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El nombre de la Yegua – Por Sebastián Plut

El anuncio de la fórmula Fernández-Fernández puede entenderse como un acto en sí mismo, un acto que sin dudas contiene una potencia instituyente, sostiene Sebastián Plut en este artículo. Y agrega que si como sostiene Freud, gobernar es un imposible, esta nota intenta comprender esa imposibilidad como la imposibilidad de reproducir lo que fue, de una identidad con el pasado, pero que, al mismo tiempo, abre el futuro posible.

Por Sebastián Plut*

(para La Tecl@ Eñe)

 

“La rosa es una figura simbólica tan densa que,

por tener tantos significados,

ya casi los ha perdido todos…

Así, el lector quedaba con razón desorientado,

no podía escoger tal o cual interpretación”

Umberto Eco

 

Todavía nos encontrábamos bajo el impacto del libro, Sinceramente, reflexionado sobre su contenido, su oportunidad y sus múltiples efectos, cuando nos anoticiamos de la fórmula ideada de cara a la próxima elección presidencial: Alberto Fernández y Cristina Fernández de Kirchner.

Aún faltan unos cinco meses para la votación, lapso que en Argentina y en materia política se acerca a la eternidad, de modo que nada está cerrado. Habrá que atravesar todavía las PASO y luego la elección. Finalmente, y para el caso de resultar triunfante el binomio de los Fernández, no podemos, por el momento, anticipar sus consecuencias. Se sabe, en política juegan fuerte las tradiciones, los planes y objetivos previstos, los actores participantes, pero también las contingencias y lo impredecible.

Pese a ello o, quizá, por lo mismo, el libro y la fórmula configuran ricas escenas, por lo que evocan y también por constituirse, en sí mismos, en acontecimientos no esperados.

En medio no sólo de la debacle económica nacional a la que nos condujo el Gobierno de Cambiemos, sino también de la marea de odio y del páramo intelectual al que nos someten sus funcionarios y sus socios mediáticos y judiciales, se eleva la trascendencia de dos sucesos que estimulan nuestras mentes y que abren y proyectan horizontes diversos y posibles. 

El viernes 10 de mayo, al día siguiente en que CFK presentara su texto en la Feria del Libro, comenté mis impresiones en el programa radial El tren (de Radio Cooperativa) al que generosamente me invitaron Hugo Presman y Gerardo Yomal. Allí mencioné no solo el profundo sentido que tiene ver a decenas de miles de personas sonriendo y emocionadas, sino también la importancia de escuchar a una dirigente con ideas y que piensa, que cree en lo que dice y, especialmente, que todo ello supone que valora a los destinatarios de sus palabras.

Hubo algo que omití durante el programa de radio, sencillamente porque en ese momento lo había olvidado. Cuando me enteré del libro escrito por CFK, de inmediato evoqué algo que dijo Freud: que la escritura es el lenguaje del ausente [1]. Me pregunté, en aquel momento, cuál era la escena de la cual ella se estaba sustrayendo. Desde ya que entonces no logré atinar una respuesta.

Interpongo aquí una digresión para apuntar unas notas sobre el odio. Se me ocurre que aun con la larga historia del rechazo que, en nuestro país, toma por objeto a lo popular y, más recientemente, la intensidad de los agravios y difamaciones que hace más de 3 años padece CFK, no deberíamos dejar de sorprendernos por ello. No podemos, no debemos, asumir su aparente naturalidad y recoger todo eso con un simple “ya sabemos lo que piensan”.

La sola aparición del libro renovó injurias e insultos, calumnias e insidias dijeron presente entre periodistas y comunicadores por todos conocidos. Como es habitual, la banalidad e inconsistencia de sus invectivas no demoraron: desde quien defenestró el libro al tiempo que negaba haberlo leído, hasta quien denunció que, dada la longitud de las uñas de CFK, sería inverosímil creer que ella lo escribió.

Estaba más que claro que el libro los sorprendió, quizá también por eso mismo los enfureció más que de costumbre y, por supuesto, no pudieron ofrecer una respuesta o reacción a la altura de la situación.

Tal vez porque ostentan una falsa y pretenciosa civilidad, tal vez porque disimulan sus afinidades con la dictadura cívico-militar, tal vez sólo por eso, es que renunciaron a proponer una quema pública de los 300.000 ejemplares de Sinceramente. Como sea, eran palmarias las llamaradas que sus gargantas vomitaron durante días y días.

Y, tal vez también, como espontáneo gesto defensivo de mi parte, por autopreservación de mi propia mente, es que inadvertidamente reemplacé la asesina banalidad de estos comunicadores por las pugnas entre Guillermo de Baskerville y Jorge de Burgos, los personajes de la hermosa novela El nombre de la rosa, de Umberto Eco.

El semiólogo nos llevó de viaje a las inquisiciones medievales, las épocas –supuestamente pasadas- en que para eliminar al otro bastaba con decretar su corrupción, perdón, su herejía. En ese contexto Jorge de Burgos atesoraba y escondía en la laberíntica biblioteca el libro (presuntamente perdido) de Aristóteles sobre la risa, un texto insoportable.

El gran enigma de la novela, pues, es por qué si abominaba de ese libro, Jorge de Burgos lo conservaba en lugar de destruirlo. De hacerse público el texto, pensaba Jorge, el mundo se destruiría. El final todos lo conocen: fue el mismo Jorge quien al tragar las páginas del libro, se muere por su propio veneno y provoca el incendio que arrasa con la abadía. No soportaba la risa y mucho menos que otros accedieran a ella, la odiaba al tiempo que necesitaba conservar, bajo encierro, a su representante. La circulación del libro, para Jorge de Burgos, provocaría un estallido del orden, una devastación, desenlace al que condujo él mismo en simultáneo con su autodestrucción.

 

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Para Guillermo, en cambio, era preciso acceder al libro de un modo reflexivo y crítico, pues aspiraba a un nivel mayor de abstracción, a ideales progresivamente más complejos. Solo por esa vía sería posible hallar soluciones y transacciones entre los problemas que presenta la realidad, las exigencias de la tradición y las necesidades sectoriales. Mientras para Jorge la risa es sólo un asunto del vientre, algo degradado, y el riesgo es que al elevarla se crearía una funesta afinidad entre cultos y aldeanos, para Guillermo era necesaria una mayor complejidad, a través de la cual sería posible establecer afinidades donde otros sólo observan diferencias y, simultáneamente, detectar diferencias donde otros sólo ven identidades. Guillermo de Baskerville decía: “Tal vez la única prueba verdadera de la presencia del diablo fuese la intensidad con que en aquel momento deseaban todos descubrir su presencia” [2]. Más tardé afirmará: “El bien de un libro consiste en ser leído. Un libro está hecho de signos que hablan de otros signos, que, a su vez, hablan de las cosas. Sin unos ojos que lo lean, un libro contiene signos que no producen conceptos” [3].

 

Volvamos a nuestro presente, si bien, en rigor, nunca dejamos de hablar de él.

La mañana de la presentación del libro nos despertamos con una noticia espantosa: un diputado y su asesor fueron asesinados en las cercanías del Congreso de la Nación. Que luego se develara que se trató de un extraño caso policial, no impidió que, previamente, los funcionarios del Gobierno Nacional intentaran, primero, encuadrar el hecho bajo la marca del terrorismo y, luego, no ahorraran penosas estigmatizaciones hacia la comunidad gitana. Digámoslo así: ignorar, razonablemente, de qué se trató un crimen, en ningún caso puede habilitar la falta de prudencia y de las garantías propias del Estado de Derecho.

Para esos días, la agenda oficial pretendía imponer la firma de un acuerdo con dirigentes de la oposición; un acuerdo que contenía un puñado de ítems imposibles de suscribir. Imposible tanto por su contenido como por la falacia de un acuerdo en el que sus cláusulas son impuestas sólo por una de las partes. En suma, lo rechazable no es la posibilidad de conciliaciones, sino la imposición de lo imposible, de lo inadmisible. Y fue la noche de la presentación del libro donde CFK propuso su versión de un pacto: el Contrato social de ciudadanía responsable. No se trata de deponer las diferencias y, de hecho, también sostuvo no ser neutral, así como en su libro afirmó: “No creo en las sociedades de la unanimidad, me daría mucho miedo vivir en una sociedad en la que todos piensen igual” [4].

En rigor, es sólo la sincronía lo que habilita una comparación entre lo que el Gobierno pretendía instalar y la propuesta de CFK. Por lo demás, todo es diferencia. El contrato social no impone un rudimentario sumario de instrucciones para la depredación y, sobre todo, se distingue del acuerdo del Gobierno en tanto apela a una racionalidad no exenta de ternura.

El odio que exhiben los funcionarios del Gobierno Nacional, que combina la estigmatización de lo popular, la xenofobia y la misoginia, condena al otro a la desestimación. En efecto, el rechazo reúne, a un mismo tiempo, aborrecer las diferencias, desconocer las semejanzas y, también, atribuirle a ese otro lo que es propio pero se pretende desconocer. El contrato social, en cambio, invita a una elaboración sobre el lugar del otro, el valor de lo colectivo, la recuperación del pasado y la creación de un futuro inclusivo.

En suma, no será lo mismo un contrato que me permite cuestionar la cosmovisión del otro, que un acuerdo que cuestione, o niegue, la existencia del otro.

Decíamos al comienzo que nada está cerrado ni, mucho menos, garantizado. Como en química, una fórmula contiene algo abstracto hasta el momento en que, por combinaciones diversas, se torna activa. Un sondeo inicial, intuitivo, muestra que entre las críticas, las dudas, la desconfianza y el entusiasmo, prevalece este último. No obstante, cualquiera de estas alternativas es hipotética, anticipatoria y, por ende, a la espera del escrutinio que dan los hechos. Lo que sí está en nuestras manos, lo que sí hoy nos es posible, es ponderar el anuncio de la fórmula como un acto en sí mismo, un acto que sin dudas contiene una potencia instituyente.

Si como suele decirse, cuanto más calla CFK más se habla de ella, lo inimaginable de la decisión que tomó, operación de auto-sustracción, invita a todo ciudadano responsable a sumarse al contrato social con una fuerza creadora.

La sorpresa, para propios y ajenos, no deja de despertar una cierta vivencia de pérdida y, por lo tanto, también invita, de alguna manera, a un duelo. Su renuncia, pues, no se pretende como un acto heroico sino, más bien, como el principio articulador del contrato social de ciudadanía responsable[5], un criterio que se base, pues, en una idea de renuncia. ¿Pero de qué renuncia estamos hablando?

No se trata de sacrificios (como impone y naturaliza el neoliberalismo) sino de lo que Freud comprendía como renuncia a la satisfacción irrestricta y al narcisismo. Dicha renuncia es la condición de la justicia y de la comunidad, la condición para la complejización de lo ideales y para asumir una realidad perturbadora: la imposibilidad de que una vivencia permita acceder duraderamente a una felicidad absoluta.

En un mundo que hace marketing con la caída de las ideologías (instalando una ideología de la caída) CFK construye desde la caída de la ilusión de omnipotencia. Y ese es el duelo que debemos realizar, un duelo creativo, un duelo que permita reelaborar y reemplazar simbólicamente lo perdido[6]. Su operación no excluye el deseo ni el entusiasmo, pero sí acota el empuje a la fascinación, y si tal cosa siempre es acertada, mucho más ante una realidad dramática, tal como la producida por el Gobierno de Cambiemos.

Umberto Eco finaliza su novela con una frase latina: “stat rosa pristina nomine, nomina nuda tenemos”  (“La rosa prístina está en el nombre, sólo tenemos los nombres desnudos”) tomada de otro autor (Bernardo Morliacense) que compuso variaciones sobre el tema del ubi sunt (¿dónde están?). Son textos que rescatan el valor de los nombres como el articulador que permite afirmarse ante la pérdida y el reconocimiento de que el presente ya no coincide con la atmósfera mítica del origen.

Cuando con algo de broma, pero a la vez con profundo sentido, se canta que “Macri nunca va a ser remera”, se trata del reverso de esto mismo, de la conciencia de estar frente a un personaje que no opera como representación ni siquiera de sus propios seguidores, de la conciencia del vacío que significa el liderazgo de quien no podrá, nunca, devenir en símbolo cohesionador.

Freud decía que gobernar (así como educar y analizar) es un imposible. Creo que lo explicado hasta aquí es un modo de comprender esa imposibilidad y creo también que la creación de la fórmula es expresión de dicha imposibilidad. La imposibilidad de reproducir lo que fue, de una identidad con el pasado, pero que, a mismo tiempo, abre el futuro posible.

 

Referencias:

[1] Freud, S.; (1930) El malestar en la cultura, O.C., Vol. XXI, Amorrortu Editores.

[2] Eco, U.; (1980) El nombre de la rosa, Ed. Lumen, pág. 42.

[3] Eco, U.; Op. cit., pág. 482.

[4] Fernández de Kirchner, C.; (2019) Sinceramente, Ed. Sudamericana, pág. 212.

[5] Se recordará que cuando Néstor Kirchner era Presidente de la Nación, Cristina Fernández objetó la denominación “Primera Dama” y la sustituyó por el de “Primera Ciudadana”.

[6] Acaso Néstor Kirchner configuró algo semejante cuando luego de su mandato presidencial optó por correrse y proponer como candidata a CFK.

 

Buenos Aires, 28 de mayo de 2019

*Doctor en Psicología. Psicoanalista. Autor de El malestar en la cultura neoliberal (Ed. Letra Viva).

1 Comment

  1. Griselda Paiva dice:

    Excelente! Como siempre.