¿Resulta acertado asumir a las “nuevas derechas” como uno de los tantos participantes del juego democrático, del litigio político, de la batalla cultural? ¿Acaso no estamos transitando un verdadero “instante de peligro” en que todas las garantías de la convivencia democrática se hallan amenazadas? ¿Son comparables las prácticas fascistas del siglo XX con el despliegue agresivo y virulento de las actuales huestes reaccionarias? Claudio Véliz intenta abordar estos y otros interrogantes en el presente artículo, reivindicando la importancia de las categorías teóricas como corolario de decisiones ético-políticas.
Por Claudio Véliz*
(para La Tecl@ Eñe)
A la memoria invencible de Horacio González, el maestro de todxs nosotrxs
La derecha nos da golpes de Estado, nos persigue, nos desaparece, nos mata, se apropia de nuestros hijos e hijas. Y sin embargo nosotros y nosotras seguimos haciendo el amor, y llevándolo como bandera a la victoria.
María Fernanda Ruiz (colaboradora de Evo Morales durante su exilio en Argentina)
Neoliberalismo: el grado cero de la democracia
En un artículo publicado por el diario Página/12 (1), nuestro querido Horacio González reflexionaba sobre “los aires imprecisos” y la “zona ambigua” a que nos remite la expresión neofascismo y, particularmente, sobre la utilización del prefijo “neo”. De todos modos, luego de estos reparos categoriales, no duda en asociar al macrismo con un “corte” o “salto definitivo” que inaugura “una oscura política pulsional, exacerbando al individuo aislado como un átomo regido por un nuevo tipo de legalidad represiva”. El macrismo –afirma– funda una nueva concepción de la ley “encarnada por el Carro Blindado Antipiquete con Cañón Hidrante”; un artefacto que concibe a la Constitución como su harapo, su estropajo. En este carro espectral –concluye– “viajan los voceros escogidos (…) del neofascismo liberal macrista”. No quisiéramos polemizar aquí sobre la pertinencia del sustantivo “macrismo” para aludir a una nueva modalidad de las prácticas y los discursos autoritarios y conservadores más o menos maquillados por la estética new age. Sí nos interesa ensayar una genealogía que nos permita cierta aproximación cognitiva a una sucesión de episodios recientes que, aun en el marco de dicha “organización epistémica”, no dejan de resultarnos sorprendentes. A pesar de la predisposición excesivamente respetuosa, dialoguista y moderada de un gobierno elegido en primera vuelta, venimos asistiendo a una inédita reacción de los sectores dominantes cuyos ribetes autoritarios se han tornado cada vez más agresivos: convocatorias a la desobediencia civil, llamados a la rebelión fiscal, amenazas explícitas frente a cualquier rumor de un mayor control estatal sobre la renta extraordinaria, incumplimiento de los oligopolios comunicacionales ante la decisión de convertir sus negocios en un “servicio público esencial ”, resistencia “jurídica” de los multimillonarios afectados por el aporte “solidario”, avanzada del aparato judicial tanto para reafirmar y consolidar las prácticas de lawfare como para consagrar la impunidad de los gravísimos delitos cometidos por funcionarios macristas, denuncias contra el Presidente por envenenamiento y sobornos, y un sinfín de episodios, desafíos y desvaríos que se orientan en la misma dirección.
Tal como hemos afirmado en artículos anteriores, ese engendro impiadoso bautizado como “neoliberalismo” por sus promotores, ensayó sus primeros arrebatos durante la década del 30 del siglo pasado. Por entonces, su área de influencia estuvo limitada a ciertas sectas, coloquios, sociedades secretas o cenáculos universitarios. Tal como lo habían comprendido sus más conspicuos defensores (Mises, Hayek, Friedman), el sesgo decididamente antipopular de sus recetas (apertura comercial, ajuste fiscal, privatizaciones, flexibilización laboral, liberalización de los flujos mercantiles, endeudamiento externo, precarización del trabajo, etc.) y la impronta agresiva y excluyente de su proyecto apropiador, exigían la “contribución” de modelos autoritarios/reaccionarios (como los de Reagan y Thatcher) o bien de violencias genocidas (como las de Pinochet o Videla). De lo que se trataba, en cualquier caso, era de aniquilar los vestigios, apenas perceptibles, de las democracias convalecientes ante el avance arrollador del capitalismo. También hemos aprendido (y valga la oportunidad para subrayarlo aquí) que la igualdad intrínseca a la democracia jamás podría resultar compatible con la desigualdad inherente al capitalismo (abundan los trabajos de investigadores y politólogos que han procurado demostrar el desvarío consistente en conjugar dos prácticas incompatibles). De todos modos, tal como afirma el sociólogo portugués Boaventura De Sousa Santos, si el fascismo representa el grado cero de dicho ensamble, los Estados de Bienestar europeos, en el otro extremo, lograron el mayor nivel de imbricación entre capitalismo y democracia durante los denominados “treinta años gloriosos”. Hubo que esperar hasta el último cuarto del siglo XX para que este delicado experimento estallara en mil pedazos y aquella contradicción volviera a resultar (literalmente) invivible. Ya alcanzaba a divisarse ese horizonte pergeñado, con absoluta obscenidad y desfachatez, por los adalides de la ortodoxia y el monetarismo radical. Sin embargo, estos pacientes conspiradores, jamás llegaron a imaginar (ni durante la paranoia sectaria de los años 30, ni durante el derrumbe del sistema bienestarista de los 70) que en los albores del presente siglo, su trabajo propagandístico se toparía con incondicionales y poderosos aliados: la “industria cultural”, los oligopolios mediáticos, ciertas filosofías posmodernas, las mafias judiciales y las tecnologías digitales.
Un sadismo demasiado ortodoxo
Creemos pertinente designar a la actual etapa del neoliberalismo (2) como neofascista (sin que ello signifique excluir otras categorizaciones igualmente pertinentes: digital, semiótico, anarcofinanciero, posverdadero… El actual fascismo liberal despliega una modalidad de las prácticas sociales sustentada en la construcción y demonización de enemigos/chivos expiatorios que resultarán estigmatizados, perseguidos, encarcelados o aniquilados, es decir, desplazados hasta dejarlos “fuera de combate” (los fascismos del siglo XX ya habían abusado de dicha estrategia); pero su novedad reside en que dicho cóctel explosivo de miedo, odio y sadismo se complementa con la defensa incondicional de las recetas ortodoxas, las políticas monetaristas y los diseños mercadocéntricos del liberalismo noventista (quizá, los casos de Macri, Bolsonaro, Duque, Piñera y Lenin Moreno sean los más significativos de nuestra región). Muchos intelectuales, politólogos e investigadores han reparado en esta sintomática y novedosa conjunción. Entre ellos, Jorge Alemán suele refutar la idea de un “populismo de derecha” (Laclau) debido a que las nuevas derechas europeas y/o la norteamericana, muy lejos de articular las “demandas” de los sectores plebeyos/vulnerados, prefieren las alianzas con el capital concentrado; por consiguiente, más allá de su mayor o menor apego a la ortodoxia clásica, lo que sí articulan son las prácticas fascistas con los requerimientos del capital. Para Judith Butler, el neoliberalismo convierte a los sujetos precarios que produce en una amenaza para el dominio público; de este modo, la contracara de la “precarización estructural”, la supresión de servicios sociales y la desesperanza generalizada, es la defensa ideológica de la responsabilidad individual y empresarial que podríamos traducir como la “obligación” de maximizar el éxito mercantil. Ezequiel Adamovsky, por su parte, considera que el liberalismo argentino en tanto ideología que moldeó nuestro sentido común, siempre se hubo ocupado de señalar supuestos enemigos internos a quienes se debería erradicar como requisito para alcanzar la felicidad colectiva (3); sin embargo –afirma–, esta práctica se ha tornado mucho más peligrosa a partir de la asunción de Mauricio Macri ya que por entonces, desde el Estado mismo (y desde todos sus satélites mediáticos) se lanzó una campaña de agresión contra una multiplicidad de “enemigos internos”, hábilmente coronada por la despolitización y el embrutecimiento del debate colectivo. Adamovsky recupera la categoría de neofascismo utilizada por Gilles Deleuze para caracterizar a esa suerte de “alianza mundial” que organiza esos “pequeños miedos” y esas “pequeñas angustias” que nos convierten en microfascistas siempre dispuestos a sofocar el mínimo gesto discordante. Este entramado se conjuga a la perfección con el aislamiento individual y el ensimismamiento a que nos someten las lógicas mercantiles. Étienne Balibar considera que el barniz nacional-proteccionista de ciertas derechas no es más que el síntoma de un edificio que se derrumba: el proyecto político y cultural de occidente. Trump es el resultado –sostiene– de un eficaz aprovechamiento de la ira “popular” en tanto corolario de los daños económicos, sociales y morales ocasionados por el capitalismo neoliberal. Precisamente por ello, este filósofo francés propone renunciar a una categoría como la de “populismo” por tratarse de un formulismo capaz de abrigar discursos de derecha e izquierda: el nacionalismo xenófobo (fascista) y la inclusión (democrática) de las vidas precarias constituyen dos alternativas opuestas, no asimilables ni amalgamables. La contracara de la desregulación del capitalismo financiero es la explosión de la precariedad social y, por lo tanto, la negación de la democracia (la des-democratización). Democratizar, por el contrario, supone reinventar una ciudadanía activa, alentar la participación popular, instaurar el “conflicto civil” con el objeto de instalar un contrapeso para “el poder del dinero, de la tecnología y de la herencia” (4). Ricardo Forster también considera que el liberalismo, cada vez que accedió al poder, no solo se ocupó de “reconducir la riqueza hacia sus verdaderos dueños” sino que no dudó en utilizar los mecanismos perversos del golpismo y el terrorismo de Estado. Por esta razón, en tiempos de “revoluciones de la alegría” y gestos cool, era necesario aniquilar la historia, despolitizar la gestión y silenciar las complicidades con las múltiples y repetidas violencias contra las mayorías. El macrismo “se presentó” en sociedad como una fuerza nueva, incontaminada, ajena a la política (un “mal” innecesario) y deseosa de “mirar al futuro” (siniestro eufemismo para “enterrar el pasado”), y justamente por eso no solo debió emprenderla contra una historia preñada de símbolos, memorias y “estructuras de sentimiento”, sino que también necesitaba utilizar dicha mascarada para eclipsar las diversas dimensiones y modalidades de sus violencias (5).
Se equivocan (ingenua o interesadamente) quienes afirman que en tiempos de capitalismo semiótico, ingeniería algorítmica y servidumbres “libertarias”, el capital concentrado no necesita utilizar recursos absolutamente antidemocráticos relacionados con la violencia, la coacción, la persecución, la suspensión de derechos y garantías constitucionales, la demonización y/o la estigmatización de “enemigos peligrosos” (el estado de excepción tal como lo concibieron Schmitt, Benjamin o Agamben, más allá de sus discrepancias). Nos basta con revisar la historia reciente de Nuestra América para hallar una infinidad de prácticas y discursos condenatorios de los gobiernos populares que intentaron producir un quiebre en la pretendidamente invencible dinámica del capital financiero-buitre. El lawfare constituyó la principal herramienta de disciplinamiento y castigo (ilegal e ilegítima) dirigida a los funcionarios, sindicalistas y militantes que se atrevieron a intervenir (legal y legítimamente) en los negocios privados y fraudulentos de la gran burguesía y del capital financiero. Si el neoliberalismo del siglo XXI puede ser perfectamente designado como neofascista es, justamente, porque ha diseñado una temible maquinaria destinada a pulverizar a sus adversarios/enemigos políticos como condición indispensable para consolidar el saqueo. A juzgar por lo efectivamente acontecido, podríamos concluir que la arquitectura mediática-digital-semiótica no solo se ocupó de producir subjetividades ensimismadas, emprendedoras, autogestivas, antipolíticas e insolidarias, sino que también debió producir/instituir a los culpables del malestar: populistas, beneficiarios de planes y subsidios, vendedores ambulantes, mapuches, etc. En Argentina, los medios y las redes promovieron, alentaron y consolidaron, de un modo incesante, una práctica decididamente fascista consistente en instaurar un “odio militante” contra kukas, vagos, planeros, villeros, negros, peronistas. He aquí el pasaje –insistimos con este tema– desde (aquello que Ernesto Laclau y Chantal Mouffe designaban como) la “lógica adversarial agonista” (fundamento del conflicto social y de su tratamiento democrático), hacia la fórmula schmittiana “amigo-enemigo” que solo contempla la construcción del adversario como un enemigo temible que debe ser aborrecido, perseguido, encarcelado e incluso, aniquilado.
El neofascismo en Argentina
En nuestro país, la derecha pro-radical ha venido desplegando una modalidad de intervención sumamente agresiva al menos desde que se constituyó como oposición virulenta al gobierno de Cristina Fernández de Kirchner, tras la fallida Resolución 125. Pero si nos limitamos a realizar un (incompleto) inventario de su gestión a partir de diciembre de 2015, podemos arribar a un diagnóstico adecuado: rehabilitaron los desfiles militares en las fechas patrias; encubrieron crímenes de las fuerzas de seguridad (los casos de Santiago Maldonado y Rafael Nahuel son apenas los más resonantes); celebraron el asesinato policial por la espalda; invitaron a la civilidad a armarse y justificaron los linchamientos; demoraron las causas contra genocidas; alentaron el fallido 2 x 1; crearon una “mesa judicial” para perseguir, encarcelar, disciplinar, extorsionar y espiar a rebeldes y opositores; pusieron la “inteligencia” oficial al servicio del lawfare; convirtieron en una cloaca burocrática y arbitraria a los tribunales federales; organizaron una cacería circense y “sacrificial” contra exfuncionarios, que incluyó la exhibición “medieval” de sus cuerpos semidesnudos; reprimieron a los jubilados; persiguieron y estigmatizaron a docentes, científicos, delegados gremiales y abogados laboralistas; demonizaron a los migrantes de países limítrofes; decidieron por decreto la designación y traslado de jueces; espiaron las redes sociales para despedir empleados públicos con “ideologías populistas”; persiguieron y censuraron periodistas; crearon un ejército de trolls financiados con dinero del Estado dedicado a manipular información, difundir falsas noticias y alentar el odio contra los K; ocultaron información sobre el paradero del submarino hundido y espiaron a los familiares de los tripulantes desaparecidos; expresaron abiertamente su desprecio por la educación y la salud públicas; exhibieron sin reparos su desdén por “lo común”, su terror frente a la política, su fastidio ante la defensa sindical de los trabajadores, su odio hacia lo plebeyo, su náusea frente a todo lo que “oliera a pueblo”.
Para colmo, lejos de morigerar sus gestos elitistas, sus prejuicios racistas y sus valoraciones profundamente antidemocráticas luego de perder las elecciones de 2019, no han hecho más que incrementar la agresividad antipopular. El “poder residual” del que actualmente disponen sustentado en el aparato judicial, los resabios de la “inteligencia”, sus representantes en ambas cámaras, las corporaciones empresarias y, por sobre todas esas cosas, la casi totalidad del sistema mediático, les permite continuar operando desde los “sótanos de la democracia”. En la actual coyuntura (también) eligieron defender abiertamente a los sectores del capital concentrado en nombre de la sagrada “propiedad privada” que el gobierno de Alberto Fernández vendría a expropiar. Organizaron numerosas marchas, protestas, movilizaciones y cacerolazos donde abundaron consignas violentas que incluyeron la reivindicación del genocidio; calificaron a los cuidados como dictadura/infectadura; obstaculizaron la actividad parlamentaria excusándose en las dificultades de la virtualidad; alentaron un motín policial (aun el que tuvo lugar en el domicilio personal del gobernador bonaerense); manifestaron explícitamente sus deseos de matar o de “ver muerta” a la actual vicepresidenta y convocaron a concentrarse en su domicilio personal; golpearon a periodistas y dañaron sus instrumentos de trabajo; propusieron fusilar a políticos y sindicalistas; invitaron a los ciudadanos a no aplicarse una vacuna comunista y vociferaron que la ANMAT fue colonizada por La Cámpora. Claro que todas estas acciones, invariablemente, incluían la portación de una bandera argentina y la repetición ensordecedora de las consignas: “libertad” y “república”. Hasta ahora, ninguna de estas diatribas delirantes (repetidas insistentemente en todas y cada una de las manifestaciones opositoras) recibió el repudio explícito de quienes convocaron a las sucesivas protestas cuyo carácter “espontáneo y pacífico” ha sido defendido con uñas y dientes por los más encumbrados representantes de la segunda Alianza.
El investigador Daniel Feierstein, publicó un libro sobre la persistencia de las prácticas fascistas en la Argentina de los últimos años (6). Se propuso demostrar que “el macrismo” y cierto periodismo afín de “odiadores altisonantes” (a los que se suman algunas figuras políticas aisladas pertenecientes a otros espacios políticos) son los grandes impulsores de prácticas y discursos obsesionados en “utilizar expresiones xenófobas, discriminatorias o punitivistas y alentar reacciones sociales que puedan dirigir el odio social y las frustraciones económicas” hacia inmigrantes, sindicalistas, organizaciones de derechos humanos, desocupados, pueblos originarios o receptores de planes sociales. Aun cuando las necesidades históricas, las organizaciones partidarias, el concierto de libertades individuales y los contextos socioculturales resulten diferentes, “prácticas sociales estructuralmente similares” resultan herramientas potentes para resolver problemáticas vinculadas con las exigencias de los sectores dominantes. Más allá de las muchas diferencias con los fascismos del siglo XX, “la reemergencia fascista contemporánea –dice– podría constituir un modo (…) de reconfigurar una hegemonía que se vuelve compleja para el liberalismo contemporáneo en lo que hace a la posibilidad de sostener apoyos masivos dentro de un régimen representativo y sin apelar al fraude”. En las antípodas de las estrategias desmovilizadoras de las dictaduras latinoamericanas, las prácticas fascistas procuran movilizar el odio, el racismo y la tilinguería de las capas medias que ven una seria amenaza en los reclamos y las demandas de la movilización popular. Más que una respuesta contra el ascenso de las luchas sociales, el fascismo se empeña en profundizar las condiciones de opresión que sucedieron a las derrotas de los movimientos contra-hegemónicos. Podríamos pensarlo, entonces, como la “realización de la victoria” de los sectores dominantes que se asientan sobre la derrota de los pueblos y las políticas populares. Y para “realizar la victoria”, el fascismo (aliado del capital concentrado) necesita(ba) destruir todas las organizaciones de la clase obrera y de los movimientos revolucionarios: partidos, sindicatos, organizaciones de base, y cualquier forma de articulación de solidaridades comunitarias. Es esta marca indeleble de las prácticas fascistas la que nos permite comprender las muchas similitudes y afinidades entre los procesos del siglo XX y la suerte de los movimientos democrático-populares del siglo XXI.
Las categorías teóricas como elecciones ético-políticas
Si el fascismo y sus derivas en el siglo XXI representan el “grado cero” de la democracia, es decir, la imposibilidad de su articulación con las prácticas igualitaristas e inclusivas y con el protagonismo popular (sus enemigos declarados), considerar “democráticos” a los gobiernos que vinieron a “realizar la victoria” del capital concentrado (un ostensible oxímoron) constituye un gesto tan peligroso como irresponsable. Tal como afirmaba el filósofo francés Louis Althusser respecto de las lecturas/interpretaciones, la elección de las categorías (y de los problemas teóricos) no es neutral; por consiguiente, debiéramos asumir nuestro sesgo culpable a la hora de elaborar juicios críticos respecto de un tema, problema o acontecimiento. Se trata menos de “tener razón” respecto de su pertinencia que de asumir un posicionamiento ético-político que irremediablemente nos sitúa más lejos o más cerca del peligro; que decide si estamos más o menos próximos a resultar heridos por el trípode económico-mediático-judicial de los sectores dominantes. Sin embargo, no renunciamos ni un ápice al combate teórico (ninguna otra cosa hemos ensayado en estas páginas) que nos ha permitido aseverar la existencia de vínculos persistentes e ineludibles entre los vaivenes del capital y las prácticas (neo)fascistas de esta “nueva derecha” (7). Esperamos haber insinuado un tímido aporte a una discusión acuciante y necesaria e invitamos a los lectores a enriquecer, refutar y/o completar estas urgentes parrafadas.
Referencias
(1) https://www.pagina12.com.ar/32499-neofascismos-liberales
(2) Por el momento no abordaremos la cuestión de si el neoliberalismo está atravesando una etapa de desgaste, agotamiento o incluso de derrumbe, al menos en lo que respecta a los obstáculos que encuentra para continuar desplegando su ortodoxia. En cualquier caso, no existen demasiados atisbos para suponer que el corolario de dicho “cansancio” pueda contribuir a la emergencia de una nueva modalidad de organización social más igualitaria.
(3) http://revistaanfibia.com/ensayo/que-hacer-con-microfascismo
(4) Balibar, E. (2017): “La democracia jaqueada por el neoliberalismo”, en AAVV: Neofascismo. De Trump a la extrema derecha europea, Capital Intelectual, Bs. As.
(5) Forster, R. (2019): La sociedad invernadero, Akal, Bs. As.
(6) Feierstein, D (2019): La construcción del enano fascista. Los usos del odio como estrategia política en Argentina, Capital Intelectual, Bs. As.
(7) Cuando decimos “nueva” nos referimos a una derecha que, por un lado, reivindica la mercadocracia, y por el otro abandona los lenguajes y las discusiones políticas para abrazar una ignorancia militante, agresiva y virulenta aferrada a fórmulas y eslóganes disparatados.
Avellaneda, 16 de julio de 2021.
* Claudio Véliz es sociólogo, docente e investigador de la UBA, el CONICET y la UNDAV
1 Comment
Pienso que ha sido un duro golpe psicológico la derrota cultural latinoamericana a partir del 2015. Desde entonces no se pudo articular fuerzas para contrarrestar la andanada neoliberal y fascista. Y con la llegada de la pandemia no solo los cuerpos individuales se quebraron, sino también los sociales, combo difícil de generar anticuerpos cuando el bombardeo es violento, y el consumo de información y noticias se absorbe mansamente como el soma de «Un mundo feliz»…Y si en un primer momento se supuso que la resistencia podía estar en la redes sociales, no hubo más que infectar estas con un bombardeo incesante para que el laberinto se volviese más kafkiano…Con los Estados asaltados y sus aparatos ideológicos inoculados de pus, el futuro con calles llenas de resistencia y sed de revoluciones parece poco probable, salvo que vuelvan a tronar los gritos en las paredes de las ciudades…Va este abrazo estimado Claudio, con el respeto intelectual de siempre…