Los autores de este artículo sostienen que la cultura de la cancelación se organiza en función de cánones morales políticamente correctos. Cada uno de esos gestos cancelatorios son cristalizaciones apologéticas de lo “políticamente correcto” que constituye una forma sutil de ejercer la censura y evitar las querellas. Afirman que esa censura está basada en el correccionismo que es, también, una manera de balizar los debates ajustándolos a patrones morales que erosionan o debilitan los intercambios. La cultura de la cancelación, entonces, está hecha de exclusiones. Es una manera de anular al otro, descalificarlo hasta la neutralización, y deportarlo si es necesario. Las cancelaciones no están hechas de derecho de réplica. Una persona cancelada es una persona proscripta hasta que el olvido, si tiene suerte, haga su trabajo paciente o vengan otros vientos.
Por Esteban Rodríguez Alzueta* y Leandro de Martinelli**
(para La Tecl@ Eñe)
1. Clausuras
Mucha gente no entiende lo que es una discusión, quiere siempre la verdad, busca coincidir, que le digamos lo que sabe de antemano. Por eso, cuando no le decimos lo que quiere escuchar y frustramos sus expectativas, se enoja y agrede. Se enoja y escribe rápido un posteo anónimo lleno de insultos que subirá a los comentarios de los lectores o a veces en su propio muro. Se sabe, las redes sociales se disponen también para ejercer la puntería y el escrache. Y cuando eso hacen, no se dan cuenta que están clausurando los debates, que vuelven a bajarle la persiana, arrojando agua, mucha agua sucia, a la arena pública hasta que el suelo donde estábamos queriendo hacer pie se vuelve fangoso y todos empezamos a resbalar y ensuciar lo que tocamos.
En segundo lugar, otra forma de cancelar la cultura es a través del archivo. El archivo te condena. Después de tanta TVR, tanto 678, tantos años entrenados frente al televisor, nos acostumbramos a mirar las cosas desde el archivo. No hay política sin archivo y tampoco hay periodismo. El archivo nos hace reír o nos indigna. Hay una tendencia a mirar el presente desde el pasado, a buscar en el Twitter o el posteo de Facebook que escribimos hace 10 años atrás, una clave para saldar las discusiones y clausurar el presente. Porque el pasado mirado desde el archivo es un pasado moralizado. Se trata de un modo de conocimiento tributario de las policías. Hacemos del archivo un prontuario que nos permita enfocar y deconstruir a una persona. En efecto, los usuarios de las redes se la pasan haciendo ciberpatrullaje, espiando a las personas a través de sus fotos, posteos y amistades. Tienen otras palabras para disimular esa conducta voyeurista y parapolicial: por ejemplo dicen que están stalkeando a una persona. Una gimnasia que encuentra en la cultura de la vigilancia y la delación un punto de apoyo para explayarse y ejercerse naturalizadamente, sin escandalizar a su entorno.
Estas formas de conocimiento, bastante ingenuas por cierto, olvidan otras dos cosas. Primero, pierden de vista que gran parte de lo que se escribe en las redes es literatura, muchas veces de la peor. Pero este es otro tema. Las opiniones son contingentes, solemos volcarlas al espacio público tomando una serie de riesgos porque nunca sabemos si estamos convencidos con lo que acabamos de decir. Pensamos en voz alta con el otro, al fragor de discusiones muchas veces apasionadas. Las opiniones que manifestamos son una manera de averiguar lo que pensamos y sentimos, una forma de ir componiendo nuestro punto de vista que no será inamovible. Segundo, presuponen que las personas son siempre las mismas personas, confundiendo de paso las opiniones con su identidad. Dime lo que dijiste y te diré quién eres. Se sospecha que las personas tienen que ser coherentes, y la verdad es que somos itinerantes, vamos mudando las opiniones, criterios y devociones. A veces porque las opiniones se nutren de una experiencia más compleja, otras porque las personas se van cerrando y tienden a simplificar sus puntos de vista hasta la banalidad. Las personas van corriéndose de lugar, algunas más rápido que otras, se desplazan en zigzag y, a veces, esas oscilaciones suelen ser más pronunciadas o evidentes que otras.
Les pasó hace unos meses a los jugadores de Los Pumas. Más allá de que estemos o no de acuerdo con las opiniones que vertieron los rugbiers hace ocho años, alguien decidió ir hacia atrás en busca de palabras que pudieran dejarlos en orsai y condenarlos moral y socialmente, sacarlos de la cancha y cancelarlos culturalmente. Pero lo que les pasó a estos jugadores no fue un caso aislado. Sucede todo el tiempo en la política, pero también en nuestra vida anónima, en el mundo de la música, las artes visuales, la literatura, la universidad.
En noviembre de 2017 el empresario Daniel Grinbank publicó un tuit donde se jactaba de declinar la oferta que le realizara a Morrissey para un recital en Argentina. ¿Los motivos? Las declaraciones que el cantante y compositor hizo acerca de las denuncias de pedofilia contra el actor Kevin Spacey. Morrissey había lanzado algunas preguntas contra los denunciantes. “No nos interesa producir este tipo de artistas con estos valores”, sentenció Grinbank. Por supuesto, muchos mordieron el anzuelo sin acusar recibo que se trataba de un empresario. Es más fácil pensar que no le interesaba el negocio y que, además, quería dinamitarlo para cualquier otro empresario que se atreviera a traerlo. Para la moral de Grinbank producir a Morrissey era lo mismo que avalar sus dichos. Correccinonismo mata billetera. Grinbank sabe que se puede ganar algo allí donde no hay nada para ganar y de paso levantar su reputación moral. El debate en las redes no se hizo esperar. Ese año, recordemos, fue cuando el punitivismo desembarcó con toda su fuerza en el mundo académico. Hubo juicios sumarios y linchamientos simbólicos en los pasillos de las facultades y colegios secundarios más prestigiosos del país. Y muchas agrupaciones estudiantiles abrazaron las herramientas de la derecha como si el contrato social no existiera. El derecho a legítima defensa y la presunción de inocencia quedaron sepultados por la agenda internacional que le marcaba el camino a la política universitaria y al empresariado nacional. Morrissey estaba cancelado, había quedado cancelado literal y metafóricamente hablando.
La mecha se encendió otra vez en las redes sociales con Cacho Castaña. De Morrissey a Castaña hay dos segundos; ni el DJ más aturdido hubiera hecho semejante mezcla para que resonara en loop. Un periodista alarmado contra los que defendían a Castaña se preguntaba “¿cuántas muertes vale una canción?” Es la teoría del dominó aplicada a la cultura: se empieza con una canción, tarareando una canción, y se termina festejando la violencia o ejerciéndola por mano propia. La teoría parece refinada: no hace falta cancelar artistas sino algunas canciones que incitaban a la violencia. Ya sabemos que Marilyn Manson fue el culpable de la Masacre de Columbine, así que también se podía pensar que Cacho Castaña, o muchas cumbias y todo el reggaetón, bien podrían ser los partícipes necesarios de unos cuantos actos de violencia de género. Los canceladores no necesitan más pruebas que el testimonio de la víctima. La víctima siempre tiene razón y, además, mucha pasión. La víctima no tiene la verdad, está en la verdad. De pronto todo ese sector de la clase media ilustrada encontró una solución rápida a problemas centenarios: censurar artistas y renegar del debido proceso. Puritanismo y sociología falopa.
Les sucedió también a unas cuantas bandas indie en Argentina que fueron apuntadas como impostoras, detrás de su cancionero había mucha violencia disimulada. De hecho hace poco nos enteramos también que una vieja canción de Lou Reed, Walk on the wild side, hoy escrachado por machirulo, había sido censurada post morten en una fiesta universitaria en Ohio. O a Ariel Pink que por participar de una marcha pro Trump el sello discográfico canceló su contrato mientras era escrachado en las redes sociales por sus despechados seguidores.
2. Comisariados
Mucha militancia se subió entusiasta al punitivismo sin darse cuenta que estaba reproduciendo prácticas que maduraron en la vereda de enfrente. La micropolítica hoy día se organiza en función de las afinidades: todos leen más o menos los mismos libros, escuchan más o menos las mismas bandas, van a los mismos lugares, las mismas librerías, las mismas fiestas, las mismas marchas y, por su puesto, tienen que tener los mismos valores, las mismas opiniones, las mismas estéticas, el mismo corte de pelo, y deben indignarlos las mismas cosas. Y el que se corra del circuito será amonestado, cancelado, expulsado. El que no está de acuerdo se va o lo expulsamos nosotros.
El nombre de esta solución tampoco tardó en llegar: cancel culture. Es un nombre importado que quiere presentar como novedoso algo viejo. Como cuando le dicen “colchón de hojas verdes” a una ensalada de lechuga. Que las puebladas y linchamientos se hagan por otros medios no quiere decir que sean otra cosa. Que a veces sean a golpe de billetera, o con Netflix como animal espiritual, tampoco cambia mucho. El mercado encontró una dirección nueva.
No es casual, entonces, que la difamación haya proliferado en los cenáculos universitarios y en el mundillo de las militancias de izquierda y progresistas. Cuando no se sabe cómo hacer política se hará justicia. Cuando las agrupaciones son impotentes en la política, encuentran en la justicia difamatoria una manera de llenar el tiempo, de completar su grilla de reuniones, de reemplazar la disputa electoral con la clausura cultural. A lo mejor no podrán ganar una elección pero se llevarán puesto a unos cuantos compañeres; saldrán a cazar al diferente, sea la persona que acosa a las compañeras, al profesor que armó una bibliografía sin cupo femenino, al machirulo, al que no usa lenguaje inclusivo, al facho. Una justicia banal, que borra las escalas, que está hecha, por otro lado, de la misma superioridad moral que siempre se arrogó. Porque de la misma manera que antes fue clasista y luego pobrerista, ahora es feminista. Hablamos de un purismo del yo militante: yo soy humanamente superior asique no necesito revisarme. Hablamos de militantes enclaustrados en un frasquito de formol, preservados de cualquier contaminación. Patrullas morales que se dedican a levantar la banderita de posición adelantada a todos aquellos que se corran de la línea correcta, del correccionismo moral de turno. Una militancia armonizada que confundió la indignación con el compromiso; una militancia iracunda que se dedica a hacer justicia por boca propia. Por supuesto que estamos generalizando pero solo lo hacemos para ser gráficos, de modo que antes que nos salten a la yugular y nos cancelen les decimos: al que no le calce el sayo que no se lo ponga. De más está decir que las militancias de izquierda no son un bloque unidimensional y mucho menos el movimiento de derechos humanos o el movimiento feminista. Las militancias son complejas y contradictorias, pero a veces esas apuestas simplistas y sensacionalistas, tributarias de televisión, son las que más prensa ganan, las que más chances tienen de viralizarse por las redes sociales, de cuestionar y extorsionar nuestras amistades.
Hablamos de la imposibilidad de construir un escenario común. Al otro se lo anula. Esto es a matar o morir, simbólicamente hablando, claro está. No importan sus explicaciones, siempre serán entendidas como meras excusas, justificaciones fuera del tiempo. Nosotros sabemos quién es el otro, sabemos cómo piensa y sabemos lo que siente y qué tiene que decir y, sobre todo, cómo decirlo. Sabemos que el otro no es la patria, la patria es uno mismo y todes los que se parecen a uno. “La patria es el otro” funciona como slogan progre hasta que el otro se cae de la cornisa de la moral bienpensante y tachamos la letra “t” para que sea simplemente un paria. Acá lo importante es lanzar la frase más contundente para que la hinchada grite a favor y reclutar likes por todas las redes sociales. Y, en última instancia, interpelar al cardumen o la muta de zaca para que salga a picotear al otro, al paria.
3. Correccionismos
La cultura de la cancelación se organiza en función de cánones morales políticamente correctos. Cada uno de esos gestos cancelatorios son cristalizaciones apologéticas de lo “políticamente correcto” que, dicho sea de paso, constituye una forma sutil de ejercer la censura y evitar las querellas. Somos partidarios de que los debates en democracia tienen que ser abiertos, desinhibidos y vigorosos. Y no se nos escapa que a veces pueden volverse demasiados desinhibidos y demasiados vigorosos. Pero el correccionismo es también una manera de balizar los debates ajustándolos a patrones morales que erosionan o debilitan los intercambios. Se cree que el correccionismo es una manera de poner en caja al discurso del odio, pero lo único que se logra con ello, es continuar restringiendo el debate por otros medios, otra forma de cultivar la censura, de ejercer una presión para que nos adecuemos a determinados valores, creencias, o modos de pensar y actuar. Y el que se corra de la línea correcta corre riesgos de ser boicoteado, cancelado, excluido. Por su puesto que el odio es una forma de practicar la censura previa y con ello no estamos equiparando las experiencias, pero a juzgar por sus efectos tienden a ser experiencias parecidas: ambas buscan dejarte afuera, sacarte del juego, ponerte una mordaza.
No es fácil escribir en una época neopuritana como la que estamos viviendo hoy día, cuando la palabra perro muerde, cuando la literatura o la música se confunden con el periodismo y el periodismo debe practicarse según el correccionismo de turno. Porque hay que agregar que en la era de las correcciones las personas no pueden tener deseos oscuros ni abyectos, pero tampoco opiniones que se aparten del canon de la tribu por donde suelen moverse. El correccionismo ha puesto a la literatura, la música, las artes plásticas, las clases y a la política en general contra la pared. El correccionismo es una manera de policializar la vida cotidiana, de vigilar la conversación y las aulas, de implosionar las amistades, de reglamentar aún más los espacios de trabajo. Estamos cada vez más sitiados por comisarios morales que hicieron del arte o la militancia una cruzada moral.
La cultura de la cancelación, entonces, está hecha de exclusiones. Es una manera de anular al otro, descalificarlo hasta la neutralización, y deportarlo si en necesario. Las cancelaciones no están hechas de derecho de réplica. Las correlaciones de fuerza organizan las cancelaciones. Se lo cancela porque la corriente de opinión es tan fuerte que resulta imposible hacerle frente, contradecirles. Los influencer o periodistas estrellas reclutan adhesiones y se lanzan en manada a la caza del otro. La cancelación llega con el cardumen y forman mutas de acoso.
Ahora bien, como dijo hace poco Ileana Arduino: “No toda reacción crítica es cancelar. Dejemos de uniformar experiencias y situaciones. Cancelar es exactamente lo contrario a discutir una posición política, cancelar es impedirle a otrx hablar, reducirlx a una dimensión, expulsar y negar toda posibilidad de interacción con todxs. Discutir es lo contrario a cancelar.” La cancelación está hecha sustracciones y rupturas. Es una manera de evitar la discusión, de romper los vínculos y componer unanimatos, de certificar identidades cerradas: El que saque los pies del plato se los cortamos. Y la carnicería moral se hará en nombre de la libertad de expresión sin darse cuenta que están ejerciendo la censura. Porque una persona cancelada y, por añadidura, estigmatizada por lo que sea, será una persona que no existe más. No solo fue restringida o anulada de las redes sociales y denunciada a las autoridades del mercado, sino que quedará en el ostracismo. No existe más en las redes, en los diarios, en los bares, en los centros culturales, te cancelan. Se transforma en una persona non grata que tendrá prohibido el derecho de acceso so pena de ser escrachada a viva voz. Una persona cancelada es una persona ninguneada, tachada, proscripta hasta que el olvido, si tiene suerte, haga su trabajo paciente o vengan otros vientos.
La Plata, 30 de enero de 2021.
*Docente e investigador de la Universidad Nacional de Quilmes. Director del LESyC y la revista Cuestiones Criminales. Autor entre otros libros de Vecinocracia: olfato social y linchamientos, Yuta: el verdugueo policial desde la perspectiva juvenil y Prudencialismo: el gobierno de la prevención.
**Editor de FIRPO CASA EDITORA, autor de Plagar.
1 Comment
Excelente Nota!!
Cuánto para pensar, y en esta red no es sopa.
( Por favor no puedo ensen que estoy cancelando tuiter, ja)
Hace unos años aprendí a separar obra y autor, aunque esa acción ya representa una nueva perspectiva , lo hace dinámico.
Gracias y Buen Domingo