En este artículo Horacio González propone además de una discusión historiográfica, un intento de analizar cómo se produce una gran operación mediático-política a partir de un conjunto de recursos, todos incluidos en la retórica de la infamación gratuita, pero que no por eso dejan de pertenecer al rostro oscuro del alguna vez llamado “orden del discurso”.
Por Horacio González*
(para La Tecl@ Eñe)
Es habitual -o sea, algo que se da en forma permanente-, decir que la política consiste en el arte de adecuarse a un tiempo específico y ocasional. Todos pueden hablar, sentirse incluidos, pero repentinamente aparece un elemento indescifrable que, por tocar quizás una tecla delicada y que parecía un simple desecho sin importancia, el que habla puede seguir haciéndolo… pero ya su voz no será atendida. Quedó como un sobrante que puede seguir hablando, pero será un cuerpo vacío de significados. Cree que las tiene todas consigo, pero ya es un “hombre muerto”, alguien del que todos saben que puede seguir diciendo lo que quiera, pero él ya es un despojo sin verdadera voz ni vida. Para tomar la expresión de Claude Lefort, se produce la situación del “hombre que sobra”, aquel que en su existencia fue llevado a desencajar, a estar demás, a exceder demasiado el límite de lo posible. Hace unos días, Eduardo Rinesi publicó su libro Restos y desechos. Ve todo el juego social a través del sentido que le otorga precisamente todo lo que se expulsa. Se trata una situación parecida, pero aquí lo que sobra -la basura, el desecho, lo residual-, son libras de carne que por cualquier razón que pertenece a la oscura lógica del sistema, vuelven para señalar que todo pasado es una napa de despojos que acompaña al presente. Hace todo esto, además, de forma desvelada y como parte desconocida -quizás un poco vengativa, del propio presente.
Para prevenir de esta catástrofe tan inmensa como que ocurre demasiado frecuentemente, está el olfato de adecuación. Es decir, lo que nos permite suponer que los tiempos presentan diferentes mutaciones y no es aconsejable apartarse de lo que ellas reclaman para la sobrevivencia. Es cierto que a primera vista resulta difícil definir la política como una permanente adecuación a una “época”, sobre todo por lo volátil o gelatinoso que resulta fijar los contornos en que tal época puede expresarse. ¿Qué engloba? ¿Cuáles son sus sellos de lacre que determinan tal o cual estilo? ¿Qué sale de su panza llena, para determinar qué y cómo debe actuarse a ella o representársela, en caso de haber sobrepasado sus líneas de sentido o saberse engañosamente instalado dentro de ellas? Todo político, si lo es cabalmente, sabe que hay una época, pero que si la hay, no es posible definirla a satisfacción, si de lo que se trata es, precisamente, del ser político. Aparentemente, todo consiste en definirse como interior a él, pero siempre sospechar que hay sobrantes, y una de esas sobras podemos ser nosotros, sin que lo percibamos. Esa sabiduría, desde luego, no todos la tienen. Pero lo que sí es cierto es que hay coyunturas marcadas a fuego. Puntos de inflexión donde hay que taladrar, como alguna vez se dijo, gruesas vigas de hierro o de madera. Entonces, aparece el sentimiento férreo, totalmente justificable, de que debe extremarse hasta las últimas consecuencias el cuidado para no ser una “sobra”, evitar el acecho peligroso de quedar como un sobrante, encima sin que nada permita advertirlo.
No obstante, todos sabemos que hay otros planos, en que lo habitual suele quebrarse en algún punto indeterminado, y ese punto -si bien algo misterioso-, hace girar imperceptiblemente todo el resto de las cosas a su alrededor. De repente algo se quiebra y nadie lo había pronosticado. La sorpresa abarca inclusive a los partidarios insumisos de toda clase de astucias. La astucia es principalmente una actitud de reserva que exige una personalidad sutil que guarde para adentro toda la socarronería y ponga un velo a las acciones imaginariamente completas, mostrando solo una parte, incluso una parte insustancial o insignificante. Por eso la astucia es inmortal; desde Ulises al Viejo Vizcacha, la astucia es la forma de convertir a la desconfianza en una forma secreta del ataque. Finalmente, el astuto es el personaje central de la teoría adaptativa a los tiempos. No le preocupa el enigma de porqué los tiempos “giran”, como le decía Maquiavelo a su príncipe. Sino que la cuestión es cómo adosarse, parecerse o asimilarse a ellos. La versión de esta manera de adaptarse a los tiempos, la que requiere de astucia, actúa en un doble plano del pensamiento, donde triunfa la parte más escondida y reservada frente a lo que realmente se dice, que será una porción muy regulada y controlada de lo que se piensa.
Ni el astuto debe serlo permanentemente -a la larga, adquiere la fama de ser alguien que nunca expone claramente lo que piensa y luego pasa directamente a anular su ser pensante-, ni tampoco suelen ser aceptables en los mundos políticos los que se despachan sin tabiques de cautela sobre todo lo que de raro perciben en su propio entorno. Hablan “sin filtro”, según el modismo que se impuso en los últimos tiempos para caracterizarlos. Las personas “sin filtro” son difíciles de interpretar. Algunos confunden ese rasgo con la sinceridad o la hombría, la repentina transparencia para decir todo lo que se piensa a modo de una verdad indetenible, como los antiguos cínicos o el personaje foucaltiano alguna vez puesto de moda, el que usa la parrhesía, la actitud de nunca callarse ante los poderosos, o en su defecto, decir lo primero que se le ocurre ante lo que considera una arbitrariedad, con el riesgo de convertirse en un aguafiestas. El “sin filtro”, en el extremo de la procacidad, muchas veces cree que se halla al servicio del bienestar público. Pero entre el sin filtro y el astuto hay variadas conexiones, y ambos son manifestaciones de cómo lo “habitual” pesa tanto en la conciencia colectiva, que estaríamos tentados a acatarlo en todo como también a probar su consistencia lanzando un elemento que lo desacomoda. En este último caso, con la esperanza, quizás, de que se nos considere un transgresor permitido, necesario.
Un viejo general argentino, que todos conocen, no es otro, claro, que el general Perón- quien se había educado con ciertas lecturas de los clásicos, pues en aquellos años 20 estaban contenidas en los programas de las escuelas miliares-, decía lo siguiente: “la oportunidad pasa queda”. Entre los tantos significados que tiene esta palabra, lo quedo, uno nos lleva a la inmovilidad, al sigilo, la permanencia sutil, el pasaje imperceptible. Pero si la oportunidad pasa de modo tan impalpable, y si además estamos en el mundo político, no sería justo someter a cada uno de los partícipes a un ejercicio tan exigente de detectar cuándo es el momento adecuado para accionar. Sobre todo, si es algo que pasa ante nosotros de modo tan indistinto. Sin duda, actuar así implica saberes heredados de las tantas cosas que se escribieron sobre el Kairós, un dios griego menor que recoge los dones del tiempo y la fortuna, pero lo hace de una manera excéntrica, dueño del momento ignoto en que alguien que lo atrape puede poner el desorden del mundo en su quicio. Kairós es la figura máxima del tiempo fuera de lugar, pero a diferencia de Hamlet, conoce el secreto de colocarlo en su propia comarca, a condición de que a esa fugacidad irreductible se la capture… ¿pero eso sería posible? Por lo menos, no es posible tan fácilmente. Porque puede pasar rápida, desapercibida, disfrazada, resbalosa, inatrapable -Kairós no tiene una pelambre por la cual pueda ser agarrado o retenido-, y sobre todo… pasa quedo. Pasa quedamente, según la antedicha frase que ya mentamos. La frase es formidable. Pasar quedo. Si tenemos en cuenta el inaprensible nudo de lo que al pasar queda y al quedar pasa -por más que quedo aquí signifique diferido o callado-, nadie podrá decir que tiene el don de la oportunidad.
Desde luego, existe la prudencia, la cautela, el cincel permanente con el que medimos nuestras palabras y no hay siquiera estallido verbal que no tenga una cuota de medición. Después del exabrupto puede venir un llanto disimulado que ponga suavidad a la secuencia de ofuscación. Lo cierto es que la búsqueda del momento justo desvela a las filosofías del tiempo. Es el secreto mismo de la temporalidad. ¿Cuándo decir o no decir? El vivillo de Kairós, ya que tenía facultades divinas, aunque menores en el panteón griego, nos decía que siempre hay un momento, un solo momento, un instante donde pasaba la centella mesiánica que hay que capturar, pero ese instante es un secreto que solo él sabe. A los demás nos toca apostar, jugar a tientas, tirar los dados para abolir el azar, pero lo azaroso nos persigue de tal modo que se disfraza de tiempo normal, sin cortes ni acontecimientos notables o extraordinarios.
Por eso, cuando esos acontecimientos ocurren, y no fueron previstos, nos dedicamos a buscar en episodios pasados algunos síntomas que nos hubieran sido familiares y acaso poder decir “vieron, yo lo anticipé”. El general Perón, decidor de la frase que mencioné, “la oportunidad pasa queda”, la contradecía numerosas veces cuando afirmaba que “al éxito se lo prevé, se lo prepara, se lo ejecuta y luego se lo explota”. Percibimos aquí la extrema dificultad de esta cuestión. Hay una concepción sobre la contingencia y otra sobre la conducción como un arte previsible. El órgano completo versus el Kairós. La oportunidad es la memoria del sistema y éste es el vaticinio de la próxima oportunidad.
Al parecer, se llama “operaciones” -esto es, operación política- a una acción que rompe el flujo aparentemente natural o espontáneo en que transcurre una acción. Pero no es fácil identificarlas, pues ninguna acción podría ser enteramente espontánea ni completamente inducida. No obstante, las operaciones existen, pues siempre un flujo librado a sus propias fuerzas puede ser interrumpido de manera planificada, aunque pareciendo parte de esa pureza o naturalidad. Debido a eso las operaciones no son detectables con mucha facilidad pues una facticidad inmediata, siempre puede ser objeto de una captura que al sacarla de cuajo, la hace participar en un casillero previamente fraguado, donde la esperaba… ¡la operación política!
Es frecuente escuchar de tal o cual manifestación política que es una “operación”. Al calificársela así se desea desautorizarla, declararla falaz o dañina. Sin embargo, se trata de una acusación que los contrincantes pueden hacerse mutuamente, en la medida en que ambos suponen que lo que se hace contra ellos, tiene el sello de los engañosos recursos del “operador” y el “contra operador, su opuesto complementario. En el caso en que cada operador insiste en que es un militante entre tantos, ¿cómo señalar la existencia de la operación? El operador político es tolerado por necesario. En ciertos momentos cenitales de las democracias corroídas por las grandes maniobras financiero-comunicacionales y jurídicas, el operador público es el nexo necesario entre los diversos puntos de contacto de cada maquinaria que debe entrecruzar sus datos entre sí. Pero no nos referimos a esa clase de operador de agenda, figura pública con un pasado que acaso fue militante, y que luego cristalizó en la disponibilidad de lo que suele denominarse “tener llegada”. “Tengo llegada a tal o a cual”.
Cosa etérea, la “llegada”, esa esquiva confianza creada en conversaciones no menos intangibles. No me extenderé en este tema, pues merecería exámenes más detenidos este modo de recubrir de una media luz auspiciosa, los Inter vínculos excepcionales entre protagonistas que asimismo están sentados en la misma mesa sigilosa. O en la misma arena -como se la llamaba hace muy poco-, en que se circunscriben las piezas que pronto forjarán sus alianzas o enemistades, que se sabe que no necesariamente serán perdurables. La fugacidad de cada acuerdo es la escéptica o quizás amarga expectativa del operador público, al que se lo nombra sin problemas de ese modo y actúa a la luz. Su lujo es no tener bases sociales aunque puede haberlas tenido. Responde solo a su acumulación verosímil de “llegadas” o teléfonos que pudiendo marcar apagado o fuera de servicio, se levantan dadivosamente para atenderlo.
Pero intentemos ver más de cerca lo que se conoce como operación política. Cuando se acusa a alguien de hacerla, un ente, un grupo, una institución, los medios de comunicación, se quiere señalar un propósito no declarado, pero superficialmente investido de la apariencia de una investigación periodística (concepto hoy problemático, tanto como lo fue propicio cuando estaba ligado al nombre de Walsh y actualmente a lo que se manifiesta perfilado dentro de su estirpe), pero la finalidad no declarada será la conjura sobre un nombre. Y por esa vía, contra una situación que bajo una mirada de objetividad vitalista, se halla ajena a las imputaciones surgidas de los prejuicios previamente armados. Desde estos prejuicios o preconceptos se ataca, porque entrañan modos de valoración sobre el bien y el mal que el “operador mediático” -mentemos aquí esta real catadura, el personaje del cual queremos hablar-, sabe que son los detritus afectivos no ostensibles que, en vez de ser parte de una ética pública, son los componentes clandestinos del diccionario de simbolismos y metáforas que fabrica la “sociedad de la información” en su contracara sigilosa, su verdadero núcleo de significados. Con ellos procesa, ataca, destruye, levanta, baja el pulgar, opera.
Se trata de suscitar símbolos de detracción o apócrifo porque el operador mediático, a diferencia del operador político, tiene ya ciertos conocimientos sobre lo que llama -ha estudiado- “pulsiones de audiencia”, esto es, el pensamiento público reducido ya casi enteramente a la idealización de las amenazas, la protección contra enemigos impalpables, la renuncia a la reflexión sobre los pasos que solían darse para crear escenas de estructuración compleja. Y todo esto ocurre por la derrota de las tradiciones dialécticas. Fruto de esa derrota, aunque no son semejantes, el operador mediático y el operador político se parecen en el ideal de poner siempre entre paréntesis la vida social colectiva, que en su sustancia última es incontrolable, con tecnologías de enjuiciamiento que parecen inocuas. Puede ser el modo en que un entrevistador corporativo, un último orejón del tarro, levanta la cejas para establecer una duda sobre lo que dice un entrevistado. Con esa minucia ya puede estar destinado al cadalso. La sentencia ya está dada en ese casi imperceptible gesto emanado de esa Corte Suprema encapsulada en un simple rostro que juzga desde la tarima de su capilaridad cosmética.
En la “operación” no se trata de la sorpresa del que se anoticia sobre los conflictos verdaderamente existentes, sino el que los genera, cosechando fragmentos del basural que contribuirá para alimentar la galería de los infames, o a la inversa, el encumbramiento provisorio de una figura que luego podrá ser desplazada por un tribunal invisible -el rating como juicio penal en primera instancia-, hasta que aparezca un reemplazante en la infinita serie. Todo puede hacerse porque la operación es el reino de la inmediatez. O tomando un sinónimo, el reino de la trituradora que manda al castigo, al olvido o a la efímera fama a sus pobres criaturas. Todo lo que en verdad es y debe ser un objeto de múltiples planos, en la operación aparece develado de un saque, de un garrotazo sonriente y feliz, implicando un nuevo susto para aquellos hombres y mujeres apretujados -por ejemplo, en las Barrancas de Belgrano-, que tienen así un motivo más para salir a la caza de espantajos, que existen en este caso tan solo en sus propias pesadillas.
En la operación -término que se entiende más literalmente en el mundo militar o en la medicina, quirófanos de por medio-, se trata entonces de la creación arbitraria de la contigüidad absoluta. Dos personas anónimas se cruzan en el subterráneo y una exclamación burda proferida por una de ellas, horas después, puede ser atribuida también a aquella con la que se cruzó casualmente. ¿No hubo de alguna manera un punto de contacto? Una voz aleatoria puede comprometer a un candidato cuidadoso de sus palabras, extrayendo una frase encajada en secuencias que la hacen más explicable, lo que puede derivar en un juicio sumarísimo, convertido así en la antología de lo despreciable, de la amenaza siniestra. Entonces, al paredón. Así, se piensa por contaminación, se usa una bacteriología ocasional. Si alguien al que se le atribuyen reales o imaginarias ligazones con un candidato y dice algo que de antemano es enviado al gabinete de las predestinadas herejías, sería el propio candidato el que estaría hablando. ¡Qué trabajo hacer todo eso, cuántas conexiones, cablerío, inferencias, conectividades y alegorías!
Muchas cosas pueden ser reflexionadas, evaluadas o lamentadas respecto al procedimiento de extraer frases de su habitáculo natural para convertirlas en muñones grasientos, en las bocas mediáticas que chorrean improperios en toda clase de comentaristas matutinos, vespertinos, togados y en camisolín. El tema es conocido y no fácil de resolver. Quien saca de contexto la frase To Be or not To Be, no puede ser reprochado de incriminar a Shakespeare de propagar una filosofía nihilista y binaria sobre las opciones personales de un raro ciudadano que se paseaba por las murallas de un castillo. Pero la intención aquí es la de insertar en el habla cotidiana una frase comprometedora, que señalaría que estamos ante la apología del mal.
Una operación política parece consistir, entonces, en la acción de tener preparados una serie de significantes vacíos para, por la vía de la descontextualización o del cambio abrupto de escala de ciertos dichos, suscitar los prejuicios condenatorios e infamantes que -los operadores lo saben- recorren como napas subterráneas todo conjunto social. Lo saben porque ellos mismos han hecho lo necesario para el sembrado de ese semillero transgénico para el cual la operación mediática es su glifosato, que decide cuáles hierbas malditas debe aplastar. Una operación es un plan, y su uso político actual, suele estar asociado a la preparación sigilosa, a una acción comunicacional en red y a un objetivo infamante. La operación es una señal de partida para los conjurados. Una zona de conjura y conspiración que no solo oculta su condición facciosa, sino que la hace pasar por una forma neutral, una mera estructura de la realidad, un hilo fáctico normal que ocurre para denunciar un escándalo que no existe -o que no importa si existe o no-, con pruebas que ya están previamente moldeadas y para destruir personas, incluso cuando dicen que es para salvarlas del error o criticar válidamente sus demasías.
Error y demasía es en cambio lo que puede hallarse en la cotidianeidad artificiosa en la que ellos viven, donde solo se pueden tolerar a sí mismos por la ignorancia ya precintada de lo que realmente hacen. Prisioneros del trending topic, la operación política es su hija pródiga, que multiplica ahora los alcances de lo que antes hacían los servicios de inteligencia, y que sin duda lo siguen haciendo. En todos los casos, la política como flujo vital y autonomía del sujeto, es truncada en favor de una aparato que mutila lo que lo político tiene de espontáneo, pero también lo que tiene de legítima preparación, no solo dentro de lo que le es previsible a todo sujeto político, sino a lo que también lo caracteriza -como ya decíamos-, que es su disposición no solo a escuchar lo inesperado, sino la de ser él mismo eso inesperado, la expresión genuina de lo que hasta el momento no conocía de sí mismo.
Una frase significa todo y nada, es la propia angustia del conversar, que siempre existe aunque la disfracemos de cargada, chanza ingeniosa o ironía al paso. El operador que estamos describiendo busca culpables o busca tolerar su propia ilegalidad culpable. Para él todos son culpables, algunos más que otros, cada actor vistió sus galas para acumular en forma creciente su parte de violencia -según el pensamiento del operador- mientras los coreutas de los periódicos corporativos azuzaban con sus clasificaciones binarias. Siempre hubo editorialismo pontificante y periodismo de combate. La operación mediática es un grado superior de esas órdenes dictadas al mundo social, pero le agregan el empleo de la construcción de secretos sobre bases hipotéticas, que después se lanzan como primicias que parecerían producidas por el juego social, cuando en verdad son atribuidas a él, pero emanan del arabesco diagramado en los gabinetes clandestinos de los operadores.
Esto contribuye decisivamente a quitar el índice trágico de toda historia y por consiguiente debilitar la valoración positiva de las formas de habitar el mundo histórico si se las priva de su componente trágico. Este índice trágico, el saber de lo irresoluble, es un antídoto contra la operación que siempre creen saber dónde empieza y donde termina. Es decir, eliminan el parpadeo que de repente parece cerrar el mundo por un instante de sueño sin que nada haya dejado de existir. Pero no era así. Eso que se ponía entre paréntesis tenía incluso la posibilidad de irrumpir destruyendo no solo el frágil pestañeo y el sueño que cargaba, sino también empujaba las cosas a que rechacen para siempre ser suspendidas por ese guiño. La operación mediática está para impedir que el parpadeo reparador ocurra. Nunca pone en querella a la supuesta potestad del investigador, porque es él el que da la última palabra y enjuicia con una habilitación secreta que obtiene del reino corporativo, sin parpadear. Aunque si saliese mal la operación, tal piratería puede ser desconocida por quienes la avalaron desde las penumbras. El oficio del operador es riesgoso, y la actualidad argentina lo demuestra. La base de datos que posee, proveniente de miles y miles de conversaciones donde la información es una plusvalía sigilosa y la noticia no una crónica fresca sino un diseño premoldeado para producir efectos de pánico, le impide ver en lo grave de la historia otra cosa que el efecto de sus propias, pobres maniobras.
Lo que llamamos mundo histórico es una tensión que siempre excede los elementos disponibles para comprenderla en su todo. Por eso son decisivos los puntos de vista que se fueron forjando en el cuadro de cada cambiante situación. Primero en quienes fueron protagonistas, sufriendo luego diversas transfiguraciones. Esas transfiguraciones de la conciencia personal no fueron las mismas en cada caso, pero la crónica de la mutación de época -por lo ambigua y confusa que es la noción de época-, no solo fue quedando en manos de los juegos en última instancia de la operación mediática, sino que esos operadores mismos provenían en muchos casos de aquella transfiguración que ahora rechazaba su propia introspección, la reflexión sobre su sí mismo transfigurado. Cada operador, que no desea tener pasado, tiene una disponibilidad asombrosa para cancelar consigo mismo, en su propia operación interna, las épocas anteriores que deben aniquilarse en su propio drama interior. Solo le queda hacer excepciones sobre sí mismo y vivir el eterno presente de la recolección de datos, tratados a la manera de granadas de mano para las que busca la oportunidad exacta en que deben ser lanzadas. Aquí el operador es el que cree ilusoriamente que puede gobernar las oportunidades y que la época -en vez de ser un cúmulo de acciones que borran continuamente un contorno que parecía establecido-, se transforma en el sueño del fabricante de datos sin historia, solo con sus jabalinas envenenadas que arrojará cuando lo disponga la Orden.
Pero hay un momento fatal donde parecen abrirse los cortinados donde están escritas las justificaciones de esos actos, estas operaciones mediáticas que venimos comentando. Se trata siempre de búsquedas de legitimidad sustituta, pues si la operación no solo desvitaliza la política, sino que la falsifica, la única legitimidad que reconoce es la que elabora para sí misma. Si la operación política se ejerce para la reprobación de los que no concuerdan con los poderes que se dieron su propia ley (financieros, comunicacionales, judiciales), se verá enseguida que la operación se revestirá de ley, para actuar incluso en contra de los ordenamientos legales conocidos. No se está con la operación simplemente fuera de la ley, sino que se elabora otra forma de la ley. Todo acontecimiento operativo tendrá su propia ley, de ahí su relación con el agente secreto o el provocador remunerado, que se basa en una ley que anula las leyes visiblemente promulgadas.
Es en esos puntos donde medra la operación, pero en verdad siempre tropieza con algo. Con las vitalidades de intrincado dramatismo, de las que se puede decir que hay “más historia” en ellas, que en una larga serie de estructuras del sentimiento examinadas por los mejores historiadores de la cultura. Lógicamente, tenemos el concepto halperiniano de “larga agonía”, que no desdeño. El ser agónico conduce al tiempo histórico de manera más quebradiza, permite tanto la opinión del prudente que mide todos los factores y presiones en juego, como la del descabellado que pierde por un segundo los estribos. Pero la duración debilita la fuerza narrativa de la agonía. Conviene entonces invocar con más provecho el concepto de tragedia. Incluso para esgrimirlo contra la presencia dominante de las operaciones surgidas de las áreas donde pervive y se reproduce el poder, entendiendo por perder, ahora, una suerte de capitalismo no solo trenzado en la circulación financiera, sino en la acumulación de operaciones sigilosas, que forman otro capitalismo, el de la acumulación indefinida de vidas perfiladas por los quirófanos que operan biografías ficticias sobre las existencias reales de la población.
Además de una discusión historiográfica, estas líneas querrían ser un intento de analizar cómo se produce una gran operación mediático-política a partir de un conjunto de recursos, todos incluidos en la retórica de la infamación gratuita, pero que no por eso dejan de pertenecer al rostro oscuro de las tradiciones retóricas y al llamado alguna vez “orden del discurso”. Al control de la materia lingüística propiamente dicha por parte de los inquisidores que organizan módulos de servidumbres masivas. Se empleará entonces la pinza de la sinécdoque, la tenaza de la metonimia, el serrucho de la alegoría, todos conectivos de urgencia para transportar una palabra que surgía de una instancia débil de la enunciación, para convertirla en una llamarada que venía a incendiar a las buenas conciencias. En las operaciones mediáticas participan toda clase de emisarios y nuncios apostólicos de los grandes medios y la televisión corporativa. De alguna manera es la religión de nuestros tiempos. Hacer política, o mejor dicho, vivir en el interior de las tensiones de un mundo histórico -si llamamos a esto política-, es también un compromiso de rehacer el acto genuino que parte de creencias nunca fijadas de antemano, para impedir que sean reemplazadas por las operaciones políticas. O hay política, o hay -por más bellas novelas que haya inspirado-, conspiración.
Buenos Aires, 1o de octubre de 2019
*Sociólogo, escritor y ensayista. Ex Director de la Biblioteca Nacional. Director de la filial argentina del Fondo de Cultura Económica.
Ilustraciones: Mauricio Nizzero y Jorge Argento
1 Comment
Pasa también que se vota cada dos años y supuestamente en esos períodos -según los políticos tradicionales- tendríamos que cuidar todo lo que decimos. Puede eso para un político profesional tener ciertos cuidados, pero los pensamientos de los que piensan no puede detenerse o ponerse siempre a resguardo. Desde el macrismo observaron que la Corte Suprema de Justicia no cuida los tiempos políticos para sus fallos y desde la Corte circuló un argumento parecido al que esbozo acá en relación a los pensadores y los jueces supremos. Pasa también que cualquier matiz de un reportaje puede ser sujeto de una operación en consecuencia deberíamos todos convertirnos en macrilandia comunicacional, a la usanza de los discursos vacíos y propagandísticos de Macri. No puede pedirse a los intelectuales como Horacio Gonzalez ese cuidado por si las moscas. Asistimos todos estos cuatro años un espectáculo con la perversión de las palabras y los conceptos. Volvemos al poder y haran mil y más operaciones como le hicieron a Horacio. El Frente de Todos seguro recuperará la política absolutamente ausente en el macrismo, pero los medios hegemónicos estarán como la seguridad privada en un supermercado. Nosotros siempre entramos en la lista de los sospechosos. Hay cierto fatalismo en esto. Pero confío que vuelve la cordura y la sensatez política que no podrá neutralizar las operaciones dado el poder económico real que tienen. Habrá que contestar como hace Horacio con razones y reflexiones. Es decir con argumentos profundos. Siempre digo que en el undo del derecho los conceptos profundos y argumentados disuelven como castillo de naipes las falacias, aunque claro en el mundo real son más podersosos. ¡Excelente artículo!