La sonrisa de Horacio- Por Fernando Alfón

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La sonrisa de Horacio- Por Fernando Alfón

Foto: Tito La Penna.

Foto: Tito La Penna.

Por Fernando Alfón*

(para La Tecl@ Eñe)

 

Era común entre los griegos creer que ningún mortal podía tenerse por feliz antes de haber llegado, libre de males, al término de su vida. En Horacio se podía adivinar esa felicidad, aunque tras una melancolía que había agrietado su rostro. Supo, no obstante, que definirse feliz era innecesario y trivial. No desdeñó la sonrisa, pero a menudo la envolvió de un semblante taciturno. Contra la euforia y la exaltación, prefirió el decir susurrante y agónico. Su sonrisa, ahora que viene a cuento, amerita una digresión. Digo Horacio y no González, porque lo llamábamos por su nombre, y adoptar aquí una forma distante sería un gesto ingrato o una afectación.

Su destreza fue el ensayo, la amistad y la magia. Todo eso se trató de un delicado movimiento cuyas leyes daban la sensación de ser naturales y estrictas. Su obra oral, ahora, perdida mayormente en las aulas universitarias, es riqueza desperdigada entre quienes lo llegamos a escuchar; su obra escrita, no exenta de arcano, demorará en ser descubierta. Esa obra ya se la podía espiar en sus lecturas, que tendían a ser panteístas. No eligió entre Facundo y Martín Fierro; creer en uno es creer en el otro. Cada vez que se erigió un templo a Sarmiento, Horacio llevó una flor en favor de Hernández. En la cita —mejor decir, en la influencia— Horacio vislumbró el drama de la cultura contemporánea. Si se tuviera que adjuntarle un partido, una filiación o un credo, quizá lo mejor sería llamarlo peronismo-borgeano. El concepto no es inabarcable, todos sabemos qué es el peronismo, todos sabemos qué significa Borges: dos laberintos inexpugnables.

Hay pensamientos que se disuelven al ser capturados. Horacio se hallaba en esa volatilidad, porque sabía que algo esencial vive únicamente al vuelo. Su pensamiento era la explosión de pequeñas epifanías encadenadas. Por eso es difícil ubicar sus libros en la biblioteca. Horacio estaba siempre en fuga; su forma de establecerse era la sustracción y recomposición sorpresiva en otro lado. Era una suerte de Proteo en medio de la Pampa húmeda. Decir que era un neomarxista, un gramsciano o un peronista de izquierda son solo fotografías. Ubicarlo en la intersección entre Perón y Borges, en cambio, reviste la posibilidad de la alquimia: una fusión entre la bestia y el ángel. Lo mejor que le hubiera pasado a la Argentina es que esos dos nombres se encontraran. Lo intentó Horacio, y su resultado ahora es una promesa, una corriente futura, acaso apenas vislumbrada.

Varias capas de sedimentos léxicos se recostaban en su lengua. Dar con Horacio era como ir por las callejas de un pueblito de casas agachadas y de golpe desembocar en una catedral, donde no faltan los toldos que se improvisan en las sombras, los mendigos de las escalinatas, los murciélagos que se cobijan en los campanarios. Era una catedral, digamos, latinoamericana, algo corroída por el verdín que se cuela entre los ladrillos, con sus gárgolas desojadas y sus pináculos degollados. La obra de Horacio no tiene un centro; están desparramados, se agolpan y desunen como remolino de riachuelo.

Pero su lengua, poblada de pliegues internos, no deja escuela, porque el remate definitivo de lo que hizo es estilo y no admite copia. Carecer de uno —escribió Groussac— no es sino el fiel indicio de un pensamiento sin vigor. Lo que algunos objetaban de Horacio era, justamente, tener estilo. Cuando se dice que alguien o algo es gonzaleano —cosas que ya decimos—, debiera entenderse por ello una cordialidad radical que, en caso de imitarse, redundaría en beneficios. Creo que, en el mundo intelectual actual en que vivimos, tender a dar la razón a quien nos contradice o sugerir una perspectiva más estimulante, eso es gonzaleano.

Y así como no hay un sistema que pueda asociarse a Horacio, tampoco dejó un libro paradigmático, ni una frase, ni una palabra que sea indefectiblemente suya. Tramó la imprecisión de su herencia con sumo cuidado. Discurría como una anguila en el agua: el método es la estela imperceptible que deja al pasar. Manualizarlo, con el tiempo, será una forma eficaz de evitarlo. Algunos creen que, si Horacio hubiera nacido en París, ahora ostentaría la fama de un Rancière o de un Baudrillard; pero nació en Buenos Aires, y si esa suerte conspiró contra su fama, al menos no imposibilitó que Horacio creciera; es difícil imaginar que un hombre así germinase en otro ecosistema que no sea el Río de la Plata.

Una vez oí decir que los Restos pampeanos pecaban de restos, pero sobre todo de largos. Es un error; presume que la forma no es constitutiva al sentido. Convendría pensar a Horacio como un ensayista, pero de aquellos que traman el ensayo como ficciones argumentativas. Ahora bien, ¿de qué versan?, ¿de qué tipo de ficciones se trata? Horacio trabajaba sobre leyendas. Su material literario ―quizá como lo fue para los antiguos― era el mito. Una vasta tradición nacional se inscribe en esta ruta en el que el tema es, invariablemente, la sombra terrible de Facundo.

Horacio dijo cosas muy graves sobre el gobierno al que se lo ha asociado, pero al revestirlo de esa alusión metafórica, no pudo ser alcanzado por la censura; dijo lo suyo entre líneas, sustrayéndose tanto al aplauso inmediato como a la persecución. Pidió grandes textos al kirchnerismo, y éste se lo concedió, paradójicamente, buscando en los que el propio Horacio escribía. Entonces fue invitado a la televisión, a la que sólo consintió en asistir para decir que la televisión nunca lo comprendería.

Al llegar a la Biblioteca Nacional, Horacio se comportó como un Colón al llegar a las Antillas: bautizó una sala perdida, una plaza, un pasillo. El gesto no era mera agua bendita. Sabía bien del poder secreto de los nombres. A la manera de Hermógenes —no a la de Crátilo—, los nombres se apoyan en las cosas hasta parecer inherentes a ellas. El modo en que actuó en la Biblioteca hizo bufar a los eunucos y despabilar a los tecnócratas. Reabrió la célebre revista de Groussac, reeditó libros inhallables, promovió la escritura de otros invalorables y buscó convencer a los bibliotecarios de que su saber también podía ser un arte. Luego, la parte borgeana de su peronismo lo convenció de publicar el mayor libro antiperonista jamás escrito, ¿Qué es esto?, diatriba que nadie, en su lugar, se hubiera atrevido a reeditar. Desde ese momento su renuncia estuvo a disposición de las autoridades, que jamás la tomaron, desde luego, porque Horacio ya era un Aleph, un punto preciso en Buenos Aires donde todas las discusiones de la Argentina se congregaban. Thomas Carlyle creyó que la historia de un pueblo se encontraba cifrada en sus hombres representativos. Así lo creyó Sarmiento y se lanzó a escribir biografías. Horacio sospechó, en cambio, que el drama de una persona se encuentra, aunque expandido, en la historia social que lo circunda. Hoy día, sin embargo, para comprender qué es la Argentina —o mejor aún, qué puede llegar a ser— hace falta descifrar qué fue la vida de Horacio. Mientras estuvo vivo, teníamos la grata sensación de que eso que llamábamos nación, aún tenía vigencia. Sin Horacio, la suerte del debate político adquiere la vaga incerteza del desvarío. Sé bien que esta presunción es afectiva, pero emana de la insistencia con que nos preguntaremos, ante cada instante de peligro: ¿qué hubiera pensado Horacio? Siento que un nudo neurálgico de la nación es esta persona que ahora despedimos; siento que esa mirada ruda y tierna es, incluso, la nación como herencia, pero más como tarea.

Todos los que hemos sentido su influjo, lo agradecemos a diario. Permítaseme, aquí, una última confidencia, pues en mi caso ese influjo no provino tanto de sus libros o de sus clases, sino de su silencio. Demoré en comprenderlo, y ahora lo veo diáfano en uno de los primeros recuerdos que tengo de él. Fue un viernes de invierno, en La Plata, creo que del año 2001. Llovía, y para colmo llovía poco, esa frugalidad que hace triste a la lluvia. Casi no habían venido alumnos a su clase; tampoco habían venido Lisandro, ni Esteban, ni Matías, los otros compañeros de la cátedra. Terminó antes y nos fuimos a abandonar al café del Pasaje Dardo Rocha. Horacio no hablaba. Sus desconcertados libros se apilaban al filo de la mesa y dejaban caer, como heridos edificios de una posguerra, pedazos de polvo, polvo de hojas resecas y algún que otro manuscrito en servilleta. Dos vasos de cerveza transpiraban sin apuro. Yo tampoco hablaba, y no quería forzar algún comentario ocurrente. Temía que él pudiera descubrir el esfuerzo de mi elocuencia. No hacía mucho que nos conocíamos. Él ya era Horacio Gonzáles; yo no tenía nombre, y quizá era un precoz licenciado o un novelista sin obra que aún no había leído, siquiera, a Roberto Arlt. Casi no había gente en la sala. Se podía escuchar hasta el golpe de las gotas en los ventanales. Yo pensaba en el tiempo que ese hombre derrochaba conmigo, y trataba de no pensar, para que él no escuchara mis pensamientos. Temía que una partida prematura los quisiera apaciguar. En cambio, pidió otra cerveza, y yo pedí otra más. Habremos estado, no sé, el primer tramo de una eternidad. Después nos despedimos y lo vi alejarse por la calle 6, hasta que el último farol lo dejó de iluminar. Aquella noche traté de descifrar por qué me había regalado todo ese tiempo, por qué, incluso, había venido hasta La Plata. Después pasaron los años y lo volví a ver otras tantas veces más, pero nunca olvidé aquella primera vez que estuvimos solos. Yo fui por otros caminos, leí y olvidé a Arlt, mas guardo aquella tarde como un don. En aquel dilatado silencio del café me mostró qué era ser un maestro. Todos los momentos que pasé con Horacio fueron de gozo; creo haber recibido su influjo como el más benefactor de los ensalmos. Ahora siento, además, que ese influjo es una responsabilidad y un destino.

 

La Plata, 22 de junio de 2021.

*Escritor y ensayista.

8 Comments

  1. Mirian dice:

    Hermosa manera de despedir a Horacio: con su legado que es infinito y con una responsabilidad casi utópica de encontrarlo

  2. Silvia Torres dice:

    Una bella despedida para un gran intelectual y un compañero gigante como fue Horacio González, cuya partida deja un vació difícil de llenar.

  3. Pachy dice:

    Hermoso retrato de Horacio. Hemos quedado más solxs, pero con el orgullo de haber sido sus contemporánexs.

  4. El duelo por un grande suele derrochar retóricas con lágrimas. No es este el duelo que nos ofrece el autor de este escrito ( a quien por bruto no incluía en mi bruteza) y que se atreve a «Horacear» ,»Borgesear» » Peronear» y «Alfonear» en esta despedida. Excepcional por su emoción inteligente y su intimismo casi insentimental. Síntesis como de entrecasa y de entrepensamientos del «Maestro» con el que todavía está conversando y sobre todo escuchándolo. El discípulo acá no lo llora lo piensa y lo admira. Y hasta se arriesga a arriesgarlo con lo del «Peronismo borgeano».
    No es contradictoria la triste alegría de este adios nuestro, argentino. Como dice Donne , las campanas tocan por nosotros.

    • Fernando dice:

      Barone, no puede ser tan grande la coincidencia. Estaba leyendo Diálogos Borges-Sábato, compilados por vos y se me ocurrió leer los comentarios de esta despedida, y veo tu mensaje, y me pregunté ¿Es el mismo Barone? Y claro que sí… Es una grata sorpresa. ¿No habrá, acaso, como dice Borges en esos diálogos, una fuerza misteriosa, que no logramos comprender y que atrae a las personas? Te mando un saludo grande. Fernando.

  5. Adriana B De Piero dice:

    La sonrisa de Horacio, se entremezcla con una presencia recordada, Profesor Fernado Alfón, de unas cuántas clases, de textos sociológicos y literarios, puestos al límite, en una maravillosa cátedra, que me permitió descubrir la posibilidad de la escritura de un humilde ensayo. Gracias, Profesor, también por tirar piedras y observar las ondulaciones en el agua, que seguro siempre ofrecen allguna transformación.

  6. Nahuel Baridon dice:

    Muy emocionante recuerdo y homenaje

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