Los dichos y declaraciones de Javier Milei y Carlos Rosenkrantz deberían conducirnos hacia una indagación que lleva al punto de intersección entre política-cultura; es decir, a ese punto donde se produce sentido y se constituyen personas/individuos sociales o personas/individuos radicalmente individualistas y egoístas.
Por Estela Grassi*
(para La Tecl@ Eñe)
Dos informaciones circularon, una detrás de otra, cuando terminaba el “mes de la patria” y dieron mucho que hablar y escribir. Cada una corresponde a manifestaciones públicas de personajes públicos, ambos funcionarios públicos: Javier Milei, diputado nacional y activo miembro de la “casta política” a la que denuncia y se propone eliminar; y Carlos Rosenkrantz, vicepresidente de la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
Respecto de lo expuesto por Milei, no haría falta decir mucho, si no fuera porque lo más reproducido es lo más superfluo. O es lo más superfluo lo que da título a la mayoría de las notas que pueden hallarse en una búsqueda. Jorge Fontevecchia realizó una muy extensa entrevista al susodicho, junto con el dirigente social Juan Grabois. Entre muchas cosas dichas, lo que parece indecible, fue allí dicho: morir de hambre puede ser una elección, frente a la sobrexplotación, según la moral libertaria.
El diálogo se desarrolla así, en lo más esencial, cuando Grabois intenta argumentar que no hay libertad en la situación extrema de tener que elegir “…entre no comer y ser explotado durante 18 horas, o 14 horas o diez horas -dice- yo elegiría ser explotado. Pero esa no es mi voluntad”
“Cómo que no -responde Milei- también podés elegir morirte de hambre y morirte…”
Sigue un intercambio y el periodista, incrédulo, pregunta entonces:
“Javier, ¿vos sinceramente defendés el derecho a morirse de hambre?”
“Cada uno puede hacer de su vida lo que se le da la gana”, es la respuesta.
…
“Si tenés la posibilidad de trabajar y alguien lo eligió, prefirió no trabajar y que sus hijos se murieran de hambre”, insiste.
Siguen los intercambios y sus argumentos en el mismo sentido, hasta que Grabois introduce un ejemplo, pretendiendo mostrar el absurdo de esos argumentos:
“En tu concepción -le dice a Milei- sería legítimo que alguien le compre un brazo a un tipo porque le gusta coleccionar brazos”.
Esto es lo que sigue y con eso es más que suficiente para comprender lo extremo de una argumentación sin ningún sustento moral.
M: Si alguien se lo quiere vender, ¿cuál es el problema?
G: Te aseguro que vas a encontrar mucha gente dispuesta a vender su brazo a cambio de una vivienda para su familia. Ahora, eso es una inmoralidad, es una monstruosidad que no se puede aceptar, porque eso es la imposición de la perversión del poderoso.
M: Ese es el error. Porque decís que el tipo decida sobre su cuerpo, si quiere utilizarlo para financiar algo, para dárselo a los hijos. Y en el fondo, cuando tenés un Estado que te saca el 50%, (es) como que te hubiera cortado la mitad del cuerpo, es muchísimo peor”.
Sin embargo, en la presentación de su libro El camino del libertario, luego de confesarse devoto de San Expedito (pág. 37), narra una experiencia laboral de mala paga y de mal trato, que lo llevó a hacer juicio a su empleador y obtener una indemnización que le permitió vivir 4 años. Eso sí, a pura pizza, pero alimentando bien a su perro (pág. 38). Si no fuera un economista con cierta expertise como para ser contratado por grupos empresarios o poder cobrar diez mil dólares por una conferencia, ¿hubiera optado por dejarse morir y dejar morir a su perro Conan, para quien quiere las mejores condiciones de vida y por quien está dispuesto a los mayores sacrificios? O para no dejar morir a su perro ¿hubiera optado por dejarse sobre explotar?
Buena parte de las notas y comentarios se detuvieron, sin embargo, en la coincidencia entre los entrevistados, acerca de que los manteros (vendedores ambulantes) no deben ser expulsados por la policía. Incluso La Nación tituló así la información: Javier Milei y Juan Grabois coincidieron en la defensa de los manteros: “Tenemos una alianza táctica” (lanacion.com, 31-5-2022). Los fundamentos, como es de imaginar, son inconciliables.
Que a esta altura del desarrollo de las ideas pueda sostenerse y proponerse públicamente que las opciones de las personas en condiciones de extrema precariedad son expresión de su libre albedrío, parece un despropósito. Pero viniendo de quien viene no sorprende y se inscribe en el renacer de una corriente de ideas que, de materializarse, llevaría a la destrucción de la vida en la tierra, de la que podrán salvarse ese puñado de privilegiados y privilegiadas que se construyen bunkers o ya exploran privadamente el espacio exterior. El resto -y quizás hasta los y las Milei de estas pampas- flotarán en el infinito.
Por sobre las simplificaciones e indignaciones varias, más interesante es desentrañar los presupuestos teóricos en los que se basa la conferencia que el vicepresidente de la Suprema Corte de Justicia expuso en un encuentro sobre Justicia, Derecho y Populismo en Latinoamérica, organizado por la Universidad de Chile. El tema y los problemas implicados son más complejos y más sofisticados que aquello a lo que lo reducen, en general, los medios y las redes.
Según puede reconstruirse, entre otros conceptos y en distintos tramos de su charla, el juez Rosenkrantz dijo lo siguiente:
“Hay una afirmación que yo veo como un síntoma innegable de fe populista y en mi país se escucha con frecuencia, según la cual detrás de cada necesidad debe haber un derecho. Obviamente un mundo donde todas las necesidades son satisfechas es deseado por todos, pero no existe. Si existiera, no tendría ningún sentido la discusión política y moral […]. No puede haber un derecho detrás de cada necesidad porque no hay suficientes recursos para satisfacer todas las necesidades, a menos que restrinjamos qué se entiende por necesidad y que se entienda por derecho a las acciones que no son jurídicamente ejecutables […] En las proclamas populistas hay un olvido sistemático de que detrás de cada derecho hay un costo. Se olvida que, si hay un derecho, otros, individual o colectivamente, tienen obligaciones. Y honrar obligaciones es siempre costoso en términos de recursos y que no tenemos suficientes recursos para satisfacer todas las necesidades.»
Hay, en estos pocos párrafos, al menos tres cuestiones implicadas que son, no solo ideológicas, sino también teóricas y políticas: la cuestión misma de “las necesidades”; el problema “de la escasez”; y el “costo de los derechos” y su sostenimiento.
1-Empecemos por las necesidades. Aunque mucho se ha escrito y teorizado al respecto, una referencia a la filósofa húngara Agnes Heller[1] puede relevar de más argumentos para esta ocasión. Heller distingue un «límite existencial» más allá del cual «la vida humana ya no es reproducible como tal», por lo que no corresponde hablar de necesidades propiamente, sino de la mera existencia humana. Una condición básica y necesaria que permite, entonces, plantearse «necesidades sociales». Recuerda que es «… con el desarrollo en sentido capitalista de la productividad, como el mantenimiento de la mera existencia física puede dejar de ser para el hombre irrevocablemente un problema y un fin en sí mismo en función del cual configurar la actividad cotidiana; los hombres no trabajan ya sólo para llenar su estómago y el de sus hijos y para protegerse a sí mismos y a su familia de la muerte por aterimiento». (Heller: 32). Esto bastaría, también, para dar por resuelto el problema de la escasez.
Pero para no permanecer en el registro particularista del problema que se desprende de esos pocos párrafos citados -acaso insuficientes para una interpretación justa de las palabras del juez-, avancemos un poco en el razonamiento de Heller. Lo fundamental de la cita consignada en el párrafo precedente es que nos advierte que la sobrevivencia en condiciones de precariedad e indigencia obstruye la satisfacción de necesidades sociales. Dicho en términos que nos resultan familiares, las condiciones de indigencia son un límite existencial para el desenvolvimiento de una vida verdaderamente social. Es decir, una vida que presupone un conjunto de “necesidades sociales básicas” que, en el transcurso de la formación y desenvolvimiento del Estado moderno, fueron dando lugar al desarrollo de instituciones ad hoc (sistemas educativos, de salud, de seguridad social, etc.) que desmercantilizaron parte de los bienes y servicios correspondientes y socialmente necesarios. Se hicieron escuelas, hospitales, viviendas sociales, se instituyó la jubilación, se desarrolló el transporte público, se construyó la red de servicios sanitarios e iluminación pública, etc.
Estas intervenciones fueron estratégicas en la estructuración política y económica (en la normalización del mercado capitalista) del Estado nacional. Más allá de la materialidad de las obras y su uso y consumo por la población, la política pública hacía parte de la normalización de una cierta cultura legítima (moderna y de una vida de trabajo), de la conformación de la identidad y pertenencia a la comunidad nacional, de la disciplina (laboral y ciudadana). No obstante, el reconocimiento (o no) de las necesidades sociales, los alcances, estándares y modos de acceso a los satisfactores han sido siempre materia de disputa social, lucha política y también de debate técnico.
Inscripta en estos procesos va la historia de la institución de los derechos y de su interpretación. Y a esas diversas y contradictorias interpretaciones -tal como queda de manifiesto en el debate desatado en torno a las expresiones del juez- le subyacen las diferentes y opuestas concepciones y proyectos políticos acerca de la sociedad.
De esas disputas, da cuenta el deterioro de los servicios públicos que la reciente pandemia de COVID19 hizo patente cuando hubo que afrontar un aluvión de casos. Pero aún más demostrativo de las cualidades de los proyectos políticos en pugna es que ya antes de la pandemia debió declararse la “emergencia alimentaria”, lo que demuestra que se había sobrepasado aquel límite existencial para la satisfacción de necesidades sociales, que señala Heller.
La alimentación insuficiente, el techo que no llega a ser abrigo y los servicios de salud saturados, que mantienen la vida al límite de su extinción, no son condiciones que permitan la reproducción, si por ella se entiende una existencia social acorde a la continuidad y proyección de, y en, la comunidad de pertenencia. En otras palabras, el cuidado y la protección de la vida es condición necesaria para que se satisfagan las necesidades que la comunidad promulga como valiosas, que se requieren para su desarrollo material y -tanto más- moral, y para la normalización de un orden político legítimo. El problema o la diferencia es cuando ese orden político desestima a una parte de la población.
Si, como está ya dicho, la educación universal, los servicios educativos gratuitos, la obligatoriedad de educarse y, finalmente, el derecho a la educación, fueron un pilar fundamental en la constitución del Estado nacional entre finales del siglo XIX y gran parte del XX, en las últimas décadas, el modelo de desarrollo político-económico que pugna por imponerse no contempla un sujeto/ciudadano universal. Ya no se trata de formar e integrar ciudadano/as y trabajadore/as, sino individuos capaces de desenvolverse en un mercado restringido y altamente competitivo por la intensificación sin precedentes del desarrollo tecnológico que permite el reemplazo de trabajo humano, provoca la rápida obsolescencia de numerosas especialidades y que transformó la vida cotidiana en general (los modos de trabajar, comunicarnos, comprar, usar los servicios).
Pero las consecuencias para la sociedad no derivan del desarrollo tecnológico, sino del ordenamiento y de la regulación política de las nuevas necesidades sociales que se generan y hacen a un/a sujeto competente en el nuevo orden. Así, la vida social hoy se hace inconcebible sin la infraestructura de servicios básicos (red de agua, energía y caminos), pero también sin conectividad (Internet y telefonía celular) porque estas redes son las que ahora van entretejiendo el territorio, canalizando vínculos diversos y son el recurso de acceso a los requerimientos (las demandas) de la producción, y para el desenvolvimiento de la vida cotidiana (tramitaciones, consultas, educación, ocio, etc.). En tanto son requerimientos de la vida contemporánea se tornan derechos para desenvolverse en ella y enfrentan al Estado con la necesidad de su satisfacción o, en su defecto, de configurar una comunidad política restringida y excluyente.
2- Respecto de la cuestión de la escasez de los recursos, es una idea asociada a la presunción de que las necesidades humanas son ilimitadas. Si esto es así (puede serlo) entonces los recursos se tornan escasos. Pero este principio no puede generalizarse sin más, cuando lo que primero asoma es que, al día de hoy de la historia humana, la infinitud de necesidades solo parece valer para un puñado de humanos y humanas (de acá y del mundo) que parecen estar dispuestos y dispuestas a acaparar los recursos. Incluso aquellos que, para una inmensa mayoría, les son indispensables para conjurar el riesgo de morir por inanición o aterimiento. De hecho, las necesidades enumeradas antes son bien delimitadas. Como está dicho en el punto precedente, la asociación entre necesidades y derechos en un Estado democrático no deviene de los deseos ilimitados de sus miembros y miembras, si no del derecho a la vida, en primer lugar, y de las exigencias para el desenvolvimiento competente en la vida social.
En nuestro país, el incumplimiento del derecho a la vida se expresa con la máxima gravedad en las situaciones de hambre y hace patente la inconsistencia de este razonamiento. Si antes de la pandemia ya se había declarado la emergencia alimentaria, esa situación no ha hecho más que agravarse, ahora en el contexto de una guerra que nos queda lejos. Es decir, sin que nada permita explicarla por “escasez” de recursos en un país productor de alimentos.
Sobre las necesidades más recientes de comunicación citadas antes, bastan los argumentos con los cuales la Cámara Federal de Justicia suspendió el DNU 690/2020 que, en el contexto de la pandemia de Covid19, declaraba servicio público a las telecomunicaciones (telefonía celular, Internet y televisión por cable). En términos de la resolución de suspensión, se trataba de “tutelar los derechos de la parte actora (empresas) y a garantizar el derecho de los usuarios (clientes) a recibir y a continuar recibiendo el servicio involucrado, evitando una disminución en la calidad del servicio ofrecido». [2] Es decir, las necesidades y el derecho se subordinaron a la capacidad de acceso al mercado respectivo.
3-Queda, por último, el tema del costo de los derechos. Sin duda, los derechos (su aseguramiento, más bien) tienen costos que se pueden calcular y se expresan en el presupuesto del Estado que cada año aprueba (o rechaza) el Congreso de la Nación. Basta pensar en el costo de la seguridad. Los cuerpos policiales, los diversos estamentos de la “justicia”, la gendarmería, etc. suponen altos costos para los Estados. Pero aunque la seguridad está entre uno de los derechos primarios de ciudadanos y ciudadanas y de las obligaciones del Estado, muchas y muchos no tienen seguridad ni justicia. Ni qué decir de la red de servicios cloacales, de agua, energía, recolección de basura, etc. O de calles y caminos transitables y bien iluminados, sólo para pensar en bienes y servicios que no pueden proveerse individual y privadamente, sino que requieren “obras públicas” que tienen costos pero que, como es visible, no están disponibles (no honran el derecho) más que para una parte de la población, aunque son indispensables para la existencia misma de la sociedad contemporánea. La construcción y reparación de calles y caminos o de aeropuertos, o de un gasoducto, o la iluminación pública, etc. etc., tienen costos, satisfacen necesidades y realizan derechos de la ciudadanía que no todas o todos ven cumplidos. Por eso, los gastos del Estado no son, como se deja traslucir en las críticas de sentido común, sólo aquellos de la asistencia social a los más desaventajados, sino mayoritariamente los que sostienen la infraestructura de servicios para la vida y para la producción, que está desigualmente distribuida en cantidad y calidad y sin la cual, las propias inversiones de capital no son rentables. Aquellos que, más allá de los delirios de Milei, son bienes y servicios colectivos que nadie podría proveérselos privadamente. Para más claridad: nadie puede por su propia cuenta extenderse una red privada de agua potable o abrirse y asfaltarse una calle propia o un pedazo de autopista. Y, aunque Lewis tenga un aeropuerto privado en el sur argentino, no sirve a ninguna inversión productiva de capital, que la debe tener donde existen los recursos para que su rentabilidad le permita el consumo lujurioso que ostenta.
A esos costos para asegurar la productividad del capital y también el bienestar de quienes tenemos luz, gas, internet, calles iluminadas, etc. (como debe tener el juez al que le preocupan los costos de los derechos) van los impuestos y no únicamente a los planes sociales para quienes, en muchos casos, no tienen acceso a esos servicios básicos.
En suma, las necesidades resultan ilimitadas y costosas únicamente si se piensa en términos “thatcherianos”. Es decir, si se presupone que la sociedad no existe, que sólo hay mercado e individuos que, como cree Milei, pueden decidir si venden un órgano o mueren de inanición, igual que otros pueden decidir construirse un bunker o una nave para viajar al espacio exterior o fabricar armas para que se maten otros.
Pero si se piensa en términos diferentes acerca de la existencia de las sociedades humanas como trama de lazos en y con los que nos identificamos, y a los Estados nacionales como espacios políticos de pertenencia, el devenir de las necesidades en derechos de las personas, hace a su propia existencia y desenvolvimiento como comunidad y, también, como un espacio económico.
4- Finalmente, una preocupación frente a los procesos actuales en los que se da la posibilidad de, son atractivos y hasta se vuelven una exigencia para la derecha tradicional, los discursos políticos antisociales y autoritarios como el de quienes se erigen en libertarios pero están dispuestos a usar la fuerza del Estado para imponer su ideología. Es una preocupación que lleva al punto de intersección política-cultura. Es decir, a ese punto donde se produce sentido y se constituyen sujetos o sujetas. Personas/individuos-as sociales o personas/individuos-as radicalmente individualistas y egoístas.
Ahí se plantean preguntas como ¿dónde va haciendo pie -es decir, no lo inventa- este individualismo virulento que permite decir que dejar/se morir de hambre puede ser una opción, no de un/una suicida, sino una opción racional en el mercado? ¿Qué permite hacer creíble que los recursos no alcanzan para alimentar a todos en medio de la opulencia extrema y como nunca, de unos pocos? ¿Qué es lo que habilita ese discurso que, a la vez, habilita esa imagen inconsistente y tan precaria de la vida humana? ¿Cómo es que lo más extremo de lo antisocial se volvió decible y se convirtió en discurso y meta política deseable? ¿y en una moralidad, aunque sea inmoral? ¿Cómo es creíble que el poder se reduce a poder político y Estado, mientras que el “poder poderoso”, el que constriñe y condiciona las opciones hasta la posibilidad de comer se volvió tan natural (izado)?
Aunque conduzca al absurdo, se trata de un discurso político radicalizado que, sin embargo, le compite con ferocidad a los discursos políticos clásicos de la ciudadanía y ni qué decir, de la igualdad.
Las explicaciones y justificaciones que tenemos más a mano refieren al desencanto con la política. Pero hasta ahí, ¿no estamos sumando más culpas a “la política” y “los políticos” aunque, por cierto, dan muchos motivos? ¿No es un modo de darle la razón a Milei, que se propone eliminar “la casta” de la que él forma parte, en tanto que compite en el campo político?
La hipótesis tiene sustento, pero también parece insuficiente, porque hace tiempo que los movimientos de izquierda ofrecen otra opción al desencanto y al individualismo. Quizás haya que hurgar más profundamente para buscar en qué tinieblas o en qué escondrijos de la humanidad presente se mantenía agazapado-a ese individuo-a violento-a y anti social, a la espera de que algún Milei lo y la habilitara a decir lo indecible y lo y la liberara de la moral humanista que, al menos, alentaba la indignación ante el sufrimiento y la injusticia del hambre y la desigualdad extremas. Comprender (en el sentido socio-antropológico) parece hoy una misión imposible, pero tendríamos que intentarlo, más allá de lo visible.
Referencias:
[1] Agnes Heller (1986): Teoría de las necesidades en Marx, Barcelona, Península.
[2] http://tiempojudicial.com/2021/12/21/la-justicia-federal-fallo-en-contra-del-dnu-sobre-el-servicio-de-telecomunicaciones/
Buenos Aires, 20 de junio de 2022.
*Dra. en Antropología. Profesora Consulta de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA). Investigadora del Instituto Gino Germani.