Rubén Dri reflexiona en esta nota sobre el significado profundo de la encíclica Fratelli tutti (Hermanos todos) que el papa Francisco publicó recientemente. Dri sostiene que el documento papal es un llamado a las personas en particular, a los gobiernos; a las organizaciones internacionales económicas, políticas, culturales, religiosas, para que pongan el mayor esfuerzo posible en la construcción de una nueva sociedad mundial basada en la fraternidad.
Por Rubén Dri*
(para La Tecl@ Eñe)
“Un nuevo sueño de fraternidad y de amistad social que no se quede en palabras”. Tal vez sean estas palabras las que mejor expresen el significado profundo de la encíclica Fratelli tutti, Hermanos todos, que el papa Francisco acaba de publicar.
Como lo dice el título con mucha claridad, la encíclica es un apremiante llamado a la fraternidad, a la amistad, a la comunión, en un mundo con enfrentamientos que no hacen más que causar daños, muchos de ellos absolutamente irreparables, a los que se añade una pandemia que no sólo está causando estragos en la vida de los ciudadanos del mundo entero, sino que, incluso, a pesar de las frenéticas búsquedas, todavía no se le ha podido encontrar el remedio definitivo.
El documento papal va, de esa manera, al meollo de los males que hoy aquejan a la humanidad, y se dirige a todos, pero en especial a aquellas personas y grupos de personas que tienen responsabilidades especiales en el devenir de la humanidad.
Es, pues, un llamado a las personas en particular, independientemente de sus creencias religiosas, a los gobiernos, de cualquier signo que sean, a las organizaciones internacionales económicas, políticas, culturales, religiosas, para que pongan el mayor esfuerzo posible en la construcción de una nueva sociedad mundial basada en la fraternidad.
El proyecto fraterno de sociedad que propone Francisco y que la encíclica denomina “nuevo sueño de fraternidad y de amistad social”, se encuentra enfrentado con “los nacionalismos cerrados, los individualismos” y las “nuevas formas de colonización cultural”.
Se trata, en consecuencia, de enfrentar los males que aquejan a la sociedad mundial y avanzar en la construcción de un nuevo tipo de sociedad, en la que la fraternidad pase del sueño a la realidad, y de la enemistad social a la amistad, y ello no sea solamente en palabras o elucubraciones, sino en realidades tangibles.
Para que esa nueva sociedad sea posible se requieren personas de “buena voluntad” nos dice Francisco, y aquí se nos atraviesa el filósofo Kant para el cual lo único bueno en el mundo es precisamente la “buena voluntad”, pero el sentido que adquiere en la encíclica es diferente, porque no se trata de una voluntad absolutamente buena, lo que la sacaría del contenido de transformación que debiera contener, sino de la voluntad que pone en marcha los medios necesarios para la transformación de la realidad.
No se trata, pues de una “buena voluntad” que gira en el vacío, sino que muerde la realidad, la de una “pandemia que despertó durante un tiempo la conciencia de ser una comunidad mundial que navega en una misma barca, donde el mal de uno perjudica a todos”.
La pandemia es un mal y ¡vaya si lo es!, pero no es el mal absoluto, sino ese mal que funciona como lo negativo de la dialéctica que exige ser superado. Es necesario que de este mal salga una nueva humanidad.
El mundo que nos toca, en el cual se desarrolla nuestra vida, no es el que en algún momento tal vez hemos soñado y muchos nos han descrito, ya sea en textos filosóficos o en novelas, sino el que se encuentra amenazado por una atroz pandemia, de la cual, a pesar del esfuerzo de filósofos y científicos, apenas podemos vislumbrar lo que podría ser su final.
Pero no podemos ni debemos perder la esperanza de salir del mundo ahogado por la pandemia, sino, aprovechar sus enseñanzas para ir encontrando el camino de salida, y por de pronto, una gran verdad subrayada por la encíclica: “nadie se salva solo, sólo es posible salir juntos”. Pero ese “juntos” no es una mera yuxtaposición, sino un “encuentro” que nos desarrolle desde dentro.
Un tema central de la encíclica que es, a la vez, más que central en nuestro mundo contemporáneo, es el de la pandemia que nos deja una serie de enseñanzas y, en primer lugar, el del error de pensar que nos podemos salvar solos.
“El dolor, la incertidumbre, el temor y la conciencia de los propios límites que despertó la pandemia”, nos dice la encíclica, “hacen resonar el llamado a repensar nuestros estilos de vida, nuestras relaciones, la organización de nuestras sociedades y sobre todo el sentido de nuestra existencia”.
Los límites, menudo problema. Somos seres limitados. ¡Vaya novedad! La expresión suena a algo vulgar, o por lo menos, común, perteneciente a la conversación liviana, de distracción. Ello es así en los momentos en que todo nos va más o menos bien, pero cuando algún monstruo como la pandemia nos acecha, cuando la sentimos cerca, el límite pasa a ser el que nos indica que más allá está (…) ¿qué es lo que está más allá?
“Estamos todos en la misma barca”. Afirmación rotunda que no puede ser desmentida, pero que nos cuesta admitir. De hecho, si miramos aunque sea de soslayo cómo se distribuye la riqueza, parece que pertenecemos a mundos no sólo distintos, sino contrapuestos, y algunos parecen vivir en un súpermundo, mientras otros lo hacen en un submundo.
En una encíclica de Francisco, en momentos en que el hambre ya no es sólo una amenaza, sino un castigo que azota a pueblos enteros, no podía faltar el tema de la deuda externa, verdadero azote de los países tercermundistas:
“El pago de la deuda”, dice la encíclica, “en muchas ocasiones no sólo no favorece el desarrollo sino que lo limita y lo condiciona fuertemente. Si bien se mantiene el principio de que toda deuda legítimamente adquirida debe ser saldada, el modo de cumplir este deber que muchos países pobres tienen con los países ricos, no debe llegar a comprometer su subsistencia y su crecimiento”.
El tema de la deuda externa, como se sabe, no es un tema que haya nacido con el capitalismo. Tiene la existencia, podríamos decir, del nacimiento de los grupos humanos. Es fácil verlo en los pueblos que surgieron a la vera de los ríos mesopotámicos por lo menos en el tercer milenio antes de Cristo, y constituye un punto central de la cultura del pueblo hebreo.
Precisamente en la oración central que, según narra el evangelio de Mateo, Jesús les enseñó a sus discípulos, éstos rezan: “Perdónanos nuestras deudas como nosotros perdonamos a nuestro deudores”. Se trata de las deudas y más precisamente de “la deuda”, esa que ahoga, sobre todo, a los países tercermundistas.
Por otra parte, el tema del perdón de las deudas figura en toda la literatura profética. El sentido profundo es que las deudas se condonan, que no debe haber deudas. Esa es la meta hacia la cual debe dirigirse la humanidad según el mensaje profundo de Jesús de Nazaret.
Claro que eso es muy difícil de mantener en el capitalismo, en el cual el sometimiento al que los pueblos dominadores someten a los dominados, tiene a la deuda como el instrumento fundamental.
Francisco dice en la encíclica que el pago de la deuda en general va en contra del desarrollo del propio pueblo, pero, de cualquier manera se debe pagar salvando, sin embargo, “su subsistencia y su crecimiento”, recomendación que, como nunca, viene como anillo al dedo para el tratamiento de la deuda externa que se está discutiendo.
Nada mejor en estas reflexiones sobre Hermanos todos que recordar el proyecto de sociedad solidaria que nos presenta el Deuteronomio: “No violarás el derecho del forastero, ni del huérfano, ni tomarás en prenda las ropas de la viuda. Recuerda que fuiste esclavo en Egipto y que Yavé te rescató”.
Buenos Aires, 6 de octubre de 2020.
*Filósofo y teólogo.
1 Comment
Muy gráfico. Excelente, y espero que posible