La cultura fundamentada en el patriarcado y el neoliberalismo alimenta la hostilidad en el tejido social. La política de las mujeres, la rebelión de las que no contaban, vino a interrumpir la lógica de dominación machista y constituye una oportunidad de deslegitimar el poder establecido. La acción del colectivo feminista desconcentra el poder y desarma el monopolio legitimizado, hasta ahora, de la palabra masculina.
Por Nora Merlin*
(para La Tecl@ Eñe)
Para explicar el origen de la cultura, la moral y la religión, Freud inventó un mito patriarcal que desarrolló en su artículo “Totem y Tabú” (1912): en los tiempos primordiales los hombres vivían en hordas salvajes dominados por un padre violento, único poseedor de las mujeres y los bienes. Para resolver la violencia a la que estaban sometidos, los hijos decidieron asesinarlo. Luego del crimen, para evitar la repetición del acto dando lugar a una primer organización social, la horda fraterna, los hermanos instituyeron un contrato que establecía que ninguno de ellos ocuparía el lugar del padre, así como las prohibiciones del incesto y el parricidio. Como veremos, de este planteo se deducen serias consecuencias en lo social.
La culpa que sintieron los hermanos por el asesinato del padre hizo que lo elevaran a la categoría de Dios, e incorporaran la autoridad parental como una moral, el superyó. De esta forma se originó una moral cultural patriarcal que vigilaba y castigaba, basada en una lógica de prohibición-obediencia.
Años más tarde, habiendo acontecido la primera guerra mundial y el advenimiento del nazismo, Freud anunciaba en “El malestar en la cultura” el fracaso del programa de la cultura. El pacto y la moral patriarcal no resolvían la hostilidad entre los hermanos sino que la aumentaban: el prójimo era humillado, maltratado, explotado y matado.
Se añadió al patriarcado el neoliberalismo y su bestial sistema de explotación, apropiación y producción de subjetividad: la masa de consumidores cuyo rasgo principal es la obediencia inconsciente a los medios de comunicación concentrados, en la que el sujeto se autoexplota en un rendimiento ilimitado que conduce a una subjetividad culpable y deudora.
La civilización continuó desde entonces organizada por la moral patriarcal, donde la violencia del par poder-sometimiento se naturaliza como norma cultural y se impone la lógica fálica en la que tener o no tener, acumular y consumirnos entre todos domina el desarrollo del capitalismo. La violencia contra las mujeres fue incrementándose cuantitativamente y adquiriendo nuevas y diversas modalidades de expresión.
Una fraternidad fracasada
Del mito freudiano sobre el origen de la cultura se puede extraer como conclusión que intentar erradicar la violencia mediante la muerte y un contrato fraterno no resuelve el problema del patriarcado y la violencia social. El acto criminal fundante es postulado como una conspiración realizada por hombres, lo que puede ser puesto en cuestión por responder a una lógica fálica, en la que las mujeres no cuentan en la organización de la cultura y en el establecimiento de relaciones fraternales, democráticas y solidarias.
La cultura fundamentada en el patriarcado y el neoliberalismo no resuelve sino que alimenta la hostilidad en el tejido social: conduce al racismo y a una segregación en aumento, que se nutre diariamente con el odio inoculado por los medios de comunicación concentrados. Estos producen y alimentan la cultura de masas que conforma un conjunto cerrado de individuos que no hace lazo social. Un todo fálico, uniformado, con una organización jerárquica acostumbrada al poder y al sometimiento a una potencia imaginaria que encubre su propia impotencia.
La combinación thanática de patriarcado y neoliberalismo produjo campos de concentración y exterminio, aumento de la violencia contra la mujer y constante producción de restos humanos: expulsados de sus países, transformados en cadáveres flotando por los mares de Europa, migrantes indocumentados rechazados por su extranjería y diversas formas de excluidos que no cuentan siquiera como cifras.
La fraternidad, uno de los principios en los que se basa la democracia, se presenta como un sueño imposible si se fundamenta exclusivamente como resultado de un pacto que responde al patriarcado y a la concentración de poder propia del neoliberalismo y la cultura de masas.
Freud afirmó en el capítulo XII de “Psicología de las masas y análisis del yo” que en éstas formaciones sociales la diferencia de los sexos no desempeña papel alguno, no hay lugar para la relación amorosa y que la condición de existencia de la masa es la exclusión de las mujeres. Ellas van en contra de la masa dado que el amor femenino se opone al cemento que une libidinalmente a los hombres en la masa. Si la mujer no está del todo en la lógica fálica, como afirmó Lacan en su Seminario “Aún”, el amor femenino además de ser un obstáculo al todo-fálico constituye una resistencia a esa forma del poder concentrado que produce malestar en la civilización.
La política de las mujeres, la rebelión de las que no contaban, vino a interrumpir la lógica de dominación fálica o machista y constituye una oportunidad de deslegitimar el poder establecido. La acción del colectivo feminista desconcentra el poder, desarma el monopolio legitimizado hasta ahora de la palabra masculina y abre un espacio democrático y horizontal en el que se permite hablar a cualquiera. El feminismo, nuevo agente político, avanza y se presenta como un deseo de emancipación que ya no está dispuesto a sacrificarse por una seguridad garantizada por la lógica masculina.
Un mundo más femenino se presenta contra todas las formas del poder, sometimiento y violencia porque un mundo menos fálico será posiblemente más amoroso. El objeto de amor se diferencia de los objetos del mercado porque no entra en ninguna contabilidad ni cálculo, no se compra ni se vende. El lazo amoroso en todas sus expresiones permitirá un mundo menos capitalista. Constituye un cambio de discurso expresado por el signo de un nuevo amor sostenido en la libertad y horizontalidad que viene a reconfigurar lo visible, lo invisible, lo pensable y lo posible.
Las mujeres inauguran una política no sacrificial como el signo de una nueva fraternidad: sin jerarquías, basada en la libertad de decir y pensar, sometiendo la palabra exclusivamente a la verificación colectiva. La política femenina aparece en la vida política irrumpiendo como un deseo activo, una inteligencia común y una fuerza productiva de comunidad.
La mujer tiene un valor político emancipatorio en el que “volverse mujer” se presenta como un componente fundamental que se incorpora a la vida republicana. El amor se convierte en un afecto político privilegiado y la fraternidad comienza a recuperar su dignidad elevándose al rango de categoría política.
Buenos Aires, 5 de marzo de 2018
*Psicoanalista – Magister en Ciencias Políticas – Autora de Populismo y Psicoanálisis y Colonización de la subjetividad
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