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La épica – Por Diego Conno

Homero. Por Philippe Laurent Roland-Museo del Louvre.

Homero. Por Philippe Laurent Roland-Museo del Louvre.

Diego Conno sostiene en este texto la necesidad de constitución de una épica para devolverle vitalidad a la política. Épica no solo como narración de un pasado mítico sino como un discurso poético que pueda abrir en el presente un nuevo tiempo histórico por venir.

Por Diego Conno*

(para La Tecl@ Eñe)

 

No sería del todo equivocado acordar con quienes anuncian el fin de una época. Incluso por momentos pareciera que asistimos en masa, no sin cierta melancolía, a su repetitiva consumación. Este gesto resulta cómodo. Pero ¿qué es una época? O mejor, ¿qué es aquello que constituye una época? ¿Una misma cosmovisión? ¿Un conjunto de experiencias compartidas? ¿Un horizonte en común? La pregunta acerca de cómo pensar una época no es un tema menor y ha sido motivo de interés para el pensamiento a lo largo de la historia.  

¿Acaso hemos dicho época cuando de lo que aquí se trata es de la épica? Solo una letra las separa. De pronto resulta que un soplo del lenguaje puede borrar 3000 años de historia. Pero esto no es así. Época y épica se entrelazan como los hilos de una gran tela de araña. Y aún se mantienen a distancia. Las palabras suelen mezclarse en la memoria de los pueblos como ocurre en la memoria de las personas. Pueden perderse, borrarse u olvidarse en el trascurso de la historia. Pero a su vez ella las reclama. Hemos escuchado en otro tiempo la expresión “hacer época”. Bien podría ser ese el destino de una épica. O que sin épica no hay época. Quizás sea ésta nuestra actual paradoja: vivimos en una época sin épica. Dispuestos a una época del abandono.

Ahora bien, ¿es deseable abandonar la épica? No lo creo. Si del abandono se trata este puede ser un modo equivocado de abandonarse a una época. Difícil sería pensar una política sin épica, tanto como una vida sin política. Es que sin un discurso cargado de experiencias pasadas y expectativas vitales sobre el porvenir la política corre el riesgo de volverse mera técnica. Entendemos por épica no solo su sentido clásico, es decir, la narración de hechos del pasado muchas veces de origen mítico. Sino la posibilidad de un discurso poético que ofrezca un horizonte por venir. Naturalmente no se trata aquí de hacer un llamamiento a la construcción de un discurso, un relato o una narración ex nihilo. Toda épica se ancla siempre en un tiempo presente, que se concibe como un campo de batalla entre un pasado que reclama justicia y la proyección de un futuro que lo intenta clausurar. De esta lucha en medio de la historia depende el tiempo que viene como redención.

Desde luego no creemos que todo deba hacerse con épica. Si así fuera la vida sería un permanente peligro, una indeseada excepción permanente. Vivir en la incertidumbre es la vida neoliberal. No todo es épico. Existen determinadas rutinas de lo cotidiano, ciertas formas de la cultura, modos de la administración burocrática que son imprescindibles para el funcionamiento social. Para decirlo de otro modo, hay una normalidad que es necesaria para estabilizar los asuntos humanos y otorgar previsibilidad a las acciones y duración a las palabras. La normalidad de la vida normal ofrece un marco para llevar adelante los sinuosos e intempestivos caminos de una vida. Allí no hay ninguna épica. Quizás en el arte y en el amor, como en la política, la épica sea necesaria para introducir en la continuidad del tiempo histórico un mojón que “haga época” en la Historia (dicha así en mayúscula), y en nuestras pequeñas, pero no por ello menos importantes, historias.     

Recientemente un importante historiador de la cultura al que valoramos -nos referimos al profesor José Emilio Burucúa- ha escrito en el diario La Nación un texto que pretende ser un llamado a “Una épica para la oposición, una épica para la Argentina”. No dejamos de reconocer en él un interés compartido por la cultura y por la vida pública, por el vivere civile. No nos complace, sin embargo, no tanto sus opciones partidarias, por cierto, siempre respetables, como los fundamentos de sus posiciones políticas. “Juntos por el cambio”, el partido por el que se manifiesta a favor nuestro historiador, no solo ha estado muy lejos de lo que podría entenderse como una “épica republicana”, más bien ha hecho todo lo contrario. Ha llevado adelante una política sacrificial de la vida colectiva haciendo de la forma empresa el modelo de todas las formas de la vida social. Esto poco o nada tiene que ver con la gran tradición republicana. ¿Significa entonces que no ha habido épica? En absoluto. “Juntos por el cambio” ha tenido una épica mercadológica mucho más virulenta que la del menemismo. Ha sido la república convertida en una empresa. “República S.A.” podría ser su slogan.  

No hace falta volver a Homero -aunque siempre es necesario volver una y otra vez a la lectura de los grandes textos- para comprender que hay una épica en el origen de toda cultura y de toda nación. No hubo tristeza ni melancolía en las luchas independentistas de América Latina que desplegaron los San Martín, los Bolívar, los Artigas, las Juana Azurduy o los Túpac Amaru. Allí hubo épica. También hubo épica durante el siglo XX en las conquistas de los grandes movimientos populares. La hubo en el peronismo, sin dudas. Pero también en el radicalismo y desde luego en el socialismo, en el comunismo y en el anarquismo. Más cerca nuestro la podemos reconocer en Alfonsín, el único presidente de indudable legitimidad democrática que es nombrado en el texto al que nos hemos referido. Aquí sí es posible observar una épica de corte cívico. El consenso de los derechos humanos es un piso que hemos sabido construir. Éste debiera ser el puntapié inicial para profundizar las dimensiones republicanas y democráticas, no para limitarlas. Sin desmerecer las virtudes enunciadas por José Burucúa, de muy difícil encarnación en la derecha vernácula (“probidad en el ejercicio de la función pública, respeto hacia los adversarios, equilibrio y serenidad en sus juicios, claridad y limpidez de propósitos, compromiso con una lucha genuina y duradera contra la pobreza y en favor de la dignidad del pueblo argentino”), creemos, sin embargo, que deberíamos considerar más profundamente, de una manera más extensa y más intensa, lo que entendemos bajo el importante nombre de respública: gobierno de la ley, cuidado de la cosa pública, libertad como autonomía o no-dominación de poderes particulares, participación activa de la ciudadanía, comunidad como pluralidad, reivindicación del espacio público como un escenario agonal, autogobierno o soberanía política, justicia social, economía pública al servicio de la sociedad en su conjunto y no sólo de una parte. Pero he aquí lo más importante: la constitución del pueblo como el sujeto fundamental de la política.

El kirchnerismo ha sabido construir una épica no solo desde el gobierno, que ha contribuido a un segundo momento de civismo, incluso mucho más radical que el anterior, sino que también ha construido una especie de “épica de la resistencia” que ha permitido que las fuerzas populares recuperen el poder. Nuestra situación actual es bien distinta, pareciera primar un discurso que reniega de las grandes hazañas y los grandes logros. Que apela a que “hay que hacer lo que hay que hacer”. Que piensa la política bajo su tamiz más burocrático y de gestión, administrando “lo que hay” bajo la lógica del consenso y la moderación. Desde luego no desconocemos la importancia del trabajo sobre “lo que hay”, una política materialista a diferencia de una idealista siempre trabaja con “lo que hay”, que es mucho, y no con lo que no hay que es infinito. Ni tampoco desdeñamos del consenso ni de la moderación, pero las sabemos tácticas políticas más no estrategia de gobierno, medios y no fin. Por eso celebramos cuando se dijo que “entre la vida y la economía los argentinos elegimos la vida”. Aun cuando no se hayan sacado todas las consecuencias de esta frase, aquí sí hubo épica. Quisiéramos ser claros. Hemos dicho que no todo se hace con épica, pero sin ella nuestra vida política sería mucho más pobre, acaso correría el riesgo de perder sentido. En tiempos de pandemia se dirá que no es tiempo para la épica. Tal vez no a pesar sino justamente por ello lo sea en momentos donde está en juego el fin de una época. Quizás sea momento de recuperar para nosotros lo que aloja y lo que alumbra la palabra vida, en sus formas más radicales de politización como “vida en común”. Lo que en ella aún vibra.

 

Buenos Aires, 9 de julio de 2021

*Profesor de Teoría Política de la Universidad Nacional Arturo Jauretche, la Universidad Nacional de José C. Paz y la Universidad de Buenos Aires.

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