Por Yael Noris Ferri*
(para La Tecl@ Eñe)
“Que tenga el oído atento
a la injusticia.
Que no tenga los ojos cerrados
ante el horror.
Que mis hombros sean fuertes
para ayudar al débil.
Y que tenga corazón de abejas
para que mi lenguaje sea
sustancioso panal.
Eso nomás, vida,
eso nomás”
Edith Vera
Y los cumpleaños te traen vida, a la infancia, ese lugar que Rilke llamó Patria y precisó así en sus versos: “La única patria feliz, sin territorio, es la conformada por los niños”. De lo que se puede imaginar que la única e irreversible patria es la que cada niño concibe para sí durante su infancia. Desde esta perspectiva, se capta toda la profundidad con la que escribió Antonio Machado sus versos sobre el tiempo infante: “Mi infancia son recuerdos de un patio de Sevilla”.
Aquel patio fue la auténtica y definitiva patria del poeta. Tanto fue así que circula en algunos biógrafos la anécdota que después de su muerte, alguien encontró en el bolsillo de su gabán azul. Un papel arrugado con un único verso, solitario y postrero, escrito cuando (derrotado y huido) estaba en la antesala de una muerte inminente: “Estos días azules y este sol de la infancia”.
Nací en dictadura, podría ser una forma de presentarme al mundo. Nací en la ciudad de Córdoba en una clínica, y en esa misma clínica, ese mismo lugar, mi madre murió 43 años después.
En ese tiempo mi madre era una mujer que temía terriblemente que me robaran. Mi ingenuidad y desconcierto por ese sentimiento duró muchos años, lo asocié a las locuras propias de las madres. Ese exceso de amor y protección parecía ser para mí la respuesta al modo en que ella, como una loba atenta, circulaba a mi alrededor. Además de lo prematuro con lo que inicié el deseo de habitar el mundo, y la falta de aire constante, había en mi casa un relato sobre el día que vine al mundo. Esa tradición de las madres que cuentan sobre el parto, las horas previas o los dolores, la epopeya que se arma alrededor del día de nacer. El mío era propicio al lenguaje del miedo que atravesaba la época. Estaba cargado de lo que no se podía decir.
Nací en dictadura.
Mi madre no decía, pero hacía, también narraba: “el día que naciste, cuando regresé a la sala pedí a tu padre que te trajeran, demoraban, tu padre cantaba unas canciones en italiano. Apenas te sacaron de mí, te vi, te miré bien. Al rato la enfermera trajo una bebé, rosa, radiante como de casi 4 kg. y me la dieron. Cuando la miré me enloquecí, ¡grité! que no era mi hija. La enfermera creía que estaba en una crisis. Me levanté, con la mano me agarraba la herida y caminé por las salas y las habitaciones hasta que te encontré, te tenía una familia. Me calmé y le dije a la señora que ya te iba a amamantar: esa es mi niña. En un asomo de lucidez pedí que miraran la pulsera. Los apellidos eran similares con F, por eso quizá el equívoco. Decía tu nombre, se los dije. Y te salvé, hija. Te tomé, te levanté, te miré, eras mi hija”.
Nunca dijo que era un tiempo de robos de bebés. Pero la lucha de ella por darme una identidad estuvo presente.
La infancia trae recuerdos fulgurantes, denuncia como los relámpagos cuando se viene una tormenta.
Recuerdo 1
Tengo cerca de 4 años, mi abuelo está enfermo de cáncer, vamos con mi mamá a visitarlo. Tomamos el 117. Mi madre me advierte: “pase lo que pase no te sueltes de mi mano. Si digo algo vos decís, sí. Subimos al colectivo, cerca del liceo militar suben gendarmes, nos tiramos al piso. Lloro. Escucho el ruido de las pisadas. Mi madre me dice que no me suelte. Se llevan a unos pibes, con las manos para atrás. Lloro. Me queda el miedo a los borcegos que les veo.
Recuerdo 2
Es la madrugada. Sé que tengo la edad de ir al jardín de infantes, porque veo la bolsita cuadrillé roja colgada en la silla. Me despierto, se escuchan pisadas y corridas en el techo, tiemblo. Mi padre apaga todas las luces de casa. Hace un gesto con la mano como las enfermeras de la televisión. Entiendo que es silencio. Escucho gritos. Miro a mi mamá que se tapa los oídos con las dos manos. Miro a mi papá que hace el gesto de silencio.
Recuerdo 3
En el jardín nos piden que llevemos una barrita de chocolate. Escucho muy seguido la palabra guerra. Mi vecina es mi amiga, su hermano está pelado. Su madre llora, cantamos la canción de una niña sobre un soldado. Me como la barrita de chocolate que llevé a la escuela. La maestra me la pide y le doy el envoltorio, me retan.
Recuerdo 4
Vamos de nuevo a ver a mi abuelo que está a punto de morir. Mi tía vive en una casa al frente. Me llevan con ella. Mi tía escucha a Silvio Rodríguez, fuma y se sienta en el piso, con unos amigos. Yo también me siento. Uno toca la guitarra. Apagan las luces, tengo miedo. Viene mi abuela, reta a mi tía, prende las luces, corre a los amigos. Le dice que me tenía que cuidar. Mi tía me da un caramelo y hace un gesto como que la abuela está loca. Mi papá viene corriendo y me sube al auto. De regreso buscamos a mi mamá que está con un grupo de mujeres. Gritan algo cuando ella se va y ríe. Camino a casa nos detiene la policía, quiero buscar la mano de mi mamá, pero no la encuentro. Bajamos del auto. Tiemblo de miedo. Mi papá y mi mamá están parados al lado de las puertas del auto. Yo, sentada en el cordón de la vereda. Mucho miedo. Con una linterna me dicen que suba de nuevo al auto. Todos volvemos a casa en silencio.
Recuerdo 5
No tengo escuela dice mi madre. Mis vecinos van en un colectivo naranja. Mi mamá me enseña a escribir mi nombre y a leer. Tenemos unos crayones que trajo mi tía de Brasil después de no verla por mucho tiempo. Mi mamá dice que no necesito ir a la escuela sino a la marcha.
Vamos al centro mi mamá, mi papá y mi tía. Caminamos por las calles, mi mamá grita una canción que aprendo fácil: “En el bosque en la china un milico se perdió, como no se pierden todos la puta que los parió”
Recuerdo 6
Ya voy al colegio. Mi vecina es mi mejor amiga. Su hermano, al que pelaron, ya tiene pelo, pero siempre habla de un calabozo. Mi amiga y yo jugamos al bucanero o al estanciero. En la televisión siempre sale la bandera argentina.
Recuerdo 7
Mis tías vienen a mi casa. Traen tapados de piel, perfumes y pulseras. Mi madre no tiene, yo los toco, los huelo. Dicen que van al cine. Mi papá las va a llevar y yo me voy a quedar con la abuela. Van a ver la película “La historia oficial”, murmuran. Le pido a mi mamá que me permita ir y me dice que no. “¡Quiero ir!”, gritó, me tiro al piso, lloro. Se van sin mí. Mi abuela me hace un té. Me duermo en sus brazos.
Recuerdo 8
Mi mamá me lleva al centro para cambiarme de escuela. Llevo un vestido verde igual al de ella. Nos sentamos en la plaza San Martín. Mi mamá mira fijo unas mujeres que caminan haciendo una ronda alrededor de la estatua y levantan unas fotos. Llevan unos pañuelos blancos. De repente se va con ellas, yo corro y no me suelto de la mano. Damos siempre la misma vuelta. Mi mamá no llora.
Esos días no eran azules, eran grises. El miedo estuvo como acompañante en esa patria, la de mi infancia. Mientras la escribo con estos recuerdos, mientras zurzo estas palabras, mientras acaricio los recuerdos (como bien decía Freud encubridores, ficciones con retazos de realidad) se viene la tormenta de Santa Rosa.
Yo aquí la espero, aprendí a esperar las tormentas.
Córdoba, 28 de septiembre de 2025.
*Psicoanalista en la ciudad de Córdoba. Adherente al C.I.E.C, asociado al Campo Freudiano. Escribe y publica en revistas literarias y de cultura.
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Alias de CBU: Lateclaenerevista
1 Comment
«Mi tía me da un caramelo y hace un gesto como que la abuela está loca.»
Agrego: La tía nuevamente agrega la dulzura y el gesto.
En la escritura de Yael sigo el rastro a la tía, en » La torre ángeles» está presente con una sutileza que me encanta.