Isidoro Blaisten trabajaba la lengua cual un orfebre y no le perdonaba caídas o asperezas; creó su propio lenguaje pero también buscó modificar las formas heredadas de narrar. En todos sus textos hay una mirada crítica, y la ironía y el humor campea por ellos revelando costados de la realidad ocultos para nuestra mirada.
Por Mario Goloboff *
(para La Tecl@ Eñe)
En una de aquellas reuniones legendarias de los integrantes de El escarabajo de oro, que se hacían en los traspatios del café Tortoni, presenté, como entendí que imponía la costumbre, un largo poema que había escrito, ya no recuerdo con exactitud sobre qué ni cómo. El cómo, probablemente mal, porque lo que sí recuerdo es que fui, como también era la enriquecedora costumbre, dura y justamente criticado. Uno de esos entusiastas y obstinados muchachos se detuvo particularmente en mis repetidos “entonces”, preguntándome, vanamente, por la significación de cada uno. Desde aquella noche, antes de colocar el incómodo adverbio, me conmueven dos efectos simultáneos: lo evito cuidadosamente y me acuerdo de Isidoro Blaisten.
Barrial, urbano, porteño y entrerriano, judío y muy argentino, fotógrafo, observador de costumbres y manías, revelador de fijaciones (por empezar, las propias), fue siempre admirable en Isidoro Blaisten su celo por la lengua, su oído musical de las palabras, la construcción del ritmo de sus frases, la atención obsesiva de cada voz, de cada sonido, hasta de cada trazo. Poeta en el sentido más alto del término (el de aquél que ve en la palabra no un vehículo hacia una cosa u otro ser, sino como un sentido en sí misma), trabajaba la lengua cual un orfebre y no le perdonaba caídas, riscos, asperezas.
Un escritor puede admirar a otro por su formación, por su imaginación, por cómo resuelve los problemas que en la elaboración de un relato o de un poema se le presentan, por su manejo de la forma. Yo siempre admiré en él su celo por la lengua. Se había formado en la mejor escuela, como lo contó en el congreso que le invitamos a inaugurar en la Facultad de Humanidades de la Universidad Nacional de La Plata, en Agosto de 2000, para conmemorar el centenario de los nacimientos de Roberto Arlt y de Leopoldo Marechal. Dijo allí, de manera clara y coincidente, que pensaba “contrariamente a lo que se ha dicho, que el valor de Arlt es verbal. Haber conocido a locos, bandoleros y perdularios no es su mayor mérito. Lo importante es la expresión verbal que ha hecho de ese conocimiento. El lenguaje coloquial de Buenos Aires tiene en la prosa de Arlt un latido de verosimilitud y encanto que no tiene en otros escritores. Arlt convierte en literatura ese lenguaje. Percibir el habla y convertirla en lengua es una condición”. Por otro lado, y más que complementariamente, haber tenido “como profesora de castellano y literatura a Elbia Rosbaco de Marechal” debe de haber colmado todas sus apetencias lingüísticas: “Era rubia y linda, con trencitas, y nos hablaba de Leopoldo, como decía ella. Y cuando algún alumno que pasaba al frente se expresaba bien, decía: <Tiene la verba de Leopoldo>. Tener <la verba de Leopoldo> quedó incorporado a nuestro lenguaje, a nuestro código secreto”.
Todo ello le permitió, finalmente, un perfecto manejo de la forma, como para escribir esos microrrelatos de dos, tres o pocas líneas más, que están tan cerca de la poesía, y en los que se siente que cada palabra cuenta y figura allí por algo, donde nada falta y, sobre todo, no sobra; relatos que exigen, justamente, una forma perfecta, como la de un soneto o como la de dos versos pareados y que, además, en muchos textos de él, juegan con las fórmulas petrificadas, con los refranes, con las lexías, y hasta con los lugares comunes. Así por ejemplo: “Qué le hace una mancha más al tigre” cuyo escueto texto dice: “Pobre tigre cuando se dé cuenta de que ya no tiene lugar para otra mancha”. O “Buey solo bien se lame”, cuyo texto dice: “-Al fin solos- dijo el buey. Y empezó a lamerse. Se lamía con fruición, con delectación, con beatitud, con ímpetu y con esmero. Se lamía perversamente, asiduamente. Se lamió tanto la testuz que se quedó sin guampas, se lamió tanto la cerviz que se quedó sin cuello, se lamió tanto los pies que se quedó sin pezuñas, se lamió tanto el lomo que se quedó sin lomo. / Ahora cuando los chicos del barrio lo ven pasar le gritan corriendo a su alrededor: -¡Lengua larga! ¡Lengua larga!”. O “Dime con quién andas y te diré quién eres”, cuyos fragmentos son: “Supo andar con la Isadora, la Duncan, allá por el veintinueve. Era pa’ el año e’ la seca y por los pagos e’ la Prusia Oriental. Anduvo también entreverado en la peintre cuando Clemenceau era gobierno y París era una fiesta, un lujo de tan lindo que era. /…/ Pa’ no hacer larga esta historia, le diré que anduvo con don Picasso, con la Gertrude Stein, con Maximito Ernst, con Maximito Nordeau, con Maximito Gorki, con Mérimée (Próspero) y con el compadre Hemingway. Y vea lo que son las cosas, resultó ser un don naides”.
Tal dominio del código común le abrió, imagino, las vías para crear su propio lenguaje, que es lo que todo escritor grande, lo que todo gran poeta, hace: inventar su propia manera de decir, reinventar las palabras de la tribu. Pero, también como todo gran escritor, Isidoro Blaisten no solo atacaba y quería dominar y transformar el lenguaje, sino además las formas heredadas de narrar. Es decir que, a la vez que cuestionaba el mundo y la realidad, cuestionaba la forma de describirlos y contarlos. No le satisfacían los llamados “géneros” ni la forma ya congelada que ellos tienen, y buscaba intersticios desde donde darlos vuelta y transformarlos. Ya fuera en el cuento breve, ya en el tradicional, ya en el policial, del que hay una pieza magnífica que da título a uno de sus libros, Al acecho, en el que invierte todas las fórmulas pero mantiene vivo el enigma, y en el que ni siquiera se sabe quién será el asesino y quién la víctima.
Sin olvidar en todos sus textos la mirada crítica, la ironía, el humor, que campea por ellos, fina, incisivamente, revelando costados de la realidad ocultos para nuestra mirada, hay un humor melancólico, pero siempre presente, como en aquel libro también melancólico desde su mismo título, Cuando éramos felices, pleno de bellos textos, entre los cuales uno (“El aire era de azahar y el horizonte de naranjos”) recuerda su vida y su infancia en el campo, muy cerca de Concordia (una infancia infundida por dos lenguas simultáneas, el yiddish y el castellano: de ahí una de las probables causas de vocación lingüística), y su adolescencia en la provincia de Entre Ríos, con “un tiempo lento y distinto, el tiempo de los poemas de Juan L. Ortiz, de Carlos Mastronardi. Y el río, el río que durando se repite. Es una lástima-finaliza- que nadie se bañe dos veces en el mismo río”. Así, pienso, como que haya vidas que no se repitan.
Buenos Aires, 6 de julio de 2023.
*Escritor, docente universitario.