No hay industrialización sin energía y sin petróleo, y no hay desarrollo ni transformación para una Nación sin el Estado como motor, conducido por los sectores populares y sus aliados con una amplia participación del capital nacional.
Por Mario de Casas*
(para La Tecl@ Eñe)
Hay que realizar la segunda independencia, renovando el continente.
Manuel Ugarte, en el Manifiesto a la juventud latinoamericana.
Habíamos dicho que el proceso de industrialización iniciado en los años 30 del siglo pasado en nuestro país vino impuesto por las circunstancias, y que no fue de inspiración nacional.
El centro imperial descargó la crisis sobre la periferia, como puso en evidencia Scalabrini Ortiz en “Política Británica en el Río de la Plata”. Con el Estado en sus manos desde el golpe del ’30, la oligarquía implementó medidas como el control de cambios y la retracción de importaciones que configuraron un proteccionismo tendiente a equilibrar la balanza de pagos; así se generó un desenvolvimiento industrial que modificó la estructura socio-económica del país. Pero ese incipiente desarrollo de la industria no era consecuencia del proyecto de una clase burguesa que pretendiera hacer la revolución industrial.
Había, sí, la participación de industriales cuya conciencia por el interés nacional y su propio interés de clase eran y siguen siendo sumamente precarios, reflejo de la enorme debilidad orgánica de la burguesía como clase, que era y es material pero también ideológica; su subordinación al pensamiento dominante de la oligarquía se materializa en la aplicación de excedentes a la compra de valiosas tierras, la forma de propiedad de la clase dominante, socialmente la más jerarquizada. Esos campos no son fábricas de vacas o de soja, suponen en cambio un cuasi monopolio sobre un bien natural: la característica sobresaliente de sus propietarios es el parasitismo, no la reinversión de las ganancias o las rentas que surgen de la gran diferencia entre los precios internacionales de los productos agropecuarios y los costos locales.
En ese régimen de propiedad de la tierra hay que buscar el fundamento de esta lógica de funcionamiento y de la naturaleza del poder político en períodos como el actual. Todos factores convergentes en el desvío del excedente nacional fuera del circuito interno de la reinversión, del desarrollo de la ciencia y la tecnología y de la redistribución progresiva del ingreso; en parte absorbido por las metrópolis imperialistas y en parte por el consumo suntuario, la valorización financiera del capital y la fuga de divisas de los sectores dominantes domésticos.
Es esta cualidad fundamental la que distingue a la clase dominante autóctona de la burguesía que, ya en su rol hegemónico, impulsó la unificación o la independencia nacional en Europa y los Estados Unidos en el siglo XIX; determinante además de la condición dependiente de nuestro país y, por lo tanto, de la cuestión nacional y la inalcanzada independencia real. Causa que determina el desplazamiento de la tarea central de la liberación nacional a otros sectores sociales, que para llevarla a cabo están obligados a conformar un frente nacional.
La historia enseña que en países dependientes como el nuestro, tal transformación tendrá por motor al Estado, conducido por los sectores populares y sus aliados con una amplia participación del capital nacional, o no será; y que consiste en consolidar un patrón de acumulación que desarrolle el mercado interno y promueva la industrialización como orden socio-económico dominante, para lo cual es fundamental la apropiación social de las extraordinarias rentas agropecuarias. Se generan así las condiciones necesarias para un adelanto tecnológico propio y un elevado nivel de empleo, tanto general como calificado, que equivale a decir mejores salarios y redistribución progresiva del ingreso. En tal situación, el Estado puede garantizar la ampliación continua del régimen de acumulación reteniendo el excedente dentro de las fronteras nacionales; y evitar la depredación de los recursos naturales, muchos de los cuales son no renovables, escasos y revisten un valor estratégico: no hay industrialización sin energía y sin petróleo.
Éste es el gran desafío pendiente y no son pocos los requisitos que la hora nos exige para realizarlo. Uno de ellos es la recuperación de nuestras palabras y nuestros símbolos, como proponía Gramsci.
La madre de esas palabras es patria. Ya nuestros escritores del siglo XVIII invocaban la patria, y la palabra aparecía en el discurso colonial, sobre todo en protestas contra la situación de marginación con que la Metrópoli mantenía a sus colonos; se trataba de una patria invocada desde una voluntad de autonomismo e implicaba una crítica al poder metropolitano. Más tarde la patria adquirió un sentido distinto en el discurso revolucionario, claramente separatista; tal el uso de la palabra en Simón Bolívar, en San Martín y en todos los libertadores de ayer y de hoy.
Pero la semántica de las palabras que tienen connotaciones políticas ofrece distintos significados, que suelen corresponderse con la ideología de quien las emplea. Si los autonomistas del siglo XVIII y los independentistas del XIX le dieron los usos señalados, en el siglo XX la oligarquía autóctona hizo de la palabra una pieza ideológica de su propio discurso, que fue más “patriótico” cuanto más reaccionario y antipopular. Basta con tener una idea de lo que fue la llamada “Liga Patriótica Argentina” para saber de ese “nacionalismo”. Y fue por eso, porque fue arma de la oligarquía, que los obreros de fines del siglo XIX, en particular los anarquistas y socialistas pero en general todos modestos inmigrantes, rechazaron el uso del término; y tenían razón, había sido infectado y no servía a la causa de la integración social.
La patria en manos de la oligarquía que disponía de toda la fuerza del Estado, que controlaba la historia nacional como algo de su exclusiva incumbencia, que se subordinaba y sometía el país a los intereses imperialistas, era una patria que excluía calificando a los sectores sociales: frente a la “patria” estaba la “antipatria”, los anarquistas, socialistas y comunistas; y los obreros en general en tanto luchaban por su inserción social y formas plenas de reconocimiento.
Marx había dicho que los proletarios no tienen patria, y esta afirmación fue usada para justificar y fundar el rechazo del término. Pero las palabras del autor de El Capital debieron tener otra interpretación: simplemente quiso decir que los proletarios no tenían patria porque los burgueses se la habían apropiado. Se trataba pues de rescatarla. El internacionalismo unía patrias, no las negaba, pretendía integrarlas sobre otras bases. Frente a él, los nacionalismos de derecha, de los amos de la tierra, atomizaron las patrias y las prepararon para su recolonización, porque si hay una tradición de independencia inconclusa es porque hay otra de recolonización que intenta convertirnos para siempre en neocolonia.
Las invocaciones a la patria y sus símbolos estuvieron ausentes durante años en algunos sectores sociales pertenecientes al campo popular, tal vez por temor a incurrir en patrioterismo.
Es importante nombrarla y ver en esta patria real, tal como la sufrimos en nuestros días, la patria de la exclusión; en la que el neoliberalismo disfrazado de democracia repite las políticas que antes se sustentaron con la muerte de una generación en los campos de concentración de la última dictadura, y años después con el desempleo masivo que impide construir a cada uno su identidad y apaga la protesta social, que ahora es ahogada en sangre. Es necesario nombrarla y reconocerla para redimirla.
Para finalizar, considero oportuno transcribir partes del Manifiesto de Ugarte, olvidado mensaje cuya principal convocatoria elegí como epígrafe de esta nota:
Manifiesto a la juventud latinoamericana
“Tres nombres han resonado estos últimos meses en el corazón de América latina: México, Nicaragua, Panamá. En México, el imperialismo se afana por doblar la resistencia de un pueblo indómito que defiende su porvenir. En Nicaragua, el mismo imperialismo desembarca legiones conquistadoras. En Panamá, impone un tratado que compromete la independencia de la pequeña nación. Y como corolario lógico cunde entre la juventud, desde el río Bravo hasta el Estrecho de Magallanes, una crispación de solidaridad, traducida en la fórmula que lanzamos en 1912: ´La América Latina para los latinoamericanos´. Es indispensable que la juventud intervenga en el gobierno de nuestras repúblicas, rodeando a hombres que comprendan el momento en que viven, a hombres que tengan la resolución suficiente para encararse con las realidades. […]. Y es contra todo un orden de cosas que debemos levantarnos. Contra la plutocracia que, en más de una ocasión, entrelazó intereses con los del invasor. Contra la politiquería que hizo reverencias ante Washington para alcanzar el poder. Contra la descomposición que, en nuestra propia casa, facilita los planes del imperialismo. Nuestras patrias se desangran por todos los poros en beneficio de capitalistas extranjeros o de algunos privilegiados del terruño, sin dejar a la inmensa mayoría más que el sacrificio y la incertidumbre. […]. Si no renunciamos a nuestros antecedentes y a nuestro porvenir, si no aceptamos el vasallaje, hay que proceder sin demora a una renovación dentro de cada república, a un acercamiento entre todas ellas. Entramos en una época francamente revolucionaria por las ideas. Hay que realizar la segunda independencia, renovando el continente. Basta de concesiones abusivas, de empréstitos aventurados, de contratos dolorosos, de desórdenes endémicos y de pueriles pleitos fronterizos. Remontémonos hasta el origen de la común historia. Volvamos a encender los ideales de Bolívar, de San Martín, de Hidalgo, de Morazán….” (Las cursivas son mías).
Mendoza, 14 de marzo de 2018
*Ingeniero civil. Diplomado en Economía Política, con Mención en Economía Regional, FLACSO Argentina – UNCuyo.