Sebastián Plut reflexiona en esta nota sobre la indignación de quienes abominan de llamar Dios a Maradona, y sostiene que los portadores de dicho ateísmo tal vez ignoran la función y el sentido de los ideales.
Por Sebastián Plut*
(para La Tecl@ Eñe)
Dedicado a mi amigo Jorge A. Goldberg
Cuando escucho las críticas al endiosamiento de Maradona me pregunto si quienes las expresan creen en sus propias palabras. ¿De verdad piensan que aquellos que lo llaman Dios sienten que, efectivamente, la mentada divinidad se encarnó en el hijo de Doña Tota y Don Diego?
Como no tengo derecho a dudar de la convicción que ostentan he de buscar otras razones que subyacen a las diatribas. Intuyo que el horror de quienes solo ven blasfemias y herejías en esa designación, o que imputan barbarie e irracionalidad, corresponde a un profundo desconocimiento del valor de la cultura popular, a un desconcierto angustiado ante la religiosidad laica y, también, al rechazo al sentido y función que tiene en la humanidad la configuración de los ideales.
Lo primero que deberíamos admitir es que a cualquiera de nosotros nos resulta inimaginable lo que debió ser vivir como Diego Maradona. Y no solo porque muchos no tuvimos las vivencias de la extrema pobreza, ni los goces que el dinero a gran escala hace accesibles, ni la gloria y destreza por esos famosos goles. ¿Cómo será la vida de un sujeto de quien todo el planeta habla, y ya no solo de sus proezas deportivas sino, además, de sus adicciones, por ejemplo? Sí, cada cosa que ocurrió en su vida fue objeto del escrutinio público: si se enamoraba, si tenía una enfermedad, si peleaba con algún hijo, si fumaba un habano, si se cortaba el pelo, etc., etc., etc. ¿Cómo transita su cotidianeidad un sujeto que no podía dar un paso en la calle, de casi ningún lugar del mundo, sin que una multitud se le acerque?
Pero volvamos a Dios y convengamos, entonces, que si el ser humano fue creado a su imagen y semejanza, ambas condiciones se cumplen más entre nosotros y Maradona que entre nosotros y la divinidad instituida.
Es curioso, pues, que los detractores de este Dios, el más humano de los dioses como indicó Eduardo Galeano, le exigieran a Diego que no le pasara lo que, sin duda, nos sucede al resto de los mortales. Para estar a tono, quien esté libre de miserias que arroje la primera fake news.
Vaya contradicción: refutan su mística pero no le perdonaron su humanidad. Y, sin embargo, preguntamos a aquellos rechazantes ¿nunca se sintieron tan bien por un logro personal que se animaron a decir que fue como “tocar el cielo con las manos”? Extraemos así una conclusión, quizá padezcan del síndrome de carencia metafórica.
Se sabe, Maradona nunca renegó de su origen e, incluso, nunca denigró a su país, nuestro país. Sí, ese país al que tantos argentinos desprecian y que omiten significar que, desde hace ya cuatro décadas, basta con decir en el exterior “soy argentino” para que nuestro interlocutor responda “Maradona”. Rápidamente se impone otra conjetura que formulamos bajo la forma de una pregunta: ¿qué tipo de conflictividad sufren las almas bellas con el sentimiento de pertenencia?
La mirada es un acto que, justificadamente, ha sido objeto de reflexión por todo el arco (y uso aquí con humor este término) de las ciencias humanas. La literatura, en todas sus formas, también ha intentado describir los goces del mirar. El placer de ver, por caso, fue estudiado en detalle por Freud, al que luego se sumaron Lacan con su análisis de la pulsión escópica y Maldavsky que distinguió las modalidades diferenciales de la mirada según sea el erotismo en juego, y solo por nombrar algunos ejemplos. ¿Quién no ha quedado subyugado al ver los movimientos de Maradona? Si hasta quienes no disfrutan del fútbol, entre quienes me incluyo, sienten algo que no han sentido con ningún otro jugador de fútbol y que, quizá, solo pueda captarse, y con menor intensidad, ante ciertas obras de arte.
Maradona nos ha dado a ver aquello que hasta la imaginación más florida podría fantasear, únicamente, como abstracción inorgánica. Ha desplegado movimientos que quebraron la incredulidad. ¿Quién no ha dicho o escuchado la sentencia “no lo puedo creer” cuando nuestras retinas recibían las imágenes de sus gambetas? ¿Será que los cruzados por el ateísmo antimaradoniano se caracterizan, también, por la imposibilidad de dar crédito a lo que vieron, de confiar en sus propias percepciones?
Quienes rechazan las utopías con la excusa de un objetivismo que, luego, no sostendrán cuando la realidad los llama, diagnostican la enfermedad de la idealidad. “¿Cómo van a poner a un hombre de carne y hueso en el lugar de un ideal?” nos gritan. E incluso, fundamentan: “Se embriagan mirando a un tipo queriendo parecerse a él”.
Es que, como ya adelantamos, tal vez ignoran la función y el sentido de los ideales. Resumamos este punto. En primer lugar, colocar a un sujeto en un lugar ideal no es una decisión voluntaria y, muchísimo menos, cuando eso ocurrió a escala mundial. En segundo lugar, la función que cumple esa atribución no es que cada quien esté francamente convencido de que llegará a igualar la posición. Cuanto mucho resultará un factor estimulante de fantasías, devaneos que no exceden el campo lúdico. Sin embargo, la esencia de la configuración de los ideales, y somos freudianos en ello, es su potencia en la construcción de lazos fraternos que, digámoslo una vez más, para el caso de Maradona trasciende el espacio nacional.
Que yo sepa, Maradona jamás se autoproclamó Dios, pero quizá la sumatoria de su vida como futbolista, sus ingeniosos sintagmas, su aniñada risa, su desvalimiento de origen y que lo acompañó hasta sus 60 años, y los dramas subjetivos de todo tipo que padeció, fundó una cosmovisión que no podrá explicarse ni por la mera racionalidad ni, mucho menos, por vía de una arbitraria sinécdoque. Dicha cosmovisión reúne, según enumeramos con algo de desprolijidad, la potencia de la metáfora, los sentimientos de pertenencia, la capacidad de confiar y los lazos fraternos (cualquier parecido con la teología es pura coincidencia).
Y para concluir: no se trata de perdonarle los pecados a Maradona, pues no solo es impertinente juzgar la vida privada de los otros, sino porque, ya esbozamos, sus imperfecciones también nos espejan; también en eso nos sentimos a su imagen y semejanza. Me pregunto, pues, sobre quienes abominan de llamar Dios a Maradona, y solo descargan sobre él los reproches por sus yerros: ¿cuánto dirá eso del vínculo que muchos tienen con el Dios instituido pero que no se animan ni a expresarlo y, quizá, tampoco a asumirlo internamente? ¿Cuánto sacrílego asintomático habrá entre los creyentes?
Buenos Aires, 28 de noviembre de 2020.
(*) Doctor en Psicología. Psicoanalista. Director de la Diplomatura en el Algoritmo David Liberman (UAI). Autor del libro Pandemia, retórica neoliberal y opinión pública (Ed. Ricardo Vergara).
2 Comments
Um texto fantástico, bem escrito, cuidadoso, ao mesmo tempo pertinente a sérias reflexões que nos revela o mal-estar da sociedade frente suas próprias dores e desejos! Para nós, brasileiros, Maradona sempre será São Diego Maradona, não por ser santo, mas por ter sido demasiadamente humano, mas esse excesso tem tocado na centelha divina, da qual poucos tiveram a honra de demonstrar em vida, tudo o que esse astro fez com seu brilho intenso! Muito feliz por ter sido tocado emocionalmente por cada palavra escrita em seu texto. Parabéns Dr. Sebastian Plut.
Excelente artículo!!!!