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Una violencia de la que no se puede escapar – Por Manuel Quaranta

a 42 años del Golpe de Estado

(a 42 años del Golpe de Estado)

Por Manuel Quaranta*

(para La Tecl@ Eñe)

Hay (entre tantos) un personaje oscurísimo en la obra de Roberto Bolaño que se llama Mauricio Silva, el Ojo, “El Ojo Silva”, título éste último, además, del cuento que protagoniza él, el Ojo. Las palabras iniciales del cuento son categóricas y simultáneamente algo imprecisas: “El Ojo siempre intentó escapar de la violencia aun a riesgo de ser considerado un cobarde, pero de la violencia, de la verdadera violencia, no se puede escapar, al menos no nosotros, los nacidos en Latinoamérica en la década del cincuenta, los que rondábamos los veinte años cuando murió Salvador Allende”. El narrador se refiere a una generación, un conjunto de hombres y mujeres chilenos que tenían alrededor de veinte años cuando cayó Salvador Allende, es decir, cuando un grupo de militares adiestrados y alentados por la CIA, el odio y el terror bombardearon el Palacio de La Moneda  con el objetivo de arrancar de raíz cualquier vestigio del gobierno popular, socialista y democrático e instaurar el primer experimento neoliberal de la historia (¿exagero?); hombres y mujeres, indica el narrador, que con el correr del tiempo comprendieron, si es que verdaderamente existe algo dado a comprender, que era imposible escapar de la violencia, de esa violencia, la de Pinochet y sus secuaces. El narrador, por otra parte, incluye en esa generación, en un giro autobiográfico materializado por el pronombre nosotros (“los nacidos en Latinoamérica en la década del cincuenta”), entre otros hombres y mujeres, al mismo Roberto Bolaño, nacido en Santiago de Chile en abril de 1953. Ahora bien, el narrador evita indicar una nacionalidad específica, habla de un continente, o mejor dicho, de una región, no dice Chile, sino Latinoamérica, aunque esa condición, ser chileno, la puede inferir el lector por el peso fantasmal e inequívoco de un nombre: Salvador Allende. El narrador, entonces, habla de Chile, de 1973, de septiembre, de chilenos de alrededor de veinte años. Sin embargo, el juego no se cierra en aquel país ni en ese año, puesto que el narrador afirma “nacidos en Latinoamérica”, o sea, latinoamericanos, en consecuencia si dice latinoamericanos está diciendo chilenos, obviamente, pero también le podemos hacer decir argentinos (y peruanos, bolivianos, uruguayos, etc.); además, cuando el narrador dice, parafraseo, andaban alrededor de los veinte años cuando murió Salvador Allende no quiere significar exactamente la cifra veinte, sino aproximadamente veinte, veinte años, lenguaje difuso el del fragmento inicial que permite un desvío, por la cercanía temporal y la pertenencia espacial, hacia el 24 de marzo 1976. En Argentina. El Golpe Estado.  Reescribo: …de la verdadera violencia no se puede escapar, al menos no nosotros, los nacidos en Argentina en la década del cincuenta, los que rondábamos los veinte años cuando se produjo el Golpe (cívico) militar. A esa generación (“los nacidos en Argentina en la década del cincuenta”), que no es la mía y que jamás será la mía, en un discurso memorable (memorable porque la Argentina había estado a un milímetro de caer en el abismo, o había caído y comenzaba, tenuemente, a recuperarse; memorable porque los colores deslavados del video de la asunción presidencial son una muestra cabal del paso del tiempo, una especie de memento mori), Néstor Kirchner (nacido en 1950, justo en el límite mínimo del rango propuesto por Bolaño) le otorgó un atributo: diezmada. Dijo así: “Pertenezco a una generación diezmada”. Y agregó: “Castigada con dolorosas ausencias”. O sea, quiso decir o dijo que pertenecía a una generación incompleta, castigada por la aniquilación, de ahí las dolorosas y notables ausencias. Pero también dijo, de otro modo, que era un resto. El resto de una generación diezmada y dijo, sin decirlo, que era parte de lo que había quedado, del remanente, un sobrante del proceso de exterminio. Remanente, entonces, de un conjunto de hombres y mujeres nacidos entre 1950 y 1960 que creyeron cierta la posibilidad de escribir en el horizonte la palabra revolución. Y fallaron. Fallaron porque de a poco y brutalmente los fueron diezmando (al producirse el golpe, se sabe, la generación ya estaba sensiblemente diezmada, de hecho el verbo aniquilar fue utilizado en febrero de 1975, en pleno gobierno democrático, en plena presidencia de María Estela Martínez de Perón), desapareciendo, exterminando. Y fallaron, entre otras cosas, por errar ciertos cálculos, por relativizar la magnitud del enemigo, por la planificación estatal y sistemática de una carnicería inédita (o pocas veces vista). Y al fallar, esa generación perdió el rumbo, naufragó, que es parecido a decir que perdió los sueños y las ilusiones (puedo estar cometiendo un error, lo que sé lo sé por libros, películas, comentarios, intuiciones). Y arriesgo, fue a causa de esa pérdida desgarradora, lacerante, la de los sueños, las ilusiones, que sobrevino un cambio. Despuntó un cansancio, la sensación de que ya no había pena que valiera la vida. Y un día, así, sin más, los representantes de esa generación descubrieron una verdad: estaban fatigados. Por ese motivo (sumado a otros tantos) algunos de sus miembros comenzaron a recorrer el camino de un escepticismo radical, fundando en la experiencia, y rechazaron cualquier principio de ilusión a sabiendas de que toda ilusión, tarde o temprano, palidece, se vuelve pálida, desaparece. Pero otros, quizás más desilusionados, realistas, según sugieren, se convirtieron. De revolucionarios a fatigados y de fatigados a conversos. Son los que cambiaron de bando. Los que pasaron al enemigo. Y ya no lo nombraron. Porque el enemigo no usa nunca la palabra enemigo. Ellos, conversos, ejemplos perfectos de madurez, criterio y sentido común. Y ahora, sin solución de continuidad, me aventuro en aguas turbias: los nacidos en Latinoamérica entre 1950 y 1959  (existe un margen de elasticidad) fueron la última generación con sueños, la última generación soñadora, la última generación defraudada (¿a quién le hablaba Menem en 1989 a través del slogan “no los voy a defraudar” sino a los adultos de aquella época?). Después vendrían los nacidos entre 1960 y 1969 (ninguna década es rígida), una generación gris, límbica, brumosa, huérfana; y más tarde la mía, hijos (sin serlo) de la dictadura, de la generación diezmada, de los ausentes, de los que fallaron, nacidos entre 1970 y 1979 (aproximadamente), hombres y mujeres despojados de la materia vital de los sueños, privados incluso de los residuos de aquellos sueños frustrados. Una generación que no necesitó ser diezmada o que, en todo caso, fue diezmada por otros medios. Sin embargo, a pesar de las evidentes y trágicas diferencias (me introduzco en aguas aún más turbias), algo nos une, adultos mayores, adultos a secas, jóvenes, adolescentes, niños, niñas y a los que vendrán, y eso que nos une, lamentablemente o no, es una violencia de la que no se puede escapar, una violencia efectiva, firme, que sigue operando directa o indirectamente, una violencia similar a una catástrofe que continúa sucediendo, una catástrofe que no forma parte del pasado, o que no sólo forma parte del pasado, sino que está presente, más presente que nunca. Quizás debido a esa presencia absoluta, la presencia absoluta de una violencia capilar, fina, menos brutal, en apariencia, hoy; desaforada e ilegal algunas décadas atrás, quizás, insisto, por esa presencia que lo envuelve todo, haya otro punto en común, de comunión entre nosotros, argentinos primero, latinoamericanos después (o al revés), y ese eso común, tal vez (a riesgo, repito, de equivocarme), está sobrevolando las palabras finales de el Ojo, “El Ojo Silva”, quien luego de pasar un año y medio (probablemente más) en la India, donde ejerció la paternidad y soportó circunstancias atroces, una noche decide ponerle fin a la temporada: “Aquella noche, cuando volvió al hotel, sin poder dejar de llorar por sus hijos muertos, por los niños castrados que él no había conocido, por su juventud perdida, por todos los jóvenes que ya no eran jóvenes, por los que lucharon por Salvador Allende y por los que tuvieron miedo de luchar por Salvador Allende, llamó a su amigo francés […] y le pidió dinero. Su amigo francés le dijo que sí, que por supuesto, que lo haría de inmediato, y también le dijo ¿qué es ese ruido?, ¿estás llorando? y el Ojo dijo que sí, que no podía dejar de llorar, que no sabía qué le pasaba, que llevaba horas llorando. Y su amigo francés le dijo que se calmara. Y el Ojo se rió sin dejar de llorar y dijo que eso haría y colgó el teléfono. Y luego siguió llorando sin parar”.

Rosario, 24 de marzo de 2018

*Licenciado en Filosofía, docente de la Universidad Nacional de Rosario, escritor.

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