En la segunda entrega de “Capitalismo faccioso, vulgaridad y tensiones culturales”, Estela Grassi afirma que en la tensión entre el raciocinio y la destrucción a la que nos arrastra el actual presidente, transitará el futuro del país.
Por Estela Grassi*
(para La Tecl@ Eñe)
No es la casta, son las clases
Prestar atención a las medidas de destrucción de la política social y a aquellas misceláneas a las que acostumbra el Presidente, no es baladí si se supera la anécdota para intentar comprender en qué profundas transformaciones de la sociedad argentina se inscriben y dónde hunden sus raíces. Conocer y comprender lo que parece la convergencia de una multiplicidad de procesos en la configuración de sujetos poco proclives a la agregación solidaria y al pensamiento reflexivo, son objetivos que, por ahora, admiten más hipótesis que constataciones y explicaciones definitivas. Más, cuando se trata de procesos de largo tiempo y que involucran desde el desarrollo de las redes sociales hasta la pérdida de centralidad y legitimidad de la escuela pública como lugar de construcción de una identidad y universo cultural común; dominante y hegemónica, como fue observada, pero que llamaba a incorporarse a su dominio. Una cultura por la que se perdió el respeto sin que nada llame a ser semejantes, mientras que la diversidad se trastoca, a veces, en parcialidades.
Si las clases dominantes de la Generación del 80 establecieron la escuela común y obligatoria, los poderosos de hoy día no parece que tengan algún proyecto cultural o educativo que dé forma a un nuevo sujeto colectivo. Les basta un alguien que pueda imponer sus intereses individuales a como dé lugar, con el que se identifiquen y quieran parecerse, esos nuevos sujetos poco dados a la reflexión y al análisis. Por eso, pueden reírse o aplaudir o tolerar la vulgaridad del presidente.
En ese sentido, volver a recurrir a la historia de la formación de las clases sociales quizás empiece a ser productivo para no quedar atrapados en la figura excéntrica del Presidente, su hermana, sus perros, sus manías y sus mujeres, sino en lo que todo eso expresa de la configuración de la sociedad argentina contemporánea.
Los poderosos que rodean a Milei son un puñado de ricos muy ricos, tanto que es difícil imaginar sus vidas desde el llano de las clases medias y populares que llenaron la plaza el 24 de marzo, en defensa de la Universidad pública el 23 de abril, o que decidieron no trabajar el 9 de mayo. Ni tampoco por sus jóvenes votantes que acaso aspiran legítimamente a ganar más dinero y ser independientes. De éstas y éstos, el gobierno necesita sobre todo su pasividad, su desorganización, la inocencia esperanzada de muchos, la inmovilidad del dolor de otros tantos, o la complicidad de quienes no merecen la consideración de desprevenidos (científicos, por ejemplo, satisfechos con el desguace del CONICET[1], algunos, como se escuchó, críticos con el organismo porque “la mitad de las becas se la llevan las ciencias sociales”).
Con eso y con la fragmentación o desorientación de los partidos políticos y la mezquindad y cortoplacismo de gran parte de sus dirigentes y de los legisladores y gobernadores de provincias, le bastaría para desguazar todo lo social del Estado, que es lo mismo que hacer trizas la sociedad y, entonces, levantar ese otro Estado de los ricos más ricos, a los que no les importa la contradicción de Milei diciendo al mundo que la institución de la que es jefe, es una organización criminal, porque mientras tanto, esa clase dominante impone sus intereses, aunque “el loco” conduzca al país al vasallaje o a guerras ajenas.
Contra la posibilidad de pensar las clases sociales y su comportamiento, se impuso la idea de casta introducida por Milei y que nada tiene que ver con la dinámica y las relaciones socio-culturales y económicas en nuestra sociedad.
Las castas son estamentos sociales de diferente rango, a los que se pertenece por nacimiento y son cerrados y endogámicos (no puede haber intercambios matrimoniales entre personas de diferentes castas). Las clases sociales tienen una historia distinta, resultan, permanecen y se reconfiguran en sociedades libres de todo arraigo, pero donde la propiedad privada de los medios de producción es un valor supremo, más aún que la propia vida. No tienen ninguna justificación étnica ni trascendental, no dividen a la sociedad en estamentos demarcados, sino que su formación arraiga en historias de luchas por la posesión (de capital económico, social, cultural) y por la imposición de esos capitales como valor supremo y universal.
En su formación, también hay historias de luchas: por los medios para vivir, por el reconocimiento, por la participación en la vida social, por la seguridad, por el bienestar, por bienes instituidos como derechos, por otros sentidos de la vida en común o por otra economía. En realidad, nada está fijo y las permanentes disputas de intereses se ponen de manifiesto en los procesos y proyectos políticos, más o menos democráticos, violentos o excluyentes. Y, claro está, en las políticas del Estado.
Las clases sociales tienen, entonces, historias políticas, económicas, culturales: de disputas por recursos y poder, por el dominio y control del Estado, de los mercados, de los aparatos de producción y trasmisión de ideas y de concepciones del mundo. Que Milei busque darle al mercado un contenido trascendental a través de su propia persona como Mesías, resulta parte de esa disputa política y cultural. Que haya impuesto a la “casta” como un enemigo contra el cual combatir, a imagen y semejanza de las historias para adolescentes que cuentan las aventuras de superhéroes, es también una construcción por la que se ordena la percepción e interpretación del mundo social. Un concepto indefinido, al que cada cual llena de contenido, o le pone el rostro del enemigo a combatir (políticos, dirigentes sociales, sindicalistas, etc.)
Siendo esto así (dicho muy elementalmente) la dominación de clase (la imposición de intereses particulares y su aceptación como generales) tiene como premisa la hegemonía de una visión del mundo capaz de conformar un sentido común que la de por sentado y natural. Pero esto, a su vez, supone y necesita de la imposición de los recursos para interpretar el mundo, mediaciones por las que se ordena y se hace aprehensible la realidad. Son los términos que hilan los discursos (de políticos, expertos, de los medios y las redes, hasta los intercambios corrientes, en general).
Pero no solo se trata de la aceptación pasiva de que ese puñado de empresarios ricos tiene razón (“la ven”, en palabras del Presidente) y de que su éxito (más riqueza) y el sufrimiento de la mayoría (más pobreza, menos consumo, etc.), son necesarios. Se trata, en realidad, de una proposición que contiene una serie de categorías que se constituyen en un léxico común, que puede ser mayoritariamente compartido. Un vocabulario común en el habla del taxista, de las y los comunicadores de la televisión; presente en los posteos en las redes sociales, en las peroratas de las y los políticos, y en las conversaciones de las señoras en la feria. Palabras con las cuáles se interpreta, se hacen análisis, se generan discusiones y que, en consecuencia, encierran los debates en un único universo o paradigma de pensamiento.
Así, la categoría de casta divide a la sociedad en el conjunto social de los políticos, sindicalistas y dirigentes sociales (gerentes de la pobreza) o trabajadores del sector público (los que viven del Estado), y “la gente” (de bien). Desde la marcha universitaria, habría también una “casta de rectores y rectoras”, categorizadas así desde el Canal oficial de la LN+.
Si se presta atención, los debates se llevan en esos términos y a cada uno de ellos le van asociados rasgos presupuestos: los políticos son, como mínimo, de desconfiar; “la gente” es la gente de bien[2], según distingue el Presidente (¿bien intencionada? ¿confiada? ¿la que no sale a manifestarse por sus derechos o a reclamar por sus necesidades?). Incluso el discurso opositor incorporó el término, en cuyo caso, “ellos son la verdadera casta” (¿los actuales funcionarios? ¿los grandes empresarios?).
“Cambio” es otra palabra que no deja de usarse en ningún comentario, discusión, ni monólogo periodístico que se precie (“había que cambiar, esto no daba para más…”, aunque no se pueda responder qué de todo lo que ocurre en un país, en el Estado, en las instituciones o en la sociedad, “no daba para más”). La “libertad” viene siendo vapuleada hace tiempo y los años de pandemia ofrecen un muestrario[3]. Y “ajuste fiscal” (más o menos necesario para ordenar la economía, según un amplio abanico de economistas), se trastocó en la “motosierra” que, careciendo de sentido político-económico, describe con bastante justeza la devastación de la mano social del Estado (desde la distribución de alimentos a la baja de la distribución de libros escolares; la baja de programas como el de prevención del embarazo adolescente; las bajas en el Potenciar Trabajo; la eliminación del Fondo de Integración socio-urbana, de lo que viene a la memoria).
Hay otros vocablos, más pobres aún, pero cargados de sobre entendidos: “ñoqui” son todos los empleados públicos (“parecen empleados públicos”, les espetó una señora a los funcionarios de un banco de capitales privados porque tardaban en atenderla). Falta saber qué poder tendrá la palabra “adoctrinar”, echada a andar por el Presidente para referirse a enseñar, pensar, reflexionar, analizar, más todo lo que pasa en las aulas universitarias. La gran marcha en defensa de las universidades públicas, la creatividad desplegada por participantes de las más diversas pertenencias políticas y sociales, la reacción de docentes que comparten la ideología libertaria pero sintieron herido el reconocimiento de su función de educadores, parecen desacreditar lo que constituye un absurdo evidente.
Hasta ahora, ese léxico redefinió los problemas sociales y los problemas de la política (de aquello de lo habrían de ocuparse los gobernantes). Ni el trabajo, ni los salarios, ni los niños y niñas en condiciones de pobreza, ni las mujeres, ni los pobres en general, ni la educación. El problema quedó circunscripto al Estado como problema (sus excesivos gastos, su intervencionismo que no deja de poner obstáculos a quienes quieren progresar); el Estado que esclaviza y coarta la libertad de cada uno de hacer y, sobre todo, de decir lo que le venga en gana. Y junto con el Estado, los otros problemas resultaron ser las organizaciones sociales y la política misma y sus agentes, sobre los que pesa una larga historia de descrédito (bien ganado por algunos, extendido a “todos son iguales”), pero que, ya con el gobierno de la LLA, fueron calificados como el “nido de ratas” que pretendía frenar el famoso DNU que firmó el Ejecutivo. Freno que, de todos modos, no existió en ninguno de los otros poderes del Estado, porque ni se aprobó, ni se rechazó, ni se discutió su constitucionalidad. Por ahora, en el Senado se mantiene en discusión la Ley Bases para la “gran transformación”, que pasó sin riesgos por la Cámara de Diputados.
Particularmente, los dirigentes sociales conforman, en la interpretación dominante, una “casta” hostil al cambio, en este caso por beneficiarse con la pobreza que les permitiría apropiarse de una porción de la asistencia social y de los subsidios para proyectos sociales.
La demonización de las organizaciones colectivas de las clases trabajadoras, desde los sindicatos a las territoriales, frente a la legitimidad con que cuentan las organizaciones corporativas como la UIA, ADEBA, la Sociedad Rural, etc., como si se tratara de instituciones de bien común, constituye una representación del orden social, materialización en el pensamiento de cómo está organizado. O, en otros términos, esta distinción expresa cómo son comprendidos los intereses y necesidades de cada conjunto o clase social: ilegítimos unos; naturales e incuestionables, los otros.
Cierto que hace tiempo los sindicatos se burocratizaron y hasta algunos de sus líderes dieron el salto a hacerse empresarios o se convirtieron en ricos operadores políticos. Cierto también que algunas organizaciones sociales (sus dirigentes), cuando tuvieron oportunidad de participar de la gestión de la política social, hicieron de las áreas sociales del Estado cotos particularistas, evidentes en la ausencia de un proyecto mancomunado de política social durante el gobierno de Alberto Fernández. Pero es igualmente cierto que varios socios de las entidades empresarias arriba nombradas ocuparon los ministerios acordes con los intereses de la facción del capital representado, de manera irrefutable durante el gobierno de Mauricio Macri. Y mientras que las organizaciones y movimientos sociales tienen pocas herramientas para hacer visibles sus necesidades, las organizaciones empresarias de envergadura no necesitan manifestarse en las calles para imponer intereses del sector que representan. A la Sociedad Rural, por caso, le basta con impulsar la no liquidación de los dólares de la cosecha para doblegar a un gobierno necesitado de ellos. Muy eventualmente saca los tractores a la ruta, en nombre de un bucólico “campo”, que no comprende a los campesinos y productores de alimentos que satisfacen gran parte de las necesidades locales.
El combate (literal) a quienes demandan por alimentos produce el mayor beneplácito entre quienes festejan la vulgaridad del Presidente y de algunos congresistas, o se desinteresan por la impericia y la inacción de los funcionarios políticos, mientras se les abren oportunidades de negocios. En un posteo en la red social X Marcos Galperín dice “Es tal el placer de cortarle el curro a todos los gerentes cooperativistas de la pobreza y los piquetes que lo hacemos gratis”. Lo dice porque se habilitó a Mercado Pago, la billetera virtual de su propiedad, como entidad acreditada para el cobro de asignaciones familiares.
No son castas, son clases sociales y la confrontación es por un Estado propio que le asegure los recursos: materiales, simbólicos, ideológicos y culturales. También los del lenguaje y del conocimiento, esos que nos permiten abordar e interpretar el mundo en que vivimos. Por eso, la Universidad pública y la educación común, en general (patrimonios comunes) son jaqueadas. Porque son la contracara de un pensamiento único y totalitario, cuyos beneficiarios circunstanciales no ignoran, pero toleran, mientras hacen negocios.
El puñado de asistentes a la cena de la Fundación Libertad, cada uno de los cuales posó su elegancia -principalmente las pocas mujeres- para las fotos de La Nación, o el más reducido grupo de hombres mayores que se abrazaban al Presidente en el Hotel Llao Llao, después de escuchar sus bufonadas y peroratas ininteligibles, contrastan con la creatividad y la masividad de la marcha del 23/4.
Queda una inquietud: ¿Cómo comprender, más allá de los lugares comunes, a una sociedad que votó a un personaje tan poco racional y al conjunto de casi iletrados que prometían destruir el patrimonio común y, casi inmediatamente, moviliza a un millón de personas, de extracciones sociales diversas, pero de similar rango etario de sus supuestos votantes, en defensa de “la universidad pública”? ¿Qué transformaciones se cuecen o se han cocido para que el sistema educativo en su conjunto y el pensamiento científico, no hayan podido contrarrestar un discurso político que carece de argumentos lógicos y se sustenta en datos a todas luces, falsos?
En ese sentido, el problema no es o no está en Milei, sino en lo que lo hizo posible. Por un lado, una reducida pero poderosa clase social reactiva al Estado y a regulaciones que constriñan sus intereses inmediatos de acumulación de riquezas, encuentra la posibilidad de no tener que ajustarse a ellas y de llevar al extremo su individualismo. Pero por otro, hay algo ininteligible que parece conducir a la sociedad toda, que aceptó sus propuestas y le da crédito, a su auto destrucción. ¿Podrá contra ello la Universidad si tantos egresados participan de ambas marchas? Es decir, la que ocupó las avenidas desde el Congreso a la Plaza de Mayo en su defensa; y aquella otra sigilosa que, en su camino, puede arrasar con lo que tenemos en común. En esa tensión entre el raciocinio y la destrucción a la que arrastra un presidente demente (según sus propias declaraciones a la periodista estadounidense Bari Weiss, en estos primeros días de junio), transitará el futuro.
Por eso hay que salvar a la Universidad pública como parte del patrimonio social de este país, pero, sobre todo, como lugar de raciocinio, que aporte a pensar y recomponer lo común y lo diverso. Lo común de conjuntos que, sin perder su identidad y aspiraciones, se reconozcan (nos reconozcamos) como semejantes con derecho a una buena vida y que, a su vez, haga posible otra política, otro Estado, otra sociedad.
Referencias:
[1] El sitio Periferia. Ciencia, Tecnología, Cultura y Sociedad (nota del 21-11-2023) cita una encuesta de Presumía, realizada tras el triunfo de Milei, en noviembre de 2023. De ahí surge que, proporcionalmente, éste cosechó más votos entre “profesionales, científicos e intelectuales” (56,8%) que entre directores y gerentes (52,6%) (https://periferia.com.ar/indicios/encuestadora-57-del-sector-cientifico-profesionales-intelectuales-milei/) Consulta; 17-5-2024).
[2] Años atrás se trataba de la distinción entre planeros y la gente, a secas.
[3] Palabras vaciadas. Palabras expropiadas. https://lateclaenerevista.com/palabras-vaciadas-palabras-expropiadas-por-estela-grassi/ 01-06-2021
Buenos Aires, 10 de junio de 2024.
*Profesora e Investigadora Consulta IIGG-FCS-UBA.
2 Comments
hacer referencia a los no propensos a la reflexión que ríen y le aplauden a Milei, es típico también del público que aplaude etc. a Cristina Kirchner. recordarlo seria más correcto. Y si Estela Grassi cree que no son lo mismo, que los otros son más reflexivos, al menos debería haberlos comparado a ambos públicos. Pero eso creo que le arruinaría la tesis.
Excelente nota, invita a la reflexión acerca de la verdadera disputa en curso, que la figura de Milei a fuerza de excentricidades hace perder de vista.