Permanecer ajeno y distante del genocidio en marcha contra el pueblo palestino implica convalidarlo.
Por Carlos Girotti*
(para La Tecl@ Eñe)
No diré ya de la mita y el yanaconazgo, aunque al Inca le quepan éstas y otras máculas propias de los tiempos precolombinos, pero no puedo omitir lo que la sociedad virreinal hizo con el indio, con el negro, con el mestizo, con el zambo, con el mulato; porque esa sociedad era la de la elite conquistadora, blanca, brutal, codiciosa hasta llegar a la masacre aunque luego, en el confesionario, expiara sus culpas tras santiguarse rápida y mecánicamente. Cuando miro hacia atrás, soy palestino.
No me arrepiento de ser palestino cuando William Carr Beresford y, más tarde, Home Riggs Popham, pretendieron poner sus patas imperiales en la Santa María de los Buenos Ayres y mis hermanos, los negros, hirvieron agua en los calderos para quemarles la soberbia y obligarlos a la huida. Y soy palestino con los chisperos de la Plaza de Mayo, con los paisanos de a caballo y con chuza, boleadoras o tercelora en Rincón de Milberg, con los grumetes, vigías y marineros del irlandés William Brown en el Río de la Plata.
Yo soy palestino en el momento en que Juan José Castelli, frente a las puertas sagradas de Tiwanaku, les habla de igual a igual a los aymaras, a las comunidades pastoras del altiplano y a los curtidos pescadores y navegantes llegados desde el Titicaca, que le escuchan nombrar a la revolución como quien anunciara la paz tras la derrota de tiranos y conquistadores. Me siento palestino en el Éxodo jujeño y mucho más cuando lo veo a Manuel Belgrano, “el más civil entre los militares y el más militar entre los civiles”, cabalgando en la retaguardia para asegurar que si algún cobarde se desbanda sea fusilado por traidor a la patria. Y vuelvo a ser palestino en ese instante en el que José de San Martín no titubea, y ya con un pie fuera de El Plumerillo, les dice a sus soldados libertadores que aun si les faltara ropa andarían “en pelotas, como nuestros paisanos los indios”, con tal de expulsar a los españoles de la patria de todos.
Y en Navarro, con Manuel Dorrego fusilado por Juan Lavalle, y en las barrancas de la Vuelta de Obligado, cerrándole el paso a la flota invasora de ingleses y franceses, y en Olta, con la cabeza del Chacho Peñaloza clavada en una pica. Allí, en cada uno de esos lugares y en todos aquellos donde la dignidad de la patria fue puesta a prueba, soy palestino.
Cómo no sentirme palestino en la denodada resistencia de Sayhueque y Pascual Brandsen, de Pincen y Marcelo Nahuel, de Juan Saipú y Epumer Rosas al verlo venir al genocida Roca, con su blanca barba y su piel blanca, winca hasta en la plata de las espuelas, hasta el filo y contrafilo de su brillante sable marcado por la sangre indómita de las mujeres, niños y hombres que defendieron sus territorios ancestrales en el Puel Mapu.
Camino por la calle Pepirí, desde Amancio Alcorta, en Pompeya, hasta que se continua como 24 de Noviembre y llego a la Plaza Martín Fierro, en el barrio de San Cristóbal. Ya no están ahí los militantes de la Sociedad de Resistencia Metalúrgicos Unidos, los que enfrentaron a las patotas de rompehuelgas, matones y policías comandados por Emilio Vasena, un tirador traicionero que, además de disparar a la espalda de los obreros en huelga, formaba parte del directorio de la antigua empresa familiar Talleres Vasena. Pienso en esos compañeros anarquistas asesinados, auténticos libertarios, y vuelvo a sentirme palestino.
Soy palestino cuando nombro a Facón Grande, a Kurt Wilkens, al Gallego Soto, a Albino Argüelles, a las gloriosas putas de San Julián y al insigne Osvaldo Bayer, que los rescató del olvido y los inmortalizó como héroes de la clase trabajadora en aquellas luchas de la Patagonia rebelde.
Los veo venir desde Berisso, desde Ensenada, colgados de los pescantes, amontonados en las cajas de los camiones, cruzar más tarde el Riachuelo a como dé lugar y llegar a la plaza de la patria, gritando a voz en cuello, exigiendo la libertad del coronel Perón y luego, con ese gesto de lo plebeyo por antonomasia, sacarse los zapatos y remojar sus “patas en la fuente”. Ahí, en esas aguas, mis pies son los de un palestino.
Son palestinas mis lágrimas cuando Evita renuncia “a los honores pero no a la lucha” y mi cuerpo de palestino se despedaza con la metralla y las bombas que los aviones golpistas lanzan sobre la histórica plaza -cómo no- contra civiles indefensos y con el pretexto de matarlo a Perón en la Casa Rosada.
En el patio de la cárcel de Las Heras, tras la descarga de fusilería que asesina al general Juan José Valle, en los basurales de José León Suárez durante la noche aciaga de la masacre de compañeros peronistas, en el árbol del que se sujetó Felipe Vallese para que no lo secuestraran y lo convirtieran en el primer desaparecido; allí, en cada uno de esos instantes, soy palestino. Y vuelvo a serlo bajo la represión desatada por el plan de “Conmoción Interna del Estado”, el CONINTES; con las tomas de fábricas del Plan de Lucha de la CGT; con los asesinatos de los obreros Mussi, Retamar y Méndez en la plaza de San Justo; con los caídos en el Cordobazo y en el Rosariazo; con las y los héroes de Villa Constitución; con la militancia revolucionaria de las Coordinadoras de Gremios, Cuerpos de Delegados y Agrupaciones del Gran Buenos Aires; con los soldaditos ateridos de frío y estaqueados por sus oficiales, en una guerra que el pueblo no decidió, y que algún día serán recompensados cuando las Malvinas no sean irredentas.
Mi ser palestino es el de la generación de los años sesenta y setenta, la que con celeridad comprendió e hizo propias las palabras de Ernesto Guevara: “Y sobre todo, sean siempre capaces de sentir en los más hondo cualquier injusticia cometida contra cualquiera, en cualquier parte del mundo. Es la cualidad más linda de un revolucionario”.
Aprendí a ser palestino con mis compañeros en Trelew, con mis compañeros baleados y torturados por las bandas paraestatales en Ezeiza durante el retorno de Perón, con mis compañeros asesinados por las Tres A, con mis compañeros secuestrados y desaparecidos en los campos de exterminio de la dictadura cívico, militar y eclesiástica. Mi sangre palestina me fue dada por las Madres de la Plaza.
Entonces, hoy no tengo dudas. Para frenar el genocidio del pueblo palestino y para impedir que lo más antihumano se convierta en el sentido común, esto es, para impedir que el supremacismo sionista reedite impunemente el supremacismo nazi, tengo que ser más palestino que nunca.
Tengo que abrazarme con las mujeres y hombres judíos que condenan a Benjamin Netanyahu, Donald Trump, Javier Milei y todos sus cómplices por los crímenes atroces y la limpieza étnica que perpetran en Gaza y Cisjordania.
Tengo que acompañar -y velar por el seguro retorno a sus hogares- a los cientos de tripulantes y voluntarios embarcados en la Flotilla Global Sumud que navega con rumbo a Gaza bajo amenazas de violencia extrema por parte de Israel.
Tengo que sumarme a la Campaña YO QUIERO SER PALESTINO/A y firmar la solicitud -que ya está siendo distribuida por un conjunto notable y multifacético de organizaciones sindicales, sociales, religiosas y políticas- para ser entregada a la embajada palestina en Argentina como acto de solidaridad y compromiso con la lucha por una Palestina Libre y Soberana.
Permanecer ajeno y distante del genocidio en marcha contra el pueblo palestino implica convalidarlo. Por eso yo elijo ser palestino.
Jueves, 25 de septiembre de 2025.
*Sociólogo. Secretario de Enlace Territorial de la CTA de los Trabajadores.
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1 Comment
Gracias por tu excelente nota. Comparto plenamente.