El politólogo Diego Conno sostiene que la política democrática y republicana tiene poco de moderada, al contrario, conlleva algo que es del orden del exceso. Sin este exceso irreductible de poder constituyente, la democracia se vacía de pueblo y pierde su dimensión más verdadera, que es la felicidad de su pueblo.
Por Diego Conno*
(para La Tecl@ Eñe)
Saber cómo actuar en política es un ejercicio intelectual de gran envergadura. Nunca estamos exentos de engaños o equívocos porque la política tiene que ver con la acción y la acción es imprevisible. A diferencia de ciertas zonas del conocimiento, el saber sobre la praxis política no se corresponde con el del experto ni con el del científico. Mucho menos con el del técnico, pues la política no es un “arte de resolver problemas” sino una práctica de transformación social. Max Weber ha escrito notables páginas al respecto.
Tampoco es posible concebirla como algo que venga de afuera e imponga su ley. No hay normas ni “leyes de la historia” infalibles a las que apelar. La política y el saber sobre ella se traman siempre en la experiencia misma de la vida colectiva y en las formas de reflexión que esta misma experiencia suscita. Por eso la pregunta por la acción política es inescindible de una profunda comprensión sobre el presente y sobre situaciones concretas. Pero ni “el presente” ni las “situaciones concretas” pueden disolver lo que no dejaremos de llamar historia. Y memoria. Creería que estamos cerca del concepto althusseriano de coyuntura (co–juntura). Esto conlleva necesariamente una praxis y una filosofía política.
Las circunstancias actuales son de profunda gravedad. Lo grave está dado por un permanente estado de amenaza. El avance de la derecha aquí y en el mundo puede ser pensado como un signo de época. En la Argentina ha logrado mantener su capacidad de bloqueo y de incidencia en la agenda pública. En algún punto esto es efecto del macrismo. Todavía pareciera que no terminamos de asimilar el daño que ha provocado en sus cuatro años de gobierno. Este es un daño más político-cultural que económico-social ya que afecta al sentido mismo de lo que entendemos por la palabra política.
Por otro lado, mientras la humanidad sigue lidiando con una pandemia que ha destruido millones de vidas en la tierra y modificado sustancialmente nuestras condiciones de existencia, se encuentra ahora entrando en una “nueva zona de guerra”. Aquí tampoco nos pueden conformar las narraciones habituales. Desde luego las guerras pertenecen a la historia, han existido siempre. También las ha habido de liberación, y estas nos conmueven. Pero en su gran mayoría las guerras siempre han sido de conquista, saqueo y exterminio de naciones, pueblos, culturas. Esto nos convoca a la necesidad de recrear las condiciones de una política popular, ofensiva y de lucha, que pueda constituirse como una “fuerza de la no violencia”.
Porque la guerra puede tomar distintas modalidades. Y una de ellas es la deuda. Diremos que la deuda es la continuación de la guerra por otros medios. Y a la inversa, la guerra la continuación de la deuda. No sería equivocado pensar deuda y guerra como dos estrategias geopolíticas de dominación imperial y disciplinamiento social del capital a escala planetaria. Ya se ha dicho que en la Argentina el préstamo del Fondo Monetario Internacional ha sido el golpe de Estado que no pudo ocurrir de otro modo. O también, en este caso, la continuación del macrismo por otros medios. Difícil es creer que el Fondo no pretenda incidir en la política local. Esa es su misión. Como vienen insistiendo acertadamente y desde hace tiempo importantes economistas como Ricardo Aronskind y Guillermo Wierzba, la función principal del FMI desde los años setenta ha sido reestructurar la economía y las sociedades en clave neoliberal. No hay motivos para pensar que esto haya cambiado. Una vez más “la historia se repite”. Pero la historia nunca es igual a sí misma. En ocasión de un nuevo 24 de marzo, abrir una importante discusión sobre las formas de endeudamiento nacional, que pesan a su vez sobre los hombros de millones de compatriotas, podría ser el sentido promisorio de un nuevo Nunca Más.
Es posible que las formas de hacer política muchas veces no coincidan con los deseos individuales ni con las exigencias que toda coyuntura demanda. Viejo problema este, el de la de la “correlación de fuerzas”. En términos generales sitúa el problema político en una dimensión fáctica, esto es, no utópica. Supone, en primer lugar, que la política es un espacio relacional. Lo que no significa un juego de suma cero, en el que determinadas entidades preexistentes entran en relación unas con otras y donde cuando una gana, la otra pierde. Las identidades y los sujetos políticos no están ahí, ya dados; se construyen en una relación de antagonismo o enemistad. De lucha. En segundo lugar, que eso que se pone en relación son ideas, deseos, valores, intereses, poderes, voluntades, en suma, fuerzas, no del todo compatibles entre sí. Tercero, que estas fuerzas siempre están en movimiento. Son dinámicas, como el agua. Por eso subrayamos que siempre hay correlación de fuerzas. Porque las agrupaciones humanas, los partidos políticos, los movimientos sociales y los individuos luchan por realizar sus ideas, deseos, valores e intereses. De ahí que el antagonismo del que hablamos no sea una simple suciedad que pueda esconderse debajo de una alfombra sino una dimensión constitutiva de lo social. Y de lo individual. O mejor, de lo transindividual. Evidentemente estamos en el corazón del pensamiento de Gramsci. Por eso bien vale recordar que los análisis de las relaciones de fuerzas no pueden ni deben convertirse en fines por sí mismos, sino que adquieren significado en cuanto sirven para “justificar una acción práctica, una iniciativa de voluntad”.
La política es el trabajo de la voluntad. De la voluntad de uno a la voluntad de los otros. Voluntad colectiva, común. Aunque desde luego que con la voluntad no alcanza, pero “sin ella no se puede”. Porque voluntad sin poder es impotencia, pero poder sin voluntad es como un cuerpo sin alma, sin espíritu. Se vuelve mera técnica. La política popular es fuerza + voluntad. En la Argentina actual nadie mejor que Cristina Fernández de Kirchner comprende esto.
Ya hace rato se ha dicho que no son tiempos de revoluciones dando lugar así a lo que desde el norte se dio en llamar “melancolía de izquierda”. Ahora se ha dado un paso más. Ésta es una época de “moderación”, se ha dicho aquí. Pero no creemos que así lo sea. Siempre han existido “radicales” y “moderados” a lo largo de la historia. En algún punto esto remite a las cualidades personales que nutren al político. Es sabido que ellas condicionan en cierta medida buena parte de sus acciones. La rodean como un halo. Maquiavelo hizo de esto un tratado sobre las pasiones humanas, no como vicios o virtudes sino como formas de la acción política. Spinoza escribió una Ética que también puede leerse en el mismo sentido.
El problema es que el uso de la palabra “moderación” está ejerciendo la misma función que la palabra “grieta”. Se las toma como estructuras totalizantes que dan sentido a la acción en lugar de pensarlas como posibilidades que la acción puede asumir en determinadas coyunturas. Como sucedió en su momento con la palabra “grieta”, se habla de “moderación” como si con esa palabra se pudiera dar cuenta de la totalidad de un tiempo histórico. Y del pulso de un movimiento social, el peronismo, cuya historia es más bien excesiva. Si hay desigualdad la política popular no puede ser moderada. Si es así se estanca o se paraliza. Moderación se ha vuelto hoy palabra de orden, diseñada y promovida por las derechas de todo tipo. Plegarse a la agenda de lo que no creo equivocado seguir llamando bajo ese nombre, derecha, puede no solo ser un error táctico sino incluso estratégico de primer orden. En todo caso se podría discutir cuál es el mejor modo de enfrentarlas. Mi perspectiva es la de Cooke. “Un movimiento de masas o profundiza o cae”, escribió ya a mediados de los años sesenta.
El kirchnerismo no hizo la revolución, pero trastocó grados importantes de poder concentrado, inaugurando así una “nueva genealogía popular”. Este gobierno, que es nuestro gobierno, ha tenido gestos de notable empatía política. Como cuando sostuvo que “entre la economía o la vida” los argentinos elegimos la vida, o cuando impulsó la estatización de Vicentin, o cuando estableció el impuesto a las grandes fortunas. Todas estas no han sido políticas radicales, estructurales; de hecho, se han ido desvaneciendo en el aire. Pero han permitido evitar mayores descalabros y tocar, al menos por un rato, un vector emancipatorio que hoy anhelamos. Acaso la política más importante haya sido la inédita campaña de vacunación que ha salvado millones de vidas. Interesante sería, por ejemplo, avanzar de la mano del movimiento feminista, las trabajadoras y trabajadores de la economía popular y las organizaciones campesinas y ambientalistas, hacia una “economía de los cuidados” que sería una economía de los bienes comunes, es decir, no capitalista. Aquí no hay moderación. Hay política.
Así y todo, no creemos que de lo que se trate aquí sea de la alternativa entre moderación o radicalización. Ambas cosas pueden ser, como se ha dicho, tácticas políticas ante determinadas coyunturas. La virtù del político está en saber utilizar todas las posibilidades de la acción humana como herramientas o armas. Pero aquí está lo grave del asunto. Asistimos desde hace un tiempo al abandono imprudente de un modo de pensar la política como conflicto y lucha por el poder, como movilización activa y militante de una ciudadanía comprometida, como espacio público vibrante de lucha agonista, como práctica de subjetivación y transformación social. Sin estos elementos que le son constitutivos la política pierde su sentido originario.
Surge la tentación de un “Gran Acuerdo Nacional”. El discurso de la moderación podría ser funcional a ello. Nadie debería olvidar su genealogía. Bajo esta idea el general Lanusse proyectó un peronismo sin Perón. Nada más equivocado que intentar sembrar hoy un peronismo sin Cristina. Pareciera que estamos ante una encrucijada similar a la que llevó a constituir el Frente de Todos. “No hay radicalización posible si se rompe la unidad”. Esta ecuación es tan cierta como incompleta. Agreguemos lo siguiente: no hay unidad posible sin radicalización, es decir, sino se producen determinadas transformaciones culturales, económicas, sociales. ¿Acaso no se trata de esto la política? Se gobierna para todos, pero gobernar es representar intereses que por sí mismos son de una parte. La creencia en la posibilidad de conciliar valores e intereses que por su propia definición resultan incompatibles e irreconciliables, la ilusión de un consensualismo sin antagonismo, la confianza ciega en palabras como “progreso”, “desarrollo” o “capitalismo serio” son elementos fundamentales de la ideología neoliberal dominante. Decir democracia, nación o pueblo son flechas certeras al corazón de esta ideología.
Frente a esto no diría que no hay nada que hacer. Al contrario, la coyuntura argentina exige una profunda conversación pública, colectiva y democrática, que no se puede saldar con retóricas tecnocráticas salidas de algún ministerio o bajo las formas más degradadas de la cultura que van desde “debates” televisivos hasta “discusiones” entre twitteros. Ni con apuradas escrituras burocráticas, de corte ordenancista, que en lugar de interrogarse por los grandes nudos de la vida nacional y de las posibilidades de un pueblo disuelven de un plumazo, con un solo “click”, una historia densa y abigarrada, cargada de luchas populares, y también, de grandes discursos y grandes escritos.
Es tiempo ahora de recuperar la movilización que la pandemia -y no solo ella- ha desactivado. Mal haría el gobierno en no tomar nota de esto. Actuar en política implica una comprensión profunda sobre la historia de los pueblos, sus victorias y sus derrotas, sobre las posibilidades y los límites en cada momento histórico y en cada coyuntura. Pero todo esto debe hacerse manteniendo siempre abierta la interrogación democrática sobre lo que los pueblos pueden ser y hacer. “No hay vida política sin apelación al pueblo, a un pueblo”.
Desde luego para ello la unidad del campo popular es fundamental. En tanto resultado de una construcción la unidad del pueblo se vuelve un valor. Pero ella no se consigue sin autocrítica y sin una verdadera apertura a todas las fuerzas que la componen. Sin esto la unidad se vuelve una abstracción que solo sirve para legitimar una gestión de un gobierno a distancia. Es tarea colectiva el cuidado de la unidad de un frente popular. Este frente necesita más debates y no menos, más apertura y no menos, más militancia y movilización y no menos. Es en el encuentro activo entre una militancia comprometida, un pueblo movilizado y un liderazgo y una conducción capaces de potenciar la energía contenida en ellos que un movimiento popular avanza. Escuchar lo que aún late en el “subsuelo de la patria sublevada”.
La Argentina necesita en efecto de esta conversación pública ampliada, así como el gobierno precisa convocar a otros sujetos, otros lenguajes y otras racionalidades que no sean solamente de los que se nutre la tecnocracia gubernamental. Que importan sí, y mucho, pero no alcanzan. Por eso es que la unidad no se produce solo en el discurso sino en la acción. Un frente requiere unidad, pero más requiere un cuerpo heterogénero y vibrante en la producción de ideas, gestos, discursos, saberes, símbolos, acciones que le den la vitalidad que necesita. Si esto no es así el frente se seca, como una flor que no se riega, y la nación se vuelve un cuerpo sin órganos.
La política democrática y republicana tiene poco de moderada. Al contrario, conlleva algo que es del orden del exceso. De lo incalculable. De lo inmoderado, si se quiere. Esto implica volver a disputar el poder y la renta social en la Argentina para mejorar las condiciones de vida del pueblo. Para que la vida popular, la vida de las grandes mayorías, pueda ser una vida justa y digna de ser vivida. Esto demanda, lo sabemos, otro tipo de institucionalidad. Una república plebeya. Sin este exceso irreductible de poder constituyente la democracia se vacía de pueblo. Pierde su dimensión más salvaje, y por eso mismo más verdadera.
Volvamos a Maquiavelo, al que siempre es bueno volver si se quiere comprender algo del drama que implica la vida colectiva. Que en toda ciudad hay dos grandes humores contrapuestos: el de los grandes que desean dominar, y el del pueblo que desea no ser dominado y ser libre. Aquí yace acaso una verdad fundamental que ningún político puede olvidar si quiere vivir en una república libre: cuidar siempre de la felicidad del pueblo. Si se comprende esto quizá estemos a tiempo de revertir lo (in)moderado de este malestar. Quisiera creer que en estos años algo aprendimos. “Los pueblos siempre vuelven”.
Buenos Aires, 23 de marzo de 2022.
*Politólogo, profesor de filosofía y teoría política (UNAJ, UNPaz, UBA). Director de Revista Bordes. Integrante de Comuna Argentina.