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El Poder Judicial se ha organizado para proscribir el mayor exceso de la democracia argentina: el peronismo.

Por Carlos Zeta*

(para La Tecl@ Eñe)

Todo hombre que tiene poder se inclina por abusar del mismo; va hasta que encuentra límites. Para que no se pueda abusar de este hace falta que, por la disposición de las cosas, el poder detenga al poder.

Barón de Montesquieu

A los años virtuosos de principio de siglo, que sembraron un momento histórico para la Patria Grande, le sucedió un periodo de fuerte desgaste de las conquistas políticas, sociales, económicas, culturales y democráticas y una ofensiva desenfrenada contra los/as principales referentes de esa hora inolvidable. Las armas desplegadas no fueron las “clásicas” de la reacción, sino una aceitada articulación de procesos judiciales selectivos con una intensa cobertura mediática. El lawfare irrumpía de manera desembozada.

La pantalla de esta acometida se basa en una proclama con cierto olor de neutralidad política: la “lucha contra la corrupción”, aunque oculta poco y esconde mal su verdadero objetivo, que es el desestabilizar gobiernos que signaron el inicio del milenio con base en dos ejes fundamentales: la justicia social y la afirmación soberana.

El filósofo y jurista francés Charles Louis de Secondat, señor de la Brède y barón de Montesquieu, aun en plena conciencia de la manifiesta (aunque, quizá, difícilmente previsible 274 años atrás) imperfección con la que postuló la división de poderes, jamás hubiera imaginado esta deriva.

Para Montesquieu era preciso confiar la vigilancia de los tres poderes entre ellos mismos, ya que cada uno vigila, controla y detiene los excesos de los otros para impedir, por propia ambición, que alguno de ellos predomine sobre los demás. El Poder Judicial, para el señor de la Brède, debía controlar “los excesos de la democracia”.

Ese poder es hoy, en la Argentina, ninguna otra cosa que la más grande, la más fuerte y la más extendida organización criminal realmente existente. Y eso no solo y no tanto porque efectivamente es el papel que desempeña —en plena e indubitable conciencia de sus actos— sino porque lo hace en nombre de la República (esa palabrita), es decir en nombre de la “cosa oficial”, de la “cosa pública”, de “lo público”.

En fin, del “pueblo”.

El crimen es brutal, cruel, artero, impiadoso, porque lo perpetra una organización creada para protegernos, precisamente, del delito. No tener conciencia de ello nos torna tanto más indefensos/as, tanto más vulnerables, tanto más blancos móviles para que acierten el tiro con el que nunca han dejado de soñar: quebrar el espinazo de la patria que es su tradición nacional-popular, eso que nos gusta llamar peronismo.

Y es que en algo siguen al pie de la letra al jurista francés: en este sur del mundo no hay mayor exceso de la democracia que el peronismo.

En un breve texto titulado “Noticia”, que precede a la primera novela de esa pentalogía insuperable que dio en llamar La Guerra Silenciosa, Manuel Scorza escribió: “Ciertos hechos y su ubicación cronológica, ciertos nombres, han sido excepcionalmente modificados para proteger a los justos de la justicia”.

Pues bien, para eso debemos ganar la calle, una vez más: para proteger a los justos de la justicia.

Así que a arremangarse nomás. A decirles, una vez más, dónde está el pueblo. Que este, como todos los partidos difíciles de nuestra historia, se resuelve en las calles y en las plazas que es donde nos conquistamos lo que hoy está en peligro: un país.

Buenos Aires, 23 de agosto de 2022.

*Editor. Docente.

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