A partir del auto de procesamiento que la jueza Sandra Arroyo Salgado dictó contra Alesia Abaigar y Eva Mieri por esparcir estiércol en la puerta de la casa del diputado José Luis Espert, Daniel Feierstein analiza el uso que la jueza le dió al concepto de «otredad negativa», autoría del sociólogo, que a diferencia de lo imputado a los militantes políticos como hechos graves de violencia agravados por el contexto social y político, han tenido a importantes representantes de los otros dos poderes del Estado más cerca del rol de victimarios que del de víctimas.
Por Daniel Feierstein*
(para La Tecl@ Eñe)
La semana pasada se conoció el auto de procesamiento de la jueza Sandra Arroyo Salgado contra un conjunto de militantes políticos detenidos por esparcir estiércol en la vereda de la casa del diputado José Luis Espert junto a un pasacalle con la pintada “Acá vive la mierda de Espert” y volantes con la inscripción “Espert sos una mierda, con Cristina no se jode”.
El auto de procesamiento buscaba justificar la detención en una celda de máxima seguridad de dos de las imputadas (Alesia Abaigar y Eva Mieri), por resultar exagerado en relación a la gravedad de la ofensa (una serie de contravenciones de mal gusto, pero poca gravedad). Para ello, se intenta enmarcar los hechos en un contexto de mayor importancia.
La jueza lleva a cabo un análisis sobre la situación política argentina e incluye y cita allí un concepto de mi autoría, el de «construcción de la otredad negativa», elaborado como el primer momento del análisis de las prácticas sociales genocidas a lo largo de algunas de sus diversas experiencias históricas en la modernidad.
Creo que resulta un ejercicio útil examinar el tipo de utilización de este concepto en el auto de procesamiento para contrastarlo con la efectiva presencia de formas de construcción de otredad negativa en la sociedad argentina, ya que otorga a todo el análisis un carácter perverso.
El auto de procesamiento plantea que «la naturaleza de los hechos aquí investigados amplifica el deber de valorarlos en el contexto social, político y judicial en que los mismos fueron realizados (…) pues sabido es que el derecho no existe en el vacío. Las normas jurídicas, en general, y el derecho penal, en particular, se aplican a situaciones concretas y esas situaciones solo se entienden plenamente si consideramos el modo, tiempo y lugar en que la conducta humana fue ejecutada con más las circunstancias sociales, culturales y personales vigentes al momento de los hechos. El contexto explica y da sentido a las conductas. Un mismo acto puede tener significados jurídicos distintos según la coyuntura en que es realizado.”.
El análisis es impecable (la necesidad de ubicar los hechos siempre en su contexto). El problema es qué contextos se incluyen y qué contextos se ignoran.
Sigue el auto:
«No puedo soslayar que, si bien no es una novedad que el ánimo social de nuestro país viene siendo históricamente tenso y polarizado, lamentablemente en los últimos años ese fenómeno se ha incrementado exponencialmente y -tal como ocurrió en otras oportunidades- los niveles de virulencia discursiva se exacerbaron aún más en el último mes, lo que se tradujo luego en la toma de acciones directas de violencia explícita por parte de distintos actores de la sociedad civil y pública.”
Y agrega:
«Desde las interrupciones del orden constitucional en el siglo XX, pasando por los años del terrorismo de Estado y la violencia insurgente, hasta las prácticas contemporáneas de intimidación y señalamiento público, las etapas más oscuras de nuestra historia han comenzado con la naturalización del lenguaje del odio y la acción directa contra símbolos institucionales.»
Allí incluye mi cita, sosteniendo que
“Sobre este aspecto, hay bibliografía que sintetiza este proceso en el concepto de ‘construcción de una otredad negativa’. A lo cual agrega que «Los discursos que incitan a la violencia, la desobediencia civil sistemática, o la anulación del otro por pensar diferente, terminan configurando un caldo de cultivo para hechos como los que aquí se investigan, y que no siempre se agotan allí”.
El análisis resulta correcto tanto en términos abstractos como en relación al peligroso aumento de las formas de estigmatización en la sociedad argentina durante los últimos años.
Sin embargo, la cuestión más relevante sería evaluar, por una parte, de dónde han surgido las mayores estigmatizaciones, insultos y amenazas en el período que analiza el fallo. Por otra parte, también resulta útil preguntarse con qué historia de transformación de esas estigmatizaciones en agresión y hostigamiento directo cuenta nuestro país, esto es, quiénes han pasado del discurso a la acción de hostigamiento violento, cuándo, cómo y contra quiénes. Por último, tiene gran importancia conocer qué relación tienen los distintos grupos que podrían llevar a cabo actos de estigmatización con el aparato estatal y con la capacidad de ejercicio de violencia punitiva, lo cual permite evaluar la gravedad de cada uno de los peligros. Es en la ignorancia de estos tres niveles fundamentales de análisis en los que el auto de procesamiento produce su consecuencia perversa, al trocar los roles de víctimas y victimarios.
Veámoslo en mayor profundidad.
Las formas de estigmatización en la Argentina contemporánea
Es correcto señalar que, hace ya unos cuantos años, las formas de convivencia política en nuestro país se han ido deteriorando, proceso que busqué precisamente identificar en mi libro «La construcción del enano fascista. Los usos del odio como estrategia política en Argentina», publicado en 2019. Allí me propuse rastrear las «formas de construcción de la otredad negativa» en la segunda década del siglo XXI (el período que analiza el auto de procesamiento), que comienza a irradiar desde los medios de comunicación hacia las estructuras políticas y que ha tenido como víctimas principales no a las analizadas en el fallo sino a los inmigrantes de países limítrofes, los pueblos originarios, los beneficiarios de planes sociales, y un conjunto de figuras políticas (los kukas kirchneristas, homologables a cucarachas, la metáfora clásica utilizada en los procesos genocidas), «los zurdos”, «los troscos”, los «comunistas”, el «anarco-trosco-kirchnerismo”, entre otras figuras. Es cierto que muchas veces esto se ha acompañado de las clásicas formas antisemitas, articuladas o enfrentadas a estas modalidades. Por el contrario, no se observa en el período la estigmatización sistemática ni de jueces ni de diputados de fuerzas de la derecha política ni, menos que menos, ataques o agresiones organizadas contra ninguno de dichos sectores.
El proceso que yo identificara en aquel libro fue creciendo vertiginosamente a partir de la pandemia del COVID-19, incluyendo bolsas mortuorias dejadas junto a la Casa de Gobierno con nombres de dirigentes políticos, sociales y de organizaciones de derechos humanos, performances con horcas, amenazas reiteradas, armado de causas judiciales por acciones de protesta social, pero, también y fundamentalmente, pasajes a la acción. Estos han incluido numerosos ataques a comunidades originarias o campesinas en Neuquén, Río Negro, Chubut, Salta, Jujuy y Santiago del Estero entre los que se cuenta el asesinato de Rafael Nahuel o la organización de patotas civiles en Bariloche como también ataques a militantes de comedores populares, organizaciones de trabajadores desocupados o militantes políticos en todo el territorio nacional, entre los que se incluye la tortura y simulacro de fusilamiento a militantes de La Poderosa en el barrio Zavaleta, el ingreso a los tiros y con gas pimienta a comedores, el ataque a tiros a Julia Rosales, dirigente de la CCC de Villa Martelli, el secuestro y tortura de una docente en la localidad de Moreno, el asesinato de Rodolfo Orellana y Marcos Soria de la CTEP, entre muchos casos del mismo tenor. Cabe sumar, también, el fallido atentado contra la, en su momento, vicepresidenta de la Nación Cristina Fernández de Kirchner.
Entre quienes han ido atizando este clima y estos modos de estigmatización, se encuentran no solo periodistas (que han sido los primeros en irradiarlo, desde hace un par de décadas) sino miembros de distintas estructuras políticas entre los que, paradójicamente, cabe incluir al agredido en los hechos de marras, el diputado José Luis Espert, autor del sintagma “cárcel o bala”.
Lo grave del tipo de análisis desarrollado en el auto de procesamiento no radica solo en la ignorancia de toda esta secuencia de procesos de estigmatización sino en la falta de identificación de la distinta gravedad de cada una de sus formas.
En las siete páginas dedicadas al relevamiento de la «construcción de otredad negativa” que postula para incluir las contravenciones en un contexto de mayor envergadura y justificar la detención en celdas de máxima seguridad de las imputadas, no se incluye una sola estigmatización denigratoria (ni tampoco el uso de metáforas de plagas como ratas o cucarachas). Se trata de consideraciones políticas, defensas de la ex presidenta procesada («no jodan con Cristina”), frases como «mascota de Magnetto”, amenazas abstractas como «ojo” o el tratamiento a un camarista de «mafia judicial”. Se menciona que el juez Borinsky habría recibido amenazas antisemitas, pero no se muestra vinculación de ello con ninguno de los imputados o con sus organizaciones. Rastreando el caso en los medios solo se encuentra una declaración de la DAIA, que tampoco adjunta las amenazas, aunque refiere que fueron expresadas en una red social por una cuenta anónima, situación que lamentablemente vivimos gran parte de los judíos del país con una presencia medianamente pública y por los más diversos motivos. Esto, pese a ser un resabio permanente de la vigencia del antisemitismo en nuestro país, no demuestra campaña alguna de estigmatización ni de hostigamiento.
Por el contrario, tanto la estigmatización como su pasaje a formas de hostigamiento que tienen como víctimas a fracciones progresistas o de izquierda, y que fueran descriptos en aquel libro mío de 2019, han sufrido un salto cualitativo con la llegada al gobierno de Javier Milei. A la metáfora clásica de las «kukarachas” kirchneristas, el actual presidente ha sumado el otro clásico de las estigmatizaciones genocidas (las «ratas”) aplicado a todos sus opositores y, muy reiteradamente, a los miembros del poder legislativo que no aceptan votar sus proyectos de ley. La profusión de memes e imágenes de ratas se han acompañado en las redes sociales y declaraciones públicas de cataratas de insultos diarios del más alto tenor, promesas de persecución (como «tiemblen, zurdos hijos de puta, los vamos a ir a buscar”), denigraciones y deshumanizaciones de todo tipo (mandriles, parásitos mentales, inútiles, enfermos, discapacitados), el ataque sistemático al periodismo crítico bajo la consigna «no odiamos suficiente a los periodistas” y el hostigamiento a toda persona opositora por huestes digitales que se jactan no solo de su existencia (presentándose a sí mismos como «milicias”) sino de sus lazos con los servicios de inteligencia o con reparticiones estatales dependientes del poder ejecutivo.
La profusión de estas formas de construcción de otredad negativa, a diferencia de las relevadas en el auto de procesamiento, ha tenido numerosos pasajes a la acción, desde agresiones en la vía pública a dirigentes políticos y sociales, sindicalistas o periodistas hasta el aumento y agravamiento de la represión a la protesta (presente cada miércoles en las manifestaciones de los jubilados pero también en otros ámbitos de protesta en todo el territorio) o la apertura de causas penales a periodistas por parte del propio presidente.
El carácter perverso
Las numerosas y cotidianas agresiones del periodismo y del poder político contra opositores al actual gobierno, no han generado respuesta por parte del poder judicial. Es más: los pasajes de esas formas de estigmatización a hechos de gravedad (desde el intento de asesinato de Cristina Fernández de Kirchner a los reiterados ataques a militantes políticos y sociales o incluso la represión en movilizaciones sociales con consecuencias de gravedad, como en el caso del fotógrafo Pablo Grillo) no han tenido la celeridad ni el «contexto” construido para justificar las graves medidas tomadas contra los responsables de las contravenciones frente al domicilio del diputado Espert.
Por el contrario, se han caracterizado por «celulares perdidos o borrados”, dilación exagerada en la toma de medidas o desestimación de información relevante en los casos de mayor gravedad de estos procesos de estigmatización.
La construcción de otredad negativa que cita el auto de procesamiento es, efectivamente, un proceso creciente en la sociedad argentina. Esa afirmación es indudablemente correcta. Pero la dirección de la misma es exactamente la inversa a la señalada en el fallo. Y el poder judicial no solo se ha vuelto ciego ante el acrecentamiento del problema, lo ignora o lo ampara con su inacción. A partir del presente fallo, pretende imputarlo a personas que, más allá del carácter desagradable o condenable de sus contravenciones, no han participado de hechos graves de estigmatización ni tienen contactos relevantes con el aparato punitivo del Estado o los servicios de inteligencia que pudieran permitirles darle mayor envergadura, cosa que sí puede constatarse en los casos cotidianamente minimizados o ignorados por el accionar judicial.
Sería bienvenido que nuestros jueces y fiscales intervenieran para condenar los pasajes de la estigmatización al hostigamiento y para alertarnos sobre el «contexto” en el cual se producen estos hechos, que sin dudas debe incidir en los fallos, tal como plantea el texto analizado. Pero cualquier cotejo de los hechos ocurridos en la última década, deja en claro que dicho contexto opera en el sentido exactamente contrario al señalado en el auto de procesamiento. Y que tiene a importantes representantes de los otros dos poderes del Estado (el Ejecutivo y el bloque oficialista legislativo) más cerca del rol de victimarios que del de víctimas.
Ilustraciones: León Ferrari.
Jueves 31 de julio de 2025.
*Investigador del CONICET. Profesor Titular en UNTREF y UBA.
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