada elección futbolera. En cuanto al terreno de la política, el problema surge a la hora de tomar decisiones que redundarán o bien en el bienestar o bien en el desamparo. En una sociedad hipermediatizada, en un mundo virtualizado hasta la frontera misma de la posthumanidad, en el marco de un semiocapitalismo en que los signos se emancipan de sus referentes, en que las ficciones posverdaderas coinciden con el extraño y cruel deseo de no saber, podríamos estar jugando con la camiseta equivocada.

Avellaneda, 21 de diciembre de 2022.

*El autor es sociólogo, docente e investigador (UBA-UNDAV), director general de cultura y extensión universitaria (UTN) /[email protected]

1 Comment

  1. Ignacio Verta dice:

    Excelente artículo. Ya el título, la Ley de la Ferocidad, es quizás la representación más cruda y directa de este tiempo brutal que no soporta más alegorías, es un jab directo a la mandíbula que contrariamente al golpe certero del boxeador, no busca tirarnos a la lona sino despertarnos de una buena vez por todas, cuando nos están cagando a palos y en el rincón parecen no haberse enterado siquiera que empezó la pelea.

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