La antropóloga Estela Grassi plantea en este artículo que más allá del resultado puntual del acto eleccionario y las explicaciones posibles, es necesario reflexionar sobre el mundo en que vivimos y, por lo tanto, el fenómeno político-cultural que se manifiesta en los resultados electorales. Más puntualmente, en la figura y el personaje de Javier Milei.
Por Estela Grassi*
(para La Tecl@ Eñe)
El domingo 14 de agosto, con los primeros cómputos de las elecciones primarias, abiertas y obligatoria (PASO), muches quedamos pasmades: único candidato por La Libertad Avanza, Javier Milei obtenía un tercio de los votos válidos emitidos por les ciudadanes, dejando lejos a cada uno de los candidatos de Juntos Por el Cambio (JxC) y también, de Unión por la Patria (UP).
Hasta entonces, “el loco”[1], era tomado en broma, como un espectáculo transitorio de los medios -al menos en las expresiones públicas de muchos políticos- y no se esperaba que expresara más que cierta cantidad de votos marginales, porque la candidata “seria” de la derecha autoritaria era únicamente Patricia Bullrich. Por eso, los peronistas lo insuflaban, para restarle votos a la candidata de JxC, aunque éstos no dejaban de temerle.
Después de las PASO vinieron las interpretaciones: el desencanto con la política, es el argumento más escuchado, justificado en que las dos principales coaliciones se desangraron en sus internas; el incumplimiento del contrato electoral del actual gobierno (y también el de Macri); la falta de respuestas a las necesidades de las clases populares (habría faltado un aumento general de salarios, de los planes sociales y de las jubilaciones); la inflación, por supuesto; la inseguridad (nombrada a regañadientes o considerada a último momento por el oficialismo).
Todo, como si cada una de estas cuestiones ocurrieran espontáneamente y se percibieran y expresaran directa e inmediatamente en la voluntad de los votantes, sin mediación política. Interpretaciones que emitimos, también, como hipótesis más a mano, antes de contar con un análisis sociológico de la composición social del voto emitido y de las abstenciones, pues el 30% de les ciudadanes del padrón, no fue a votar. E igualmente, sin un abordaje antropológico-cultural que permita comprender mejor el sentido de votos y abstenciones.
Algunos datos empíricos empiezan a mostrarse con los resultados por barrios, ciudades y provincias, pero todavía llevará tiempo a los especialistas ahondar en los resultados. No obstante, estos primeros datos también generaron asombro: de esos mapas parece surgir que las bases de votantes de Milei serían socialmente diversas. Igualmente, aunque grosso modo, LLA y, principalmente, el sector de JxC representado por Patricia Bullrich (y Mauricio Macri, aunque no compitiera) sustentan la misma ideología: extremo liberalismo económico y autoritarismo político. Pero LLA cosechó en mundos diversos, mientras que los “barrios altos” se inclinaron más por Patricia Bullrich, quizás porque por allí todavía pesa un apellido con tradición que identifica avenidas importantes de la ciudad de Buenos Aires o porque depositan más confianza en sus equipos. Sin embargo, a LLA la acompaña lo más granado del mundo de economistas que hicieron escuela en la década de 1990, tuvieron Fundaciones (la Mediterránea) y fundaron Universidades (la del CEMA). Es decir, las estrellas del neoliberalismo exitoso de la década de 1990, hasta que todo estalló.
Si además se atiende a lo acontecido con la LLA en algunas provincias donde, previamente, se eligieron gobernadores, se advierte que en ocasión de las PASO los votos fueron para Milei, no para su partido, cuyos candidatos fueron prácticamente desconsiderados previamente, con excepción relativa de La Rioja.
Hasta acá, una aproximación a los acontecimientos, sin mayores pretensiones, y en base a lo que trasciende, se lee, se escucha, se comenta; es decir, sobre las tantas interpretaciones que todes formulamos. Interpretaciones que también expresan deseos, posicionamientos políticos, preferencias y rechazos a les candidates.
Pero más allá del resultado puntual del acto eleccionario y las explicaciones posibles, me inquieta una cuestión más comprensiva, muchas veces referida por investigadores prestigiosos habitualmente citados, pero cuyos análisis parecen transitar en paralelo al análisis político. Para decirlo en términos coloquiales, me inquieta el mundo en que vivimos y, por lo tanto, el fenómeno político-cultural que se manifiesta en los resultados electorales. Más puntualmente, en la figura y el personaje de Javier Milei. En lo que sigue comparto esas inquietudes, más o menos desordenadamente.
Atendiendo a las críticas e interpretaciones políticas coyunturales y todavía tentativas, me surgen preguntas, algunas contra fácticas. Por ejemplo, si los votantes de Milei hubieran sido menos de haberse dado un aumentado previo en los planes sociales. ¿No prometió que limpiaría las calles de vagos? ¿No viene prometiendo, también, que va a deshacerse de cada una de las instituciones sociales que “supimos conseguir”: sindicatos, salud pública y educación pública-estatal, obras públicas, etc.? ¿Cuidado del ambiente?, ¿qué ambiente? No está entre sus prioridades, como tampoco (menos aún) la ciencia, la tecnología y la cultura.
Cada una de estas áreas presenta serias deficiencias. Algunas instituciones están muy mal, pero la promesa explícita es un futuro de terror, salvo que se crea que la culpa es de los migrantes que usan los servicios (algunos de ellos, sin embargo, se expresan votantes de Milei). En el mismo sentido, otros dicen no estar de acuerdo con propuestas como privatizar la educación o los hospitales y tampoco con sus propuestas más extremas y caricaturescas, como la venta de órganos (la de niñes, ¿no ocurre ya?). Estos posicionamientos surgen de encuestas cuyas bases no conocemos, que trascienden por los medios, pero no dejan de llamar la atención.
¿Frente a qué estamos, entonces? ¿Qué es lo que no comprendemos y que tratamos de explicar con el latiguillo de que “estamos mal”? Claro que sí, pero ¿quiénes? ¿cuántos?, y, sobre todo, ¿por qué, de las ofertas electorales, la opción sería por quien / quienes prometen terminar con los pocos malos servicios, bajar aún más las jubilaciones, etc.?
Para empezar, parece que estamos frente a un fenómeno cultural y político, en su sentido más sustantivo, que hace que la política sea algo diferente a lo que, hasta ahora, entendemos (definimos) como tal: es decir, una práctica por la que, en las sociedades democráticas, se exponen proyectos de sociedad sostenidos en relatos y tradiciones históricas, en datos y en argumentos que se enlazan unos y otros con cierta coherencia, que son (pueden o pretenden ser) las fuentes de confianza y legitimidad del futuro que proponen y pretenden lograr.
¿Qué tendría (tiene) de distinto este fenómeno que cambia esas pretensiones de la política? ¿Cuán nuevo es o cuán distraídes nos encuentra? Bastante se ha escrito en el último tiempo acerca de las nuevas derechas[2] aunque aún sea insuficiente. Vimos a Bolsonaro gobernando el país más grande e industrializado de esta región, después de un presidente (Lula) que logró reducir la pobreza y que consiguió un lugar destacado para Brasil en el mundo. A Trump, presidiendo el país más poderoso del mundo y a sus seguidores asaltando el Capitolio. En Bolivia, en 2019, un fundamentalista como Luis Camacho lideró un golpe de estado contra el presidente Morales justificándose en la Biblia. Nada más que por citar las expresiones más cercanas que me vienen a la memoria, de unas formas y trasfondo de la política que abrevan en algún pensamiento místico y/o en la fuerza de un carácter impertinente y mesiánico, como su fuente de confianza. Líderes gritones, desbocados, siempre amenazantes con sus adversarios políticos y ninguna disposición al diálogo. Milei tacha de “burro”, “siniestro”, “zurdo”, “mugriento” a cualquiera que quede fuera de su espacio y con esos calificativos desestima cualquier opinión disidente.
Un fenómeno cultural y político que, entre nosotros, se viene gestando hace tiempo, aunque con caras más amables o, aparentemente, más inofensivas que la que muestran los nuevos paladines enardecidos de la causa libertaria o las más acomodaticias combatientes del orden.
Se viene gestando en un modo de comunicación que se desentiende de argumentos coherentes, capaces de enlazar proposiciones, hechos, datos, acontecimientos, historias, etc. Desde el “síganme, que no los voy a defraudar”, Menem se asumía el pastor del modelo que Cavallo exponía con cuadros y datos supuestamente irrebatibles, que los economistas repetían y validaban como únicos mediadores legítimos con la realidad inaccesible al vulgo y demás intérpretes de las vapuleadas ciencias sociales y humanas. Lilita Carrió pasó de la tan lógica filosofía habermasiana y de Hannah Arendt, al misticismo y su devoción por San Expedito y a presentarse como salvadora de la República (a veces, dispuesta al martirio). Macri, menos afecto al martirologio presentándose al estilo de los pastores evangélicos, y con sus discursos insustanciales e incoherentes y su desapego a los hechos.
¿Algo más opuesto a la figura del “profesor y sus filminas” que pretendía Alberto Fernández? ¿Y a su gobierno de científicos, que contrastaba con el “mejor equipo” de los empresarios de Macri? No parece una figura de esta época la de un atildado profesor. Por su lado, el discurso coherente, bien fundamentado y sólidamente argumentado, muchas veces destacado y que reconocemos en las intervenciones de Cristina Fernández, nos cautiva a quienes seguimos pensando con argumentos lógicos, lo que no quiere decir que no sean interpretaciones posibles y no reflejos de la realidad, ni que nuestros y sus argumentos no estén equivocados. Al contrario, que sean falsables los hace confiables porque permiten la contrastación. Pero las respuestas más o menos libertarias a la ex presidenta, son mayormente diatribas y pocas veces, verdaderos argumentos en contrario, que efectivamente existen y son necesarios de traer al debate.
Aparte de su discurso (y sus políticas), ¿qué encanta masivamente de la figura de CFK? Algo más, que hace que, contra toda lógica, sus bases siguieran coreando “Cristina presidenta” contra, también, de su sinceridad y condición de persona de palabra. Es que, conviene aclarar, la política también supone pasiones, está plagada de mitos, de conmemoraciones y evocaciones que hilan algún relato y que renuevan o convocan a la adhesión, crean identidades compartidas, reponen esperanzas, etc. Esos sentires son parte de su condición.
No son estos otros contenidos de la política sobre los que quiero llamar la atención, sino en que, quienes buscamos comprender los procesos políticos y pensar en términos de argumentos lógicos y una pretendida razón sustantiva que capacita para la crítica a lo establecido, al poder y a las correspondientes ideologías, no deberíamos quedarnos en la respuesta simplista de la desilusión con la política como un hecho espontáneo porque “los políticos hicieron mal las cosas”. Tampoco es suficiente, como justificación a los resultados electorales, la falta de respuestas a las muchas necesidades de la población trabajadora, ni el incumplimiento de las promesas de campaña, todo lo cual queda en la superficie si no se atiende a las condiciones de funcionamiento de los servicios estatales, más allá de los gobiernos e, incluso, de los recursos disponibles. Mucho menos, tomarnos a risa la peluca, las inconsistencias, los gritos y la comunicación con perros muertos del líder de LLA. La pregunta no es por él como individuo (no debe serlo), sino por la sociedad que se expresa en sus formas, más que en los contenidos de sus propuestas.
Al contrario, hay que tomarse en serio de una vez el fenómeno cultural y político que ahora halló expresión partidaria, cualesquiera sean los resultados de las elecciones definitivas, porque casi la mitad de la población, si no suscribe, al menos es receptiva de esas formas que vienen naturalizándose también a través de algunos comunicadores[3] en los medios de comunicación o entre estas nuevas figuras que son los influencers, en las redes como TikTok, por ejemplo.
La política y los políticos/las políticas nunca tuvieron buena prensa, pero desde aquel fin de siglo XX explícitamente se vienen llevando adelante estrategias políticas de despolitización y de descrédito de los/as políticos y la política. Así, Menem buscaba candidatos entre figuras populares del mundo artístico y deportivos (Palito Ortega, Carlos Reutemann, por caso, ambos gobernadores de Tucumán y Santa Fe, respectivamente) para presentarlos como no políticos; el Frente Grande presentaba a Fernández Meijide como una mujer que no viene de la política como el mayor mérito; Pinky (Lidia Satragno), conductora de televisión, fue candidata a intendenta de La Matanza por la Alianza y luego llegó a legisladora por el PRO; y un artista desbocado y grosero como Miguel del Sel, casi fue gobernador de Santa Fe y terminó embajador de la Argentina en Panamá, cuando Macri fue presidente.
No hay nada, absolutamente nada que impida o niegue a cualquier ciudadano, de cualquier profesión o de ninguna, participar políticamente y ejercer cargos públicos, más que su compromiso e idoneidad para ello. Y hay artistas, deportistas y ciudadanos de a pie militando u ocupando espacios de representación. Lo que quiero decir es que, en cada uno de estos ejemplos, lo que se proponía era una figura que se diferenciara de la política y de los políticos, desacreditados per se y no por sus actos o proyectos.
Hay que tomarse en serio el fenómeno, digo, como resultado de prácticas en el campo de la política y de procesos culturales que aún no llegamos a comprender en su profundidad. Y ver si algunas de nuestras herramientas de análisis nos permiten ahondar en este fenómeno social, cultural y político que se engarza con procesos globales y de la región, pero que tiene la particularidad de que son “pastores laicos” los que acá ocuparon el lugar de los pastores evangélicos que en Brasil apoyaron a Bolsonaro, por ejemplo.
Este abandono de la razón, de una razón sustantiva que capacita para la crítica a lo establecido, al poder y a las correspondientes ideologías (no sólo de la razón de la ciencia empírica, que no pocas veces justificó atrocidades y no pocas veces se ve comprometida con intereses que nada tienen de científicos y que hoy también es desacreditada por oscuros motivos, como mostraron hasta el hartazgo los antivacunas) es una parte central del problema, que se necesita tomar en cuenta para comprender el fenómeno, más allá de los resultados y acontecimientos inmediatos, aún a condición de parecer políticamente incorrectes o intelectualizades. Es necesario porque el diálogo está siendo imposible.
Luego, entonces, debemos preguntarnos por las demás condiciones de la sociedad contemporánea. Si podemos seguir pensando a las relaciones e instituciones sociales como si no hubiera pasado nada en el mundo del trabajo, en las comunicaciones, en los usos y costumbres, en el mundo de los afectos, las subjetividades, en la reproducción humana, incluso, a lo largo de las últimas décadas.
Parecería que hay cada vez más acuerdo en que el mundo del trabajo cambió y que ello trastoca de muchos modos las condiciones de vida, tanto como a quienes se reconocen (o no) en ese mundo diverso y desigual. Entonces, cabe preguntarse por cómo, qué y a quienes representan las clásicas organizaciones del trabajo. O por cómo, qué y a quienes organizan y dan identidad los movimientos y organizaciones (más inorgánicas respecto del orden estatal formal) de desocupados, de la economía popular, de la economía solidaria, de los excluidos, de la economía doméstica y de los cuidados no institucionalizados.
Esta efervescencia política que se genera en torno a las elecciones, debería llevar también a preguntarse qué tienen en común Galperín (el dueño de Mercadolibre), el peluquero guatemalteco de mi barrio, la distribuidora de Rappi, Susana Giménez, el verdulero de la feria y la señora que hacía la cola, que más o menos expresaron las mismas ideas acerca del Estado y de los políticos.
Y antes, por cuánta cercanía hay con el Estado (con sus instituciones concretas) y de qué tipo. O cuánta lejanía. O por cuál es el “Estado presente” del eslogan político en cada caso. Así, ¿qué escuela puede reivindicarse? ¿la que a dos por tres tiene a los chicos sin clases?, ¿la que certifica lectoescritura pero no la trasmite eficientemente, por lo que las madres reclaman? En qué momento y por qué la escuela de la que salimos “miles de argentinitos” letrados perdió el respeto y la capacidad de hacer enorgullecer a los chicos por llevarse un felicitado en el cuaderno o el boletín, también es una pregunta necesaria. ¿Cuándo echamos al bebé mérito con el agua sucia de la meritocracia, que no es más que privilegio de los que nacieron privilegiados? Y como autocrítica, debemos revisar las preguntas mal formuladas que acaso nos hicimos acerca de la integración, la inseguridad, el trabajo, el reconocimiento, las identidades y hasta el respeto al prójimo y la prójima. O por las respuestas demasiado simples a las que arribamos.
Muchas más preguntas, muchas más políticamente incorrectas, hay que tratar de responder para poder comprender antes de que sea demasiado tarde y el mercado comercialice lo poco que queda no comercializable porque, como era de esperar con el avance de la técnica, hasta la reproducción humana es hoy un mercado mundial floreciente, por el que circulan vientres, espermas y bebés. ¿Por qué tanto escándalo con la venta de órganos, entonces?
El loco de la peluca parece estar chiflado, quizás lo esté un poco, pero no es por chiflado que capta votos, sino porque representa en su propio estado (su estética, sus modales, sus modos gritones, sus ojos desorbitados) un estado de la sociedad más allá de las ideas que expone.
De sus ideas, la confianza en el mercado (y su contracara, la desconfianza en el Estado o en lo que “no es privado”) y en la iniciativa individual (y la simultánea desconfianza en lo colectivo) parecen bastar. Pero, otra vez, hay otros oferentes de las mismas ideas. LLA (principalmente el mismo Milei) ofrece algo más, ofrece la forma y una promesa de felicidad inmediata y sin sacrificios (9 meses, cuanto más, dice), para que el mercado satisfaga todas las demandas. Y para retomar un movimiento natural de la sociedad que habría sido interrumpido por la política. Un estado a-moral que convierte en inmoral o en aberraciones a la justicia social. A la solidaridad orgánica (para decirlo en términos clásicos del padre de la sociología): es decir, a algún sistema de deberes y derechos que pueda imponerse al simple intercambio para asegurar la co-existencia pacífica regulando las divisiones sociales. “La división del trabajo no coloca frente a frente a individuos –explicaba Durkheim ya en los orígenes del capitalismo moderno- sino a funciones sociales… y es la sociedad la que se halla interesada en un tal sistema de deberes y derechos, pues … su existencia depende de eso y tanto más estrechamente cuanto más divididas se encuentren aquellas.” [4]
La insistencia de Durkheim en la moral expresa su confrontación con “los economistas [que creían] que las sociedades humanas podían y debían disolverse en asociaciones puramente económicas”. El neoliberalismo reavivó en las últimas décadas, esa original expectativa en el mercado (y los intercambios). Pero entonces el progreso del mundo era la utopía hacia la que se dirigía la acción y la razón, una facultad humana creadora.
El fenómeno que encarna Milei, aunque parezca contradictorio con lo dicho antes, acerca de su promesa de felicidad inmediata, vuelve a lo más oscuro de esos orígenes; no hay progreso moral, si no abandono o expulsión de quienes, en sus palabras, son solamente lacras: los políticos, los científicos, acaso también quienes no encuentren demanda solvente para sus riñones sanos. Una distopía, según un término en boga. Un mundo a-moral, en el que la conversación se está volviendo imposible y al que, de una forma u otra, dejamos hacer.
Este texto contiene lenguaje inclusivo por decisión del autora.
Referencias:
[1] Juan Luis González (2003). El loco. Buenos Aires, Planeta
[2] Me refiero a autores como Francois Dubet y su libro sobre La época de las pasiones tristes, por ejemplo. O La rebeldía se volvió de derecha, de Pablo Stefanoni (ambos de Siglo XXI). Sobre los peligros del neofacismo escribe, interviene en los medios y advierte, Daniel Feierstein, quien desde hace tiempo encuentra sus gérmenes en la sociedad argentina y advierte acerca de la posibilidad de la emergencia de algún personaje que lo exprese.
[3] Hace décadas que Baby Etchecopar entretenía taxistas e incomodaba a pasajeras desde su programa de Radio 10. También Jorge Lanata se sumó al estilo, con un periodismo pretendidamente serio. Pero son muchos más los programas que naturalizan la agresión, los gritos, la falta de escucha y que desprecian el más mínimo apego a la conversación y al diálogo. Todo, en nombre de la libertad “del periodismo”, en este caso. Las redes, por su parte, cualquiera sea el medio por el que se expresen les participantes, son la muestra por excelencia de unas formas de interacción en las que lo principal es desacreditar con el insulto al otro, lejos de rebatir argumentos. Los medios se hacen eco de estas formas cuando titulan, por ejemplo: “fulano/a destrozó a mengano/a” cada vez que recogen alguna desmentida o intercambio de cualquier nivel.
[4] Emile Durkheim, La división social del trabajo. Planeta.
Buenos Aires, 28 de agostos de 2023.
Dra. en Antropología Social. Profesora Consulta de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA). Investigadora del Instituto Gino Germani.
2 Comments
Muy bueno el artículo
Muy buena la reflexión de Estela Grassi. Yo Muchísimas gracias.