Sebastián Plut afirma que hay algo que la pandemia nos debe enseñar sobre los mercados: corresponde a su propio funcionamiento la aceleración mortífera a costa de las mayorías, y por ello es imperiosa la intervención del Estado ya que es el único garante de una cohesión que preserve la autoconservación de cada quien.
Por Sebastián Plut*
(para La Tecl@ Eñe)
Previo a la pandemia el Presidente Alberto Fernández ya había recurrido a la figura de los “vivos” para ilustrar qué Argentina quiere que se termine: la de los ventajistas, la de los que se aprovechan del otro, la de quienes utilizan su poder bajo la modalidad de la impunidad.
Poco después, y a partir de decretar la cuarentena obligatoria, retomó la imagen de los “los vivos” para cuestionar a aquellos que eluden las restricciones, ya sea para un hacer viaje, participar de una fiesta, aumentar los precios, despedir trabajadores, etc.
Con visible enojo se refirió a tales personajes, en sintonía con el malestar de la mayoría de la población que se avino a respetar las nuevas condiciones de nuestra cotidianeidad y que asumen, costosamente, el precio del aislamiento.
De inmediato, quienes saludablemente recurren al humor destacaron su acuerdo con la sanción presidencial aunque aconsejaron, dadas las circunstancias en que el temor por la salud acecha a la sociedad, utilizar algún otro sintagma en lugar de decir que “se terminó la Argentina de los vivos”.
Cualquiera sabe, lógicamente, a qué se refiere alguien en estas latitudes cuando se habla de “los vivos”, y se entiende fácilmente que Alberto Fernández no hizo alusión a que con el COVID-19 terminaremos todos muertos.
Sin embargo, este palimpsesto de significaciones quizá nos permita comprender algo más sobre la conducta de aquellos “vivos”. En todo caso, ¿por qué, al menos en el uso local, la misma palabra indica el opuesto de muerte y simultáneamente la conducta del ventajero?
¿No padecerán estos sujetos, los vivos, una vivencia de desvitalización, cual si sintieran morirse, cuando no logran obtener una ventaja a costa de otros, cuando deben admitir que sus privilegios, al menos temporalmente, perdieron vigencia? Se entiende que esta apreciación no los desresponsabiliza de ningún modo, no se sugiere aquí una compasión excepcional por tal posible motivo.
La rabia que gran parte de la población expresa a diario con quienes incumplen la restricción de salir intuyo que tiene dos fuentes. Por un lado, porque al esquivar la prohibición no solo se exponen al peligro a sí mismos sino al resto de los ciudadanos que sí o sí deben salir de sus casas. Agreguemos, al riesgo vital, que agravándose la situación de contagio eso redundará en la prolongación de la cuarentena para todos y todas.
El segundo motivo del enojo es la vivencia de injusticia que provocan “los vivos” con su actitud. ¿Por qué si nosotros aceptamos la restricción, con la carga y sacrificio que implican, otros se arrogan el privilegio de seguir gozando de su libertad?
Viene en nuestro auxilio la definición que Freud dio de “justicia social” en Psicología de las masas y análisis del yo: “La justicia social quiere decir que uno se deniega muchas cosas para que también los otros deban renunciar a ellas o, lo que es lo mismo, no puedan exigirlas”.
Esta cita nos permite comprender el alcance del daño que promueven “los vivos”, primero, en razón de los riesgos de contagio y, luego, en virtud del ataque a la conciencia moral social.
En el mismo párrafo Freud describe el proceso de construcción de la mencionada justicia y señala que su trasfondo es la sofocación de la envidia, del deseo de sobresalir por sobre los demás.
Aquí se revela, entonces, otro componente del mecanismo por el cual “los vivos” logran sentirse “vivos”: ser envidiados por los otros, suponerse detentores de un goce del cual otros están privados.
Dilema y antagonismo
Alberto Fernández expuso el dilema ante el cual nos encontramos, salud vs. economía, y con decisión sostiene que va a cuidar la salud de los argentinos a sabiendas del daño que eso traerá en las economías particulares y en la macroeconomía.
Duración e intensidad de la cuarentena son dos variables que determinarán los desenlaces posibles, aun impredecibles. El más severo, quizá, consista en que el dilema deje de ser tal porque los dos términos del mismo queden condensados, en cuyo caso el daño económico de cada familia ya no se distinguirá de la afectación de la salud.
El aislamiento y la retracción de la realidad se presentan como persistente monotonía, y cada sujeto y familia tendrán mayores o menores recursos disponibles para afrontar la exigencia de sobreponerse cada día a la reiteración o bien sucumbir a ella. El grado más extremo de la monotonía será el que indicamos más arriba, que la gravedad de la situación sea tal que perturbación de la salud y de la economía no se diferencien.
La conciliación de factores concurrentes nunca es sencilla y el hallazgo de soluciones omniabarcativas suele ser más bien un imposible. De hecho, y saludablemente, Alberto Fernández afirmó que el resultado de todas las decisiones tomadas no está garantizado. Las acciones sanitarias del Gobierno, con el esfuerzo de innumerables profesionales de la salud, acompañadas de un conjunto de medidas tendientes a aliviar el daño económico, se combinan con millones de decisiones singulares en torno de la higiene, las salidas, etc., y también, por qué no, con la por ahora enigmática arbitrariedad con que circula el virus.
Un cuarto factor se combina con los tres mencionados y corresponde a los grandes grupos económicos, formadores de precios y de opinión, a la sazón otros “vivos”. En relación con el poder político, los grupos económicos concentran igual o mayor poder que aquél y por razones ideológicas y de intereses pujan a contramano del Gobierno.
En cuanto al vínculo con el virus, en rigor, parece regir el principio de isomorfismo entre mercado y pandemia, en tanto introductores del caos y su presencia es invisible y amenazante. Esto ha sido lúcidamente ilustrado por el chiste de tapa de Rudy y Paz en Página/12 del 1/04/20: Una periodista le pregunta al conocido empresario y amigo de Mauricio Macri: “Sr. Caputo, su empresa desvinculó más de 700 trabajadores. ¿Por qué?”. A lo cual, el entrevistado responde: “Hay una epidemia… Techint echó a 1500… Roggio dijo que no va a pagar los aumentos acordados… y ahora yo… creo que me contagié”.
Por último, resta considerar la eficacia del poder económico en la opinión pública, es decir, en la sumatoria de millones de almas que hoy se encuentran tratando de resistir y protegerse del virus, del encierro y de las limitaciones económicas.
Pese a lo que muchos cientistas sociales pretendieron creer, sabemos que el poder económico busca y encuentra afinidades ideológicas con vastos sectores sociales, incluso en capas económicas medias y bajas. Si bien las razones son múltiples, y a veces son insondables los meandros de la subjetividad ciudadana, aquí opera de manera significativa el par sacrificio-envidia.
Por un lado, logran que quienes se sacrifican realicen una suerte de disociación por medio de la cual la hostilidad no es dirigida hacia el objeto de la envidia sino hacia otro sector al que se le atribuyen la causa y la culpa de los sacrificios, por ejemplo, al Gobierno. Por otro lado, quienes detentan el llamado “poder fáctico” son destinatarios de una idealización envidiosa, por medio de la cual los sacrificados atribuyen no solo un goce absoluto, sino un derecho absoluto al goce a quienes son “millonarios”.
Interviene aquí, indudablemente, el valor sagrado e incuestionable que, para muchos, tiene la propiedad privada, aunque intuyo que aun hay algo más en el fondo de dicha sacralización.
Para sintetizar, y abusando de cierta simplificación, distingamos tres personajes en este escenario: los millonarios, los sacrificados-envidiosos y el Gobierno (que incluye a quienes lo apoyan).
El afán acumulador de los primeros es de tal magnitud que no parece caber en la palabra ambición; más bien le corresponden otros términos como desmesura o voracidad y su ejercicio cumple, entre otras, una función en la economía emocional de esos personajes. En efecto, su impunidad y arbitrariedad no solo entran en conflicto con la legalidad de la justicia social sino que también se pretenden mascaradas para desconocer su propio desvalimiento, el cual queda proyectado (y atacado) en los restantes miembros de la sociedad, la mayoría. Solo así se sienten “vivos”.
Es a partir de la identificación envidiosa con tales personajes que quienes se sacrifican descargan su rabia contra el Gobierno, al que reprochan por no poder desprenderse de su propio desvalimiento y al cual le piden, entonces, que también haga “sacrificios”.
El devenir de esta dinámica ya lo conocemos, “los vivos” siguen siéndolo, y los sacrificados-envidiosos se ofrecen como alimento para su voracidad. No advierten, claro está, que atacan a quien los ampara mientras ofrecen su sangre a los vampiros.
Cierre
Propusimos más arriba la figura del isomorfismo entre las pandemias y la economía especulativa, los llamados mercados. En ambas, hay un pequeño puñado de sujetos que buscan beneficiarse con el sacrificio de millones; en ambas hay un grupo de sujetos que solo logran sentir algo de vitalidad al suponerse únicos y privilegiados; en ambas, se trata de una caterva de narcisistas que viven de ser envidiados.
Pero hay algo que la pandemia nos debe enseñar también sobre los mercados, al menos para quienes aun no estaban convencidos: ni una ni otro tienden naturalmente al equilibrio, sino que corresponde a su propio funcionamiento la aceleración mortífera a costa de las mayorías y por ello, no dejamos de insistir, es imperiosa la intervención del Estado ya que es el único garante de una cohesión que preserve la autoconservación de cada quien.
Buenos Aires, 8 de abril de 2020
(*) Doctor en Psicología. Psicoanalista. Director de la Diplomatura en el Algoritmo David Liberman (UAI). Profesor Titular de la Maestría en Problemas y Patologías del Desvalimiento (UCES).