“Si hay violencia que no se note” – Por Esteban Rodríguez Alzueta

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“Si hay violencia que no se note” – Por Esteban Rodríguez Alzueta

Imagen: Miguel Ángel Benjumea.

Imagen: Miguel Ángel Benjumea.

Algunas reflexiones sobre la inmunidad, la indiferencia y la felicidad en las sociedades preventivas.

Esteban Rodríguez Alzueta sostiene en este artículo que prevenir el delito es esconder la pobreza y la desigualdad social debajo de la alfombra. Si hay delito que no se vea. Si hay violencia habrá que compartimentarla, acorralarla, no dejarla salir del barrio. Pero también, en las sociedades preventivas se oculta el dolor, que se troca por indiferencia o egoísmo, y los fantasmas del doliente se alejan con el mercado del consumo.

Por Esteban Rodríguez Alzueta*

(para La Tecl@ Eñe)

1.

La prevención está hecha de anticipaciones, como dice el refrán, mejor prevenir que curar, conviene ser prudentes a tener que lamentarse después. La prevención modificó las maneras de recorrer la ciudad; transformó muchos hábitos, impuso otra sociabilidad, una nueva moralidad para mapear la vida cotidiana. La cultura de prevención no solo constriñe el universo de relaciones, sino que impone la autosegregación: hay que mudarse a lugares agradables, rodeado de verde y sin ruido. Y acá “ruido” quiere decir no solo lejos de la contaminación sonora sino también de la presencia de gente que no sea como Uno. La prevención fomenta una sociabilidad por afinidad, nos encierra no solo en casa sino en barrios privados, pero también en las zonas gentrificadas, en las escuelas privadas, en entornos culturales comunes, en los grandes centros comerciales rigurosamente vigilados. Cada uno en su propia burbuja social. Una forma de vincularse en función de las afinidades, como sucede en las redes sociales. ¿Acaso nuestros amigos o amigas no son aquellos que visten más o menos la misma pilcha, escuchamos más o menos la misma música, frecuentamos los mismos lugares, leemos los mismos libros, nos gustan las mismas series, tenemos las mismas opiniones, votamos a los mismos candidatos? Y si se corre del canon o los algoritmos que nos nuclea, será eliminado de nuestra lista, cancelado. El otro será cacheado, su afinidad será testeada periódicamente, y si se corre de nuestra comunidad afín, habrá que denunciar o rumoriarlo para luego evitar o excluirlo según el caso. El precio de la seguridad, organizada a través de la prevención, es el paulatino aislamiento, un aislamiento que solemos confundir con la identidad.

Eso no significa que no existan espacios donde la gente se junte, incluso masivamente. Un lugar está bueno cuando explota de gente. Pero no es lo mismo encontrarse que amontonarse. Estoy pensando en los recitales o festivales, o en los partidos de futbol, en los actos políticos, pero también en las fiestas y salidas nocturnas. Pero aquí no hay oportunidad de practicar la discusión, solo hay lugar para el aplauso, la ovación y la risa. La gente está feliz tomando birra. No puede escuchar al otro porque la música está muy alta, pero chequea sus redes sociales, mientras pide otra cerveza. Tampoco eso es lo que importa. Entra y sale de la conversación porque sabe que nunca se pierda nada. Nadie llegó ahí para conversar sino para chusmear un rato, intercambiar información sobre el entorno que comparten. La gente grita y se ríe, grita porque si no el que tiene a menos de un metro no lo escucha y porque la cosa se va poniendo cada vez más eufórica, por eso se levanta y va al baño y pide otra pinta. Mientras dure la cerveza le llamarán felicidad, mañana se llamará resaca. Pero eso tampoco es lo que importa, siempre habrá un ibuprofeno o un sertal para aliviar los dolores. Y si no pueden dormir, si la joda los dejó muy arriba o muy abajo, y la angustia los sorprende demasiado pronto, también habrá un rivotril en el botiquín para pasar la noche. 

La seguridad preventiva es muy paradójica, se quiere prevenir la violencia, pero está hecha de violencia también, de agresiones de distinto tipo y calibre, hecha con palabras filosas, balas o patadas voladoras. La prevención no solo implica cámaras de vigilancia, rejas, alarmas perimetrales, botones antipánico o puertas blindadas, también de serpentinas aceradas, alambres electrocutados, vidrios o pinches en las medianeras, perros malos, armas letales, técnicas de autodefensa personal, patovicas y otras restricciones. Se sabe: la casa se reserva el derecho de admisión. Un lugar seguro es un lugar inexpugnable, una trinchera donde parapetarse, resguardar a los idénticos. El mejor entorno seguro es la comunidad afín. El santuario que habitamos cada uno es una fortaleza blindada, una casamata para la comunidad afectiva.  

2.

Prevenir el delito es esconder la pobreza y la desigualdad social debajo de la alfombra. Si hay delito que no se vea. Si hay violencia habrá que compartimentarla, acorralarla, no dejarla salir del barrio.

Una sociedad preventiva es una sociedad que no solo quiere evitar el dolor o, como señala Byung-Chul Han, que disimula o niega el dolor (propio y ajeno), sino entrenada para esconder las violencias (propias, sobre todo las propias). Las violencias que la rodean y practica, la gran mayoría de las veces, sin darse cuenta. Si hay pobreza que no se note y, sobre todo, que no me toque. Hay una palabra para nombrar esta forma de prudencia, aporofobia: repugnancia y temor obsesivo a la pobreza, a todo aquello que tiene cara de pobre, que se parece a un pobre. Porque, en última instancia, prevenir el delito y sus violencias, es prevenir la pobreza, evitar ser tomados por la pobreza. Vivimos en sociedades cada vez más tolerantes con la diversidad (cultural), pero que son cada vez más intolerantes con la dificultad (social). Aunque como se dijo arriba, cuando la diversidad se encapsula, y se encorsetan y programan los flujos afectivos, sus umbrales de intolerancia se modifican también.   

El delito y las violencias deberán juzgarse, pero ya no pueden ser pensados, se volvieron cada vez más impensables. Son objeto de indignación, pero nunca de reflexión. Por eso, cada vez que abrimos la boca será para despotricar un insulto, manifestar nuestra molestia. Hablamos de sociedades cada vez más indolentes, entrenadas no solo para no pensar al otro, sino para no sentirlo. Cuando la gente no puede ponerse en el lugar del otro, difícilmente podrá compadecerse. Y si de repente lo vemos frente a nosotros, habrá que acelerar el auto o apresurar el tranco, llamar al 911 o pulsar el botón antipánico. Siempre tenemos una cara fruncida bien entrenada para dedicar a la persona que nos rozó caminado en la calle, o para dedicar a las personas que se corren del canon políticamente correcto. El temor a ser tocado, o escuchar opiniones contrarias a nuestra burbuja, expresa nuestra aversión a la diferencia y la diversidad.

Más aún, cuando la conflictividad social es abordada a través del delito estamos diciendo que aquellos conflictos son un problema policial y judicial. La criminalización, que aventura un juicio negativo sobre los actores apresados con sus categorías, nos impide pensar, embota y detiene el pensamiento. Pero no solo se criminaliza la dificultad social, también se amonestará la diversidad cultural, a veces, a través de la justicia ordinaria y otras veces a través de múltiples formas de justicia que han proliferado en las instituciones y la comunidad.      

3.

No hay solidaridad sin dolor. Dejamos de ejercitar la solidaridad porque bloqueamos el dolor, pero también porque nos fuimos volviendo más prudentes, insensibles, porque ya no podemos ponernos en el lugar del otro. La incapacidad para compadecernos es la oportunidad de tomar distancia, aferrarse a la identidad. Insisto: hay una relación de continuidad entre la prudencia y la indolencia, entre la prevención y la afinidad. Actuamos preventivamente no solo para impedir o minimizar los riesgos, sino para evitar ser asaltados por las diferencias. Por eso siempre conviene no salir a la calle sin prejuicios. Siempre andaremos munidos de estereotipos para rellenar lo que no nos interesa conocer. Los prejuicios nos orientan en las interacciones, pero también nos ayudan a evitar al otro y, si es preciso, a delatarlo. Basta reconocer la facha de una persona, ver su color de piel, la edad, o cruzar todos esos datos en nuestra cabeza, para elegir las frases hechas que nos ayuden a despacharlo rápidamente. No quiero ningún contacto, no me interesa nada de lo que está ofreciendo. No alcanzamos a escuchar lo que nos está diciendo para despacharlo con un “no gracias, ya tengo” o unos devaluados billetes que siempre mantenemos cerca o separados para evitar sacar la billetera. Porque la comodidad tiene un precio también y, por suerte, sale demasiado barato. El problema es cuando a los diez minutos cae otra persona con “otro cuento” y nos sorprendemos diciendo “Ya di recién”. Tenemos muchas estrategias para evitar al otro, para prevenir ser tomados por la pobreza.

Salir a la calle se ha vuelto una fatalidad, no solo porque hay que esquivar a la “gente de la calle” sino a los manteros, a los malabaristas, y porque sabemos que nos vamos a convertir en el centro de atención de los mendicantes, vendedores ambulantes, niños y niñas vendiendo pañuelitos, ofreciendo estampitas, pidiendo algunas monedas, todas cosas horribles. Encima, cuando estamos a punto de estacionar el auto llega un trapito. No nos quedará más remedio que darle unos billetes para prevenir que se desquite con el auto. Más vale pagar el estacionamiento que tener que llevarlo al chapista. Y si llegamos a pie, conviene bajar la mirada y acelerar el tranco hasta llegar a destino. Nunca usar el teléfono mientras esperamos el bondi o un taxi. Las distracciones pueden costarnos caro.

La vida delivery es una alternativa y un consuelo. Mejor seguir el mundo por las redes sociales o el espejito retrovisor. Quedarse en casa viendo alguna serie en Netflix o masajearnos un rato con nuestro presentador de noticias favorito. 

El aislamiento social que se impuso con la pandemia, no es una novedad. Expuso las prácticas aprendidas durante todos estos años. La pandemia refuerza lo que sabíamos antes: Que la gente está llena de virus, que nos pueden contagiar, sobre todo si son pobres; que conviene quedarse en casa viendo la tele; que hay que ser previsores, tomar distancia del otro, hablar poco, acatar sin chistar, no pensar pero estar informados, no discutir pero ser prejuiciosos. 

El precio de la inmunidad no solo es el aislamiento preventivo sino el devenir egoísta, personas que giran sobre sí mismo, sobre la gente como Uno.

Imagen: Miguel Ángel Benjumea

4.

Prevenir es ocultar, no se trata de resolver un problema sino esconderlo, camuflarlo, es decir, evitar que esa situación problemática moleste, joda, perturbe, nos saque de nuestra zona de confort, nos prive de la felicidad enlatada, cuestione nuestro consumo encantado. Sencillamente, el otro desaparece de nuestro radar cuando nos volvemos prudentes. La indiferencia es el resultado de la prevención. La prevención nos vuelve indiferentes cuando nos encierra en casa, cuando nos acorrala en los entornos seguros y gentrificados donde podemos tomar un café o una cerveza artesanal sin ser molestado por nadie. “Nadie” acá, son las personas que no comparten nuestros estilos. Los mozos del lugar tienen órdenes expresas de correr a la gente que mendiga o se dedica a la venta ambulante. Esa tienda, bar o restaurante, son lugares inmunes. No solo se nos vende la campera más piola, el mejor café o la cerveza artesanal, sino la comodidad de no ser molestados por nadie cuando tomamos esa cerveza con la gente como Uno. La sensación de sentirse seguros, alrededor de la gente que comparte nuestras pautas de consumo, no sale gratis.

El consuelo de llevar una vida prudente, la ansiedad que genera la prevención, es la felicidad. En las sociedades de prevención se nos impone también la felicidad. La felicidad es la otra cara de la indiferencia. Somos felices porque escondemos los problemas debajo de la alfombra, porque lo que nos rodea ya no nos incumbe ni preocupa. Una sociedad entrenada para no ver al otro es una sociedad que hará pivote en torno a la felicidad individual. La felicidad se vuelve un imperativo moral: hay que ser felices, y si no hay felicidad que no se note. Caso contrario corremos el riesgo de ser tachados como gente deprimida, triste, bajonera, es decir, que anda con las defensas bajas y, por tanto, lleno de amenazas. Una persona infeliz será una persona ninguneada, que hay que sortear. No solo debemos ser prudentes, actuar de manera preventiva para evitar los riesgos que asedian, sino ser felices. Como dice otro refrán: “a mal tiempo, buena cara”. Las comunidades afectivas donde se celebra la identidad, son comunidades felices. No solo deben cuidarse entre sí, sino dedicarle una sonrisa. Siempre y cuando comulguen los mismos valores, tengan las mismas creencias, algo que se averigua enseguida por los estilos que tiene, la ropa que viste, el corte de pelo o los clises que utiliza. 

Por eso en las redes sociales siempre se ve siempre gente sonriendo, entusiasta, emprendedora, exitosa. Eso no quiere decir que no haya lugar para la indignación. Todos y todas pueden despacharse gratuitamente allí, convertirse en periodistas, sacerdotes, especialistas de cualquier cosa. Pero nadie hará carrera llevando malas noticias al prójimo. Para marcar tendencia basta decir dos boludeces y sonreír siempre en las selfies. En última instancia, todos sabemos que detrás de cada historia quejosa, de cada posteo lleno de indignación, de cada escrache, viene una publicidad o posteo con gente canchera o una foto del amigo o amiga, toda gente bella y sonriente.

5.

No estamos dispuestos a exponer el dolor frente a los otros, por eso hay que prevenirlo con farmacopea o terapias clásicas o alternativas. Pero también disimularlo con el consumo encantado. Consumimos para ser, pero también para estar felices. Cuando la identidad que vamos tallando está asociada a las imágenes que prometen las mercancías radiantes, en el consumo se juega gran parte de nuestra felicidad. No seremos libres, pero estaremos rodeados de electrodomésticos, tendremos el placar lleno de ropa canchera. Si no consumimos quedamos afuera, nadie nos dará pelota, estaremos out, fuera de temporada. Pero lo peor de todo, si no consumimos nos sentiremos mal, corremos riesgos que el aislamiento se viva con desencantamiento y nos gane otra vez la inseguridad. Hay que prevenir el delito pero también la depresión. Por eso el consumo no puede detenerse. Por suerte siempre podemos endeudarnos y pagar en cómodas cuotas esta felicidad con fecha de vencimiento. Porque ya sabemos que estamos rodeados de objetos con obsolescencia programada y percibida.    

Pero salir a consumir, implica ser prudentes. El mundo de sensaciones que rodea a cada una de las mercancías está envuelto en riesgos que hay que aprender a prevenir. Llegamos otra vez a nuestro punto de partida: No hay que regalarse. Aquello que consumimos hay que defenderlo. Salir a consumir es estar dispuesto a defender lo que se ha comprado.  

¿Acaso no ha sido esta la lógica utilizada para abordar otros conflictos sociales? Si hay desocupación que no haga piquete, que me deje llegar tranquilo a mi casa; él tiene derecho a expresarse, pero yo tengo derecho a circular tranquilo. Bienvenidos al círculo vicioso donde todas las personas giran sobre sí mismo sin importarles qué le sucede al otro, qué piensa, que dificultades tiene. Para eso pago mis impuestos, para que haya un funcionario que esconda los problemas debajo de la alfombra, para que haya un policía que reprima y mantenga fluido el tránsito, para que se multipliquen los paquetes de fideos en los comederos barriales. Prevenir es contener la pobreza, asistirla con bolsones de comida, facilitar incluso el acceso al dinero con sistemas financieros plebeyos a la altura de su capacidad de consumo.

Al fin de cuentas, el mercado es un lenguaje universal. La política o el fútbol nos desencuentran, pero el mercado nos junta. Claro que es un mercado con muchos nichos. Pero lo más importante es que son proveedores de felicidad. Una felicidad que hay que salir a comprar antes de que se acabe. Conviene ser prudentes y evitar que la próxima moda nos encuentre distraídos, porque corremos el riesgo de quedarnos con las manos vacías, desnudos, desprotegidos. Por suerte la temporada de verano la tenemos en vidriera en cada invierno y todavía tenemos cinco meses por delante para ponernos en forma.     

La Plata, 26 de agosto de 2021.

*Docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor entre otros libros de Vecinocracia: olfato social y linchamientos, Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil y Prudencialismo: el gobierno de la prevención.


**La imagen que acompaña el ensayo pertenece al artista español, Miguel Ángel Benjumea, y forma parte de Envases del miedo. Thinking outside the box, un proyecto de intervención en el espacio público.

1 Comment

  1. pablo dice:

    excelente nota…