La manipulación de la llamada opinión pública es una cuestión de comunicación y está vinculada a la tecnología comunicacional que ha profundizado su proceso de mercantilización de los medios masivos iniciado en el siglo XIX hasta convertirlos en corporaciones que representan los intereses de los chief executive officers del corporativismo totalitario.
Por E. Raúl Zaffaroni
(para La Tecl@ Eñe)
La regla de oro de la democracia es el respeto al principio mayoritario, pero siempre en una sociedad abierta, es decir, que un coyuntural resultado electoral no puede negar los derechos de las opiniones minoritarias, porque se presupone que estamos hablando de una democracia plural y no totalitaria (cfr. Peter Häberle, Europäische Verfassungslehre, Nomos, Baden-Baden, 2006, p.299).
El principio general debe ser, pues, que la mayoría no puede cancelar los derechos de la minoría, puesto que, de hacerlo negaría el de la propia mayoría a cambiar de opinión. Esto sucede cuando el principio mayoritario es entendido en sentido absoluto, dando lugar en su límite extremo a una democracia totalitaria (Cfr. Livio Paladin, Diritto Costituzionale, Padova, 2006, p. 263), como en la vieja constitución soviética, toda vez que esa pretendida democracia no garantiza la posibilidad de alternancia en el poder (cfr. Enrico Spagna Musso, Diritto Costituzionale, Padova, 1992, p. 151).
Por supuesto que no hay democracia cuando se burla directamente el principio mayoritario, como es el caso del fraude electoral, padecido en la Argentina antes de la llamada ley Sáenz Peña, o cuando se proscriben partidos o fuerzas políticas, como al radicalismo en los años treinta o al justicialismo después del golpe de 1955. Pero también se la pone en peligro cuando ardidosamente se manipula la expresión mayoritaria con engaños acerca de la realidad, lo que desde siempre fue objeto de preocupación.
La manipulación de la llamada opinión pública es una cuestión de comunicación y, como tal, está vinculada a la tecnología comunicacional de cada época. Esto preocupó desde el origen mismo de la democracia contemporánea, cuando a fines del siglo XVII, la prensa, es decir, los periódicos, eran la principal fuente de información. Las constituciones y las leyes de la época dan cuenta de la preocupación por preservar su pluralismo.
Pese a las conocidas disposiciones legales que garantizaban la libertad de expresión del pensamiento y de prensa, los periódicos fueron mercantilizándose, es decir, que dejaron de ser las hojas impresas por ciudadanos o pequeños grupos -como El amigo del pueblo de Marat y muchos otros-, para pasar a ser una mercancía producida comercialmente.
Debido a eso, en el curso del siglo XIX, conforme a las reglas del mercado, fueron dejando de ofrecer al público la mejor información, para ofrecerle lo que tiene más demanda, es decir, lo que más vende. Por otra parte, es natural que las empresas comerciales, a medida que acumulaban capital, se abstuviesen de promocionar todo lo que fuese contrario a sus intereses mercantiles y de clase.
La aparición de otros medios de comunicación masiva, como la radiotelefonía, también en principio dio la impresión de ser un instrumento que permitía evadir el cerco de las empresas periodísticas y dirigirse a un público mucho mayor. Se creyó que establecer un contacto auditivo era algo muy positivo para la democracia.
Así fue como Roosevelt la empleó en su momento, para difundir de New Deal. Pero de inmediato también Hitler se valió de ella para hacer llegar su voz a toda Alemania, mientras Göbbels sintetizaba los perversos once principios de esa propaganda, que hasta hoy resumen la estrategia clave para cualquier manipulación mediática que procure una creación de realidad totalmente falsa. En 1938, la broma de los marcianos de Orson Welles, puso en evidencia el potencial creador de realidad de la radiotelefonía.
La televisión generó también nuevas expectativas democráticas, porque se pensó que, al mostrar imágenes reales, era menos manipulable que los meros recursos escritos y auditivos. Al poco tiempo se advirtió que quien poseía la cámara era quien decidía qué mostrar y hasta dónde hacerlo, pero que producía en el espectador la sensación de estar viendo la totalidad del hecho.
La televisión permite una arbitraria segmentación de la realidad, lo que no es más que una creación de realidad, pero con mayor poder de convicción. Uno de los más claros ejemplos de este recurso por parte de nuestra televisión hegemónica fueron las recientes proyecciones de algunas personas violentas en medio de multitudinarias concentraciones pacíficas, pero cuya masividad se ocultaba, de modo que, aunque en la realidad existía esa concentración, se construía una realidad diferente, de grupos de violentos causando desorden y daños.
Con la revolución tecnológica de fines del siglo XX, comenzó la comunicación electrónica y las redes crearon la expectativa de una alternativa plural. Incluso cuando el gobierno español del momento, en vísperas de una elección, quiso imputar un gravísimo atentado a una organización política violenta, ocultando que había sido perpetrado por una organización terrorista motivada por la política exterior del propio gobierno, fue la comunicación electrónica la que impidió el grosero embuste e hizo perder las elecciones al partido oficialista de entonces.
Pero a poco vimos que se organizaban equipos destinados a meterse en las redes (troll), enviar mensajes simulando ser ciudadanos, asumir identidades falsas, difundir noticias falsas (fakenews), injuriar, estigmatizar y difamar sin límites. De este modo, el poder corporativo se apoderaba del nuevo medio, no sólo para neutralizarlo, sino incluso para usarlo como una nueva tecnología de creación de realidad.
A poco andar, las supercomputadoras permitieron el manejo de los big data, o sea, de enormes volúmenes de información. Los datos personales de millones de personas se convirtieron en una mercancía buscada afanosamente por la publicidad comercial, a la que posibilita una orientación muy personalizada, dirigida a grupos de destinatarios particularmente susceptibles a la atracción de los productos y cuyas preferencias se detectan mediante ese manejo privilegiado de enormes volúmenes de información personal.
Esta tecnología destinada a las grandes empresas, de inmediato se percibió que era extremadamente útil en campañas electorales, pues permite detectar hacia quiénes deben orientarse los mensajes, al tiempo que sólo puede ser utilizada por quienes disponen de la capacidad económica necesaria para acceder a esa tecnología. Por otra parte, tiende a sepultar toda privacidad.
De este modo se llega hoy a un nivel de creación de realidad mediática que cae en el absurdo, hasta el punto de que, por momentos, parecería psicotizar a la sociedad, alterando en gran medida la sensopercepción de los habitantes. Si fuese cierta la invasión marciana de Welles, es posible que a buena parte de la población se le hiciese creer que son los enanitos de Blancanieves.
Se proclama la bonanza de las cifras económicas, cuando el país se endeuda en cantidades astronómicas y a la velocidad de la luz. Se declara la guerra a la corrupción por cohechos pasivos, preservando la impunidad de los autores de los cohechos activos y, como si esto fuese poco, se muestra al Estado como corrupto (por lo cual sería necesario achicarlo) y al capital financiero como moralmente virginal. Se minimizan las noticias de funcionarios con sociedades offshore y se naturalizan sus fortunas en el exterior, se blanquean los productos de la evasión fiscal, es decir, se trata de que la población ignore el fenómeno de la corrupción sistémica en que estamos inmersos.
¿Cómo se llegó a esta situación, que permite alucinar una realidad construida y distante del mundo real? En definitiva y más allá de los cambios tecnológicos, se trata de la continuidad de la mercantilización de los medios de comunicación que comenzó en el siglo XIX. Con el proceso de concentración de capital y, en particular, con la hipertrofia del aparato financiero sobre el productivo, los medios se convirtieron en corporaciones, cuyos intereses coinciden con los que representan los chief executive officers del corporativismo totalitario, hasta devenir una parte indispensable de su entramado.
A lo largo de este proceso de dos siglos, es dable observar que cada nueva tecnología de comunicación, al principio sirvió o se creyó que servía a la democracia plural, pero a poco cayó en manos de quienes estaban interesados en distorsionar a esa democracia y ponerla en serio peligro o destruirla.
No debe sorprender esta dinámica a quien la compare con la que rige en la prevención y represión de la criminalidad, lo que, por cierto, es bastante sugerente. En ese campo, toda nueva tecnología destinada a la prevención y combate al delito, a poco es incorporada por los criminales, que la emplean para delinquir mejor.
El automóvil, la electricidad, las armas de bolsillo, las largas, las de repetición, los explosivos, el teléfono, la radiotelefonía, la telefonía digital y muchos más, en principio, entusiasmaron a la criminalística por su posible capacidad preventiva, pero a poco se incorporaron a la tecnología criminal y, por ende, sólo sirven para combatir a los criminales más torpes, que tecnológicamente quedan retrasados, al igual que lo que tiene lugar en el mercado, donde son eliminadas las empresas que padecen igual atraso.
No es esto nada diferente de lo que sucede en las democracias con los cambios tecnológicos que, al surgir, entusiasman a los democráticos, pero al poco tiempo son empleadas por quienes corrompen o neutralizan a las democracias.
Desde la perspectiva de los arcos temporales, se trata de un proceso en que los criminales corren tecnológicamente detrás de las policías y, si lo llevamos al plano de las democracias plurales, no podemos ocultar la impresión de que los totalitarismos corren en tecnología detrás de las democracias.
Ante este fenómeno, es bastante claro que las instituciones democráticas no reaccionan con suficiente rapidez frente a los desafíos de los cambios tecnológicos que las amenazan. Es claro que padecemos un atraso institucional democrático frente a los avances tecnológicos. En ese sentido, vivimos una clarísima disparidad o diacronía entre la velocidad con que se incorporan nuevas tecnologías para desvirtuar a las democracias y la reacción institucional de éstas para defenderse.
Buena parte de esta diacronía obedece a que la manipulación no es ahora nacional, sino transnacional, pero el derecho internacional no la ha encarado con seriedad hasta el presente, sin duda debido al juego de intereses corporativos que, obviamente, opera en ese nivel. Esto es grave, porque la idea de democracia plural y de sociedad abierta, en definitiva, es inescindible –como presupuesto- del avance de los Derechos Humanos en el plano de la realidad social.
En el orden interno de los Estados, se sabe que el poder de manipulación mediática no es infinito, o sea, que no puede inventar la realidad sin límites, sino que se limita a la vieja técnica völkisch o populacherista, que consiste en detectar los peores prejuicios sociales discriminatorios, profundizarlos y montarse sobre ellos al estilo del siempre recordado Göbbels. Entre paréntesis y de paso, cabe insistir en que no debe confundirse la insidiosa táctica populachera con nuestros populismos, salvo por una mala traducción. Estos últimos son movimientos de ampliación de la base de ciudadanía real, lo que no tiene nada que ver con aquella, pese a la confusión de los autores del hemisferio norte.
Volviendo a la táctica sucia, es dable observar que, entre sus limitaciones, cuenta la de impactar principalmente sobre ciertos sectores sociales, porque la famosa y reiterada consciencia de clase del marxismo tradicional, en realidad no existe. Las clases más humildes de nuestras sociedades se encuentran sometidas al incremento de conflictividad violenta, que lleva a que criminalizados, victimizados y policizados pertenezcan por igual a ellas. Mientras se maten entre ellos, no tendrán posibilidad de dialogar y coaligarse, y eso es lo que fomentan quienes procuran mantener el actual nivel de alta estratificación y exclusión sociales.
El impacto de la manipulación tecnológica de la población recae en particular sobre las llamadas clases medias, que siempre requieren de una clase subalterna de la que distinguirse y a la que rechazar y odiar, imputándole todas sus frustraciones. En su afán de pretendida superioridad moral, producto de su soberbia meritocrátrica, que las lleva a imitar los gustos y modas de sus envidiadas clases ricas y a identificarse ambivalentemente con ellas, desarrollan un odio que las hace víctimas favoritas de la manipulación. En este sentido, es necesario convenir que, en nuestras sociedades muy estratificadas, la única que tiene consciencia de clase es la de los que concentran riqueza.
Pero las clases medias no responden hoy a su condición económica, pues en nuestras sociedades sus límites son difusos y, por ende, su composición es heterogénea y bastante fragmentada, de modo que, si bien en ellas hay sectores más vulnerables a la manipulación, hay otros que van abrigando dudas acerca de la realidad construida por los medios y también, aunque minoritarios, tampoco faltan sectores críticos.
Estos sectores críticos se amplían en función de la información y formación que proporciona la educación pública, de modo que los intereses corporativos perciben su crecimiento como un peligro. Por eso, la reducción presupuestaria a las universidades nacionales, el privilegio de la enseñanza privada, el consiguiente descrédito de la enseñanza pública y la continua estigmatización de los docentes, es algo perfectamente armónico con los intereses del totalitarismo corporativo financiero.
En definitiva, se trata de un cercamiento armónico por parte del poder financiero transnacional: por un lado, se vale de la indefensión institucional de las democracias plurales frente al uso de las nuevas tecnologías de comunicación, pero por otro, busca debilitar y contener el crecimiento de los sectores críticos de las llamadas clases medias en nuestras sociedades. Se trata de una cuestión de mercado: vende un producto podrido, sabiendo que tiene una demanda y, por otro lado, trata de mantener y acrecentar esa demanda, evitando la dispersión de su clientela intoxicada.
Buenos Aires, 10 de abril de 2017
*Profesor Emérito de la Universidad de Buenos Aires
2 Comments
excelente artículo, hay que volver a pensar la democracia . A partir de la concentración comunicacional, produce un totalitarismo cultural. «Por eso, la reducción presupuestaria a las universidades nacionales, el privilegio de la enseñanza privada, el consiguiente descrédito de la enseñanza pública y la continua estigmatización de los docentes, es algo perfectamente armónico con los intereses del totalitarismo corporativo financiero. «
[…] Europäische Verfassungslehre, Nomos, Baden-Baden, 2006, p.299).> Fuente: La Tecla Eñe http://lateclaenerevista.com/2018/04/10/democracia-tecnologia-comunicacional-e-raul-zaffaroni/ […]