Aquello que Javier Milei también debería decir.
Javier Milei utiliza la retórica de la exaltación del libre mercado para afirmar que el impuesto, el Estado, y cualquier tipo de dirigismo económico no es más que un robo hacía los productivos y los exitosos. Pero ¿es esto realmente así?
Por Juan Ortiz*
(para La Tecl@ Eñe)
Sobre el final de su excelente historia antropológica de la economía, el brillante antropólogo David Graeber afirma que el origen del mercado es el robo: “…históricamente, los mercados impersonales, comerciales, tienen su origen en el robo. Más que ninguna otra cosa, la eterna letanía del mito del trueque, empleada casi como un conjuro es la manera que tienen los economistas de esquivar cualquier probabilidad de tener que enfrentarse a ello. Pero incluso una breve reflexión lo hace evidente. ¿Quién es más probable que fuera el primer hombre en mirar una casa llena de objetos y tasarlos inmediatamente en términos de por cuánto los podría vender en un mercado? Tan sólo pudo ser un ladrón. Los ladrones, los soldados errantes y posiblemente después los cobradores de deudas fueron los primeros en ver el mundo de esta manera.” (Graeber, En deuda, p. 534).
El libro se titula “En deuda: una historia alternativa de la economía” y con estas afirmaciones su autor desafía los presupuestos anquilosados de la teoría económica hegemónica (tanto de izquierda como de derecha, presuponiendo, aunque sea por un momento, que estos términos aún significan algo). Hoy más que nunca estas afirmaciones adquieren actualidad, ya que se observa el crecimiento de discursos políticos que realzan de manera ingenua las lógicas del libre mercado. Javier Milei, el desquiciado libertario cuya influencia parece ser mayor que su lucidez, utiliza esta retórica para afirmar que el impuesto, el Estado, y cualquier tipo de dirigismo económico no es más que un robo hacía los productivos y los exitosos. Pero ¿es esto realmente así?
Un abordaje histórico prudente y riguroso siempre es la clave para desactivar discursos que aspiran a la hegemonía. Michel Foucault solía decir que la verdad suele ser un error que tiene el poder de no poder ser refutada, ya que el tiempo y algunas circunstancias la habrían vuelto incuestionable. Y eso es lo que opera en aquellas cuestiones que Milei (entre otros: Espert, Macri, Larreta, etc.) realza como verdad: el individuo, su interés, la libertad y el librecambio.
La primera cuestión que Graeber se encarga de desarticular apunta a lo que llama el “mito del trueque”. El autor analiza con lujo de detalles que el trueque -la piedra filosofal de los economistas clásicos- no es más que una simplificación sin base en ningún registro histórico. Nunca existió un sistema en el cual yo voy a un mercado con libros o artículos académicos y los cambio por yerba para el mate. No hay una sola cultura donde esto pueda haberse registrado del modo en el que lo pensó Adam Smith. Graeber fundamenta sus ideas con rigurosidad antropológica y con una admirable capacidad para contar historias. Utiliza ejemplos de sociedades a lo largo y ancho del globo, desde los inicios del registro histórico hasta nuestros días. Lo que encuentra es que, incluso en aquellas culturas que más se acercan el trueque como lo pensó Smith, las cuestiones eran más complejas. En ellas, el trueque era parte de las relaciones entre comunidades (nunca al interior de una comunidad y como regulación de intercambios), se mezclaban con reuniones rituales, con intercambios de otras formas de capital simbólico y no tenían un carácter puramente económico. El análisis de las comunidades indígenas americanas es interesante al respecto. Smith utilizó el ejemplo de los indígenas americanos para dejar volar su imaginación. Pero ya en ese tiempo existían estudios que mostraban que el modo de vida económico entre los iroqueses distaba del trueque: “las principales instituciones económicas de las naciones iroquesas eran casas comunales en que se acumulaban la mayoría de los bienes, que los consejos de mujeres distribuían, y nadie intercambiaba puntas de flecha por carne.” (Graeber, ibídem, p. 37).
Pese a esta verdad histórica, los economistas clásicos postularon una teoría idealista del trueque que sirvió para fortalecer una teoría igualmente idealista del dinero. En consecuencia, pensaron sin ningún tipo de prueba histórica que, como los intercambios eran muy difíciles (quizás al que tenga yerba no le interesan mis libros de sociología), la gente habría inventado el dinero para simplificarlos. Y como el dinero lo acuñaba una autoridad política, siempre lo hacía mal, tergiversando la moneda para su propio beneficio, generando inflación, pobreza y, en suma, interviniendo de manera perversa sobre la pureza del intercambio económico natural.
Es interesante advertir que esta idealización infantil del trueque la encontramos latiendo en los delirios de Javier Milei cuando expone su “plan motosierra” para eliminar el Banco Central y restablecer así los intercambios entre individuos. No obstante, lo cierto es que, de no existir este truque ideal, tampoco existió nunca un Estado impío, malvado y delincuente que se metió a intervernir en los intercambios prístinos y sacrosantos de individuos únicamente movidos por la pureza de su interés económico. Vemos que aquí empieza a caer la tontería libertaria que apela a un discurso, cuando menos, infantil y muy poco informado, pero no por eso menos perverso.
Como siempre, la realidad suele ser más complicada. De lo que sí existen registros históricos es de complejos sistemas de crédito que siempre se han articulado con creencias singulares de cada sociedad. Esas formas de crédito incipientes se han representado a través de diversos objetos simbólicos que en algunos momentos de la historia han sido incluso seres humanos (esclavos, mujeres, etc.). Como su palabra lo indica, crédito remite a “creencia”, es decir, a la confianza en alguien o en algo que tendría el poder de saldar una deuda. El asunto es que ese poder en casi todas las culturas que analiza Graeber siempre mantiene un nivel de virtualidad. El dinero, entonces, no sería más que un modo de hacer circular títulos de deuda en la creencia de que existe alguien que puede hacerla valer, saldarla definitivamente, consumar de una vez y para siempre una relación entre polos irreductibles. Hay cierto método psicoanalítico en el análisis (aunque Graeber no lo mencione) que conduce a pensar que la falla de la estructura (la deuda) podría ser saldada, unificar a las partes, tapar un agujero. Por eso, quienes operan desde estos presupuestos -como Milei y compañía- bien podrían ser perversos. De hecho, no hace mucho se han posicionado a favor de la venta de órganos.
De ser esto así, no existiría una instancia fundamental en la que la deuda pudiera ser saldada en su totalidad, así como no existiría un respaldo fijo, inmutable, trans histórico del valor de una deuda. Aquí tampoco habría relación entre significados y significantes (como podría sugerir Lacan). Dicho respaldo siempre ha sido político y ha estado sujeto al poder político. El Banco Central de Inglaterra es creado a partir de una deuda que el Rey había contraído con algunos de sus súbditos. En lugar de pagarles la deuda, el monarca les otorgó el poder de generar crédito, es decir, de convertirse en banqueros y prestamistas. Así, los préstamos otorgados no tendrían más respaldo que ese vacío, esa deuda impaga, que pasa a convertirse en el fundamento de coacciones hacia los tomadores de crédito. A cambio de la deuda impaga el rey pondría al servicio su espada. Aquí aparece otro aspecto central del análisis de Graeber. La deuda no puede ser saldada, pero es utilizada para ejercer el poder: “En 1694 un consorcio de banqueros hizo un préstamo de 1.200.000 libras al rey. A cambio recibieron el monopolio real sobre la emisión de billetes. En la práctica esto significaba que podían emitir pagarés por una porción de dinero que el rey les debía a cualquier ciudadano del reino que quisiera comprarlos, o depositar su dinero en el banco: en efecto, hacer circular (o monetizar) la recién creada deuda real” (Graeber, Idibem, p. 62).
Hay un ejemplo más actual que propone el autor y hasta constituye un factor explicativo del fetiche de la economía argentina por la compra de dólares. El presidente Richard Nixon abolió el patrón oro cuando necesitó financiar la guerra de Vietnam. En pocas palabras, para financiarse, Nixon necesitaba emitir moneda y el patrón oro lo limitaba. Entonces, eliminó el patrón oro, comenzó a emitir moneda -es decir, deuda- y a imponer esa moneda por la fuerza de las armas. Según Graeber, EE.UU. financia su deuda de este modo. Por tanto, todos aquellos que compramos el dólar como una fuente inmutable de valor estamos financiando, con nuestro trabajo, las deudas de EE.UU. orientadas, casi exclusivamente, a la producción irracional de armamento. Aquí llegamos a otra de las estupideces irreproducibles del discurso de Javier Milei. Mientras propone agarrar la motosierra y cortar las raíces del BCRA, propone dolarizar la economía y, por tanto, otorgar el control a otro Banco Central: La Reserva Federal de EE.UU.
No obstante, hay que agradecerle a Milei que su limitada comprensión de los fenómenos alumbre cuestiones interesantes desde el punto de vista teórico. En efecto, conduce directamente a aquello que Graeber invita a pensar con su estudio: el vínculo entre Estado, moneda, mercado, es irreductible y tiene el mismo origen. Desde el momento en que un poder comienza a expandirse militarmente, comienza a acuñar moneda y a promover formas de mercado que le son funcionales. La expansión de los ejércitos a los que se pagaba con una moneda se vincula a la creación de mercados específicos para pertrechar esas tropas. Esto generaba, asimismo, la circulación de una moneda y del interés de quien la emitía. Los soldados pagaban con una moneda en esos mercados y esa moneda regresaba al soberano a través del impuesto. Así, la influencia del poder político en las cuestiones de valor es crucial. Es arbitraria y muchas veces deliberada. Ni siquiera funciona a la manera de un relojito cuyos engranajes siguen trayectorias fijas bien delimitadas como se podría pensar incluso desde la perspectiva de Marx.
Quizás algo de razón tenga Milei cuando sostiene que el impuesto es una mera imposición. Pero debería tener la honestidad, la seriedad y la madurez suficiente para reconocer que no hay mercado posible sin aquellas otras condiciones. El realce unilateral de una sola de esas condiciones sólo puede generar consecuencias desastrosas en términos prácticos, ya que encubre los efectos de un poder que se ejerce a través de la deuda y que promueve la producción de mercados funcionales a la misma. Por eso, las conclusiones de Graeber dan que pensar. Por razones de espacio, dejo al lector la tarea de experimentar de manera directa con el texto. Sólo quisiera, para cerrar, mostrar esta idea acerca de la captura del amor a través de la deuda: “Todo sistema que reduzca el mundo a números sólo puede sustentarse en las armas, ya se trate de espadas y garrotes, o como hoy en día, de bombas ‘inteligentes’ arrojadas desde aviones no tripulados. También es cierto que sólo puede operar convirtiendo el amor en deuda” (resaltado mío).
Ahora bien, ¿por qué Milei no dice estas cosas? Como no tengo mala intención quisiera pensar que simplemente las ignora. Resulta harto sabido que la estrategia preferida del desquiciado libertario no consiste en ofrecer una mirada coherente de vida social, sino en apelar al odio y a la violencia. Ni siquiera allí muestra mayor lucidez o grandeza. No hace falta ser un gran estratega para saber que si hay algo fácil de estimular en las personas son las pasiones del odio. El amor requiere arte, voluntad y cultivo, pero el odio -aunque ha perfeccionado sus herramientas técnicas- se encuentra siempre en estado bruto en la superficie misma del alma humana. Como advirtió oportunamente Gilles Deleuze, el odio convoca extrañas alegrías que, en el fondo, no dejan de ser tristezas peligrosas.
Quizás sea este anclaje pasional de su discurso lo que le permite haber acrecentado su capital político encubriendo numerosas paradojas. La más importante de ellas es precisamente la de sus ansias locas de llegar al poder. Pese a su supuesto rechazo por lo que llama “casta política” -a la que amenaza con castrar implacablemente- Milei ansía llegar al poder. Es entendible, ya que algunas pasiones suelen sobrepasar una adecuada inteligencia sobre las cosas. Como solía decir el Gral. San Martin: “la pasión por mandar es lo más dominante que tiene el hombre y se necesita una filosofía cuasi sobrenatural para resistir a sus alicientes” (Bragoni, p. 216).
Por esta razón, las conclusiones de Graeber brindan herramientas teóricas para tomar distancia ante estos desaciertos. Ofrece cuestiones para pensar, transmitir, compartir con otros y oponer otra dinámica de las pasiones. En este punto, disiento con San Martin. No es sobrenatural oponer el amor a la dinámica fría de los números a través de la cual se intenta dominarnos. Además, el amor, también es algo humano, demasiado humano y, por sobre todas las cosas, más allá de cualquier principio de cálculo. Como bien sabía Nietzsche: “todo lo que se hace por amor se hace más allá del bien y del mal” (Nietzsche, Más allá del bien y del mal, Af. 153, ).
Rosario, 17 de noviembre de 2022.
*El autor es doctorando en filosofía de la Universidad Nacional de Rosario y becario del Conicet.