Un repaso, un balance, una interrogación ante el presente, un pronunciamiento ante la perplejidad.
Por Nicolás Prividera
¿Por qué la repetida sorpresa, entonces, ante este sostenido avance de las sombras? ¿En qué momento el campo intelectual (no digamos ya el político) dejó de comprender el presente? Permítanme una vez más una respuesta algo personal, si no generacional. Porque acaso hasta quienes tienen apenas treinta años pertenecen aún al siglo en que fueron alumbrados, que parece ya tan lejos de este, mientras que un nacido en los 70, como quien esto escribe, parece tener más cosas en común con sus abuelos que con sus hijos, pues el mundo en que creció ya no existe.
Peor aun, pues, para quien no sólo nació al filo de ese cambio de época sino que lleva su estigma en el cuerpo: un hijo (de desaparecidos) de los 70 tuvo conciencia, aunque fuera infantil, de ese mundo resquebrajado. Vivimos luego una democracia que ya renacía vencida, aunque no lo supiéramos entonces, tras ese quiebre violento de la última ilusión revolucionaria. Cumplimos veinte años en los 90, siendo apenas (y a penas) la zona crítica de una generación que asumía su anomia sin culpas, casi gozosamente. El 2001 nos encontró llegando a una madurez dislocada, que no pudo sino tomar los años que siguieron como una suerte de paz reconquistada, pese a una “grieta” que aún no se abría dejando ver el abismo en que nos encontra(ba)mos.
Tal vez por eso no tuvimos crisis de los 40, y en cambio apenas pasamos los 50 el mundo se nos vino otra vez encima, junto con el pasado que vuelve porque –como escribió Faulkner– the past is never dead, it’s not even past. Acaso nunca el pasado está tan en juego como el futuro, en estas elecciones al cumplirse 40 años de democracia. ¿Asisti(re)mos así al retorno de los 90 pero sin fiesta, o de los 70 sin marchas militares? Pero nosotros, que siempre nos sentimos Hamlets, ya estamos demasiado grandes para este repetido out of joint de nuestro tiempo.
No hay excusa sin embargo para el arte, que debería haberlo presentido pero casi no lo registró, salvo de modo lateral o inconsciente, como el cine alemán de los años 20 del siglo pasado. Mirando atrás, no puedo sino exponer mis propias películas como un diario del porvenir, que quedarán como testimonio de esa incertidumbre (consustancial a cualquier hombre en su tiempo, como asumió hasta Marx): tres largometrajes realizados durante los últimos 20 años, que pueden ser vistos como un llamado de atención sobre los problemas de la memoria (política, histórica y social).
M (filmada durante 2004) fue hecha desde la posibilidad que se abría de nuevos juicios sobre el pasado, con la esperanza de que no sólo fueran a darse en el ámbito judicial sino en público. Era la época del tardío debate provocado por el “No matarás” de Oscar del Barco, y yo sentía que era la última oportunidad de dar cuenta de los 70 (a treinta años ya, y en condiciones políticas para que esa discusión no fuese capitalizada por un revisionismo reaccionario, que no había dejado de existir aunque no tuviera la desembozada exposición de la que goza hoy). Pero entre la repetida demanda de “no hacerle el juego a la derecha” y el desubicado acercamiento de los organismos de DDHH al Estado que debían controlar, pronto fue evidente que esa posibilidad había sido clausurada (M fue la última película que hizo preguntas ríspidas sobre lo que Nicolás Casullo llamó “las cuestiones” heredadas de los 70). Un par de décadas después nos encontramos con que los candidatos de extrema derecha (que amplían el espectro neoliberal que la dictadura liberó, y la Argentina volvió a parir en 2015 luego de su reencarnación peronista en 1989) buscan hacer del “revisionismo” de derecha un asunto central para su curiosa pedagogía (anti)estatal.
Para muchos estas elecciones marcan el final de esa etapa abierta en 2003, que no se llamó “kirchnerismo” hasta que generó su “anti” en 2008, durante el enfrentamiento con el llamado “campo” (nombre vacío para el antipopulismo, que retorna siempre como encarnación de un falso republicanismo envuelto en banderas argentinas). Esa etapa ya era contexto consciente en Tierra de los padres (2011), que a pesar de su circular pesimismo no dejaba de albergar el optimismo de creer que ese resucitado pedido de sangre estaba mayormente confinado a los discursos. En 2022 (diez años después de su estreno, un año antes de esta nueva elección presidencial), tuvo lugar el intento de magnicidio contra Cristina Kirchner, que hizo evidente que los consensos democráticos en torno a la violencia política estaban rotos, aunque las multitudes acudieran al mismo tiempo a ver Argentina, 1985.
Unos años antes, el epílogo de Adiós a la memoria explicitaba que la peste podía regresar, pero lo pensaba en términos más cercanos a los años 90, tal como los había revivido el gobierno de Macri. Lo radicalmente nuevo esta vez es el avance desembozado de las líneas más duras de las “nuevas” derechas, que antes ocultaban su rostro y sus intenciones (en 2015 el macrismo ganó prometiendo “no tocar” lo que era percibido como conquista, mientras que la campaña 2023 se basa en quién promete más destrucción). No sólo ya no mienten (como Menem y Macri), sino que empiezan a reconocerse “de derecha” sin vergüenzas, en una lucha interna por ocupar más radicalmente ese espacio (hasta la impostada sorpresa ante el avance de los discursos reivindicatorios de la dictadura, que vienen habilitando hace años con su ataque al “curro de los derechos humanos”).
Frente a esto, sólo quedaría aguzar la imaginación, política y estética, como pedía Benjamin frente al avance del fascismo: en vez de estetizar la política (como no ha dejado de suceder desde entonces) politizar la estética. ¿Pero podremos hacer lo que no supimos hacer ya en los 90? Uso el “nosotros inclusivo” por caballerosidad: algunos al menos lo intentamos, pero el cine –si podemos volver ingenuamente a él– sólo supo dar cuenta de la crisis casi con su estallido: no supo preverla, y menos hacerle frente. Y ahora, cuando la hora es más grave, las pocas respuestas (políticas, casi nunca estéticas) son tardías y confusas. Ni siquiera los críticos parecen entender el pasado reciente, no digamos ya el futuro en ciernes (frente al que cuesta imaginar al menos una réplica, como la que tuvo la mejor parte del cine brasileño ante Bolsonaro).
Con base en una actividad desarrollada a fines de 2001 y publicado como libro a fines de 2003, en otro momento clave (primer año de lo que de nuevo sería llamado “kirchnerismo”), Imágenes de los noventa reunía miradas intelectuales a partir de ciertas películas (Adrián Gorelik elegía Mala época, Beatriz Sarlo Silvia Prieto, etc). Gorelik terminaba sugiriendo que la película “permite ver que ocurre en un marco institucional como el nuestro, de tradición de fuerte estatalismo, cuando el Estado se desmantela: lo que queda no son los círculos virtuosos del asociacionismo, librado del peso ominoso de lo estatal, sino una sociedad atomizada en una multiplicidad de demandas encontradas, incapaz de reflexionar sobre el ‘bien común’ y de actuar en consecuencia, aun cuando de eso dependa la subsistencia del todo como sociedad nacional”. Parece una descripción de lo que aún nos aguarda, veinte años después.
*Este texto fue publicado por el autor en su blog personal: Con los ojos abiertos http://www.conlosojosabiertos.com/34859-2/
Nicolás Prividera. Egresado de Ciencias de la Comunicación (UBA) y la Escuela Nacional de Experimentación y Realización Cinematográfica (ENERC). Ha dirigido tres largometrajes: M (2007), Tierra de los padres (2011) y Adiós a la memoria (2020), obteniendo los premios a mejor guion y mejor película latinoamericana en el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, y el Runner Up Prize en el Festival Internacional de Cine Documental de Yamagata (Japón), entre otros. Es también autor de los libros Restos de restos (2011), El país del cine. Para una historia política del Nuevo Cine Argentino (2014), Otro país. Muerte y transfiguración del Nuevo Cine Argentino (2020) y Cine documental. La pasión de lo real (2021).