Gerardo Muñoz, profesor y miembro del colectivo académico Deconstrucción Infrapolítica, nos envía una réplica al artículo “Lula, nosotros, y el problema de la corrupción”, de Diego Sztulwark publicado en El Cohete a la Luna.
Por Gerardo Muñoz*
(para La Tecl@ Eñe)
He leído con gran interés el artículo “Lula, nosotros, y el problema de la corrupción”, de Diego Sztulwark publicado en El cohete a la luna. Es un texto importante por más de una razón, y en mi juicio desborda la inmediatez de su inscripción en la coyuntura política. En realidad, la intervención de Sztulwark es clave por una razón principal, a saber: pone sobre la mesa el discurso anti-corrupción como dispositivo donde se trenzan el patrón flexible de acumulación con las deficiencias del estado de derecho en el contexto latinoamericano. Muchísimos trabajos se han venido ocupando de esta trama, y sólo basta con recordar aquí las valiosas investigaciones de Bruno Napoli sobre los actores económicos durante el período de la dictadura, tan bien estudiado en su libro La dictadura del capital financiero (2014). Este es un tema que debería convocar una amplia discusión ya no sólo regional, sino también hemisférica y atlántica.
Ahora mismo en los Estados Unidos, por ejemplo, hay una gran disputa sobre la corrupción a partir de la llamada “trama rusa”, aunque no sólo a partir de este eje. La discusión también se da a raíz del sonado caso judicial “Citzens United vs. FEC” (2010), en el cual la Corte Suprema declaró a favor de las corporaciones como “entidades personificadas”, lo cual significa que las corporaciones tienen capacidades ilimitadas para contribuir en las finanzas de las contiendas electorales. Como ha visto la gran estudiosa de ley electoral, Heather Gerken (Yale Law School), esta resolución jurídica vuelve opacos los límites entre actores públicos y actores en la sombra, entre afiliados de los partidos y figuras asociadas a intereses más oscuros. Es muy probable que este síntoma haya tenido mayor peso en el ascenso de Trump, que la supuesta y probable colisión de Rusia y el equipo del presidente norteamericano.
Pero como estudioso de la realidad política española, también puedo traer a discusión las diversas tramas de corrupción en ese país ibérico. A pesar de los numerosos casos de corrupción de altos y medios funcionarios políticos del actual partido gobernante (PP o Partido Popular), la Moncloa se ha mostrado inmutada. Más bien, ha sido el partido de izquierdas, Podemos, el que ha decaído, según los índices más recientes, en la intención de voto. Para dar otro ejemplo: cuando hace tan solo unas semanas, la presidenta de la Comunidad de Madrid, Cristina Cifuentes, fue imputada de haber falsificado su título universitario de Master, todo más o menos siguió igual. Cifuentes, en efecto, pudo demorar su renuncia hasta donde pudo. Es decir, sólo se vio forzada a renunciar una vez que, desde las cloacas secretas de algunos miembros de su partido, se filtraron a los medios españoles un video mostrando a la presidenta robando dos botes de cremas en una tienda en el 2011.
¿Qué nos dicen estas comparaciones? ¿Qué conclusiones podemos sacar de ellas? Para decirlo de la manera más directa posible: mientras la corrupción en Brasil o Argentina tienden a imputar a los modelos nacionales-populares en nombre de un “republicanismo moral” (avalado por los políticos de turno, pero también por cierta fila de «politólogos» convencionales), en España la corrupción es un comodín que pareciera reforzar la posición de las élites políticas. En otras palabras, aun cuando un amplio sector de la ciudadanía conoce los casos de corrupción del PP, la realidad se muestra inamovible. En una entrevista reciente (puede escucharse aquí), Horacio Verbitsky captó la esencia de este razonamiento cínico cuando habló de la manera en que la naturalización de la corrupción en el discurso público genera no solo apatía social, sino el mantra mental de que ‘todo es lo mismo’ o que ‘todo da igual’. Y si todo es lo mismo, no hay nada que pueda “rejuvenecer” el sistema. Por lo tanto, no habría ni que insistir en un cambio sustancial los arcaísmos de un sentido común atrofiado por la corrupción. Además, sabemos que sin transparencia en los manejos del fisco – que es lo que constituye el corazón de lo común en las sociedades contemporáneas – no se puede hablar de condiciones reales de democracia. Esto supone un gran reto a quienes desean hacer política hoy desde los más diversos contextos nacionales. En este punto me gustaría citar a Sztulwark en un momento clave de su artículo. Dice Sztulwark:
“El discurso contra la corrupción y a favor de una república del capital se plantea como una guerra contra la democracia (incluso contra la república que, en un sentido clásico, es un esfuerzo indisoluble por liquidar el poder del partido de los ricos por sobre la cosa pública), y sus principales dispositivos son, según un breve texto de Hardt y Negri –Declaración–, los procesos de mediatización de la percepción, de representación de lo político, de securitización de la vida y de endeudamiento o de subordinación de la cooperación social por la vía de las finanzas.”
Es un diagnóstico impecable sobre el dispositivo anticorrupción, y con el cual estoy de acuerdo. Sin embargo, ¿cómo pensar desde el eje de la anti-corrupción, una élite cuya propia corrupción (como en el caso español anteriormente mencionado), contrae dividendos de gobernabilidad en lugar de fisuras para otro reordenamiento político? El hecho de que la corrupción ya no sea “un secreto” demuestra que estamos en una sociedad de absoluta exposición. En realidad, estamos viviendo en un territorio nuevo que debemos hacer un esfuerzo por pensar, y desde el cual ya no sirven para mucho las demandas de politización, ni las legibilidades, ni tampoco la autogestión como forma compensatoria a la ruina de la vida política. Hace veinte años atrás era más o menos claro que si una casta política era imputada por cargos de corrupción que llevaba un país al quiebre del consenso social, se podían dar las condiciones para un ¡que se vayan todos!, aquel lema del 19 y 20 de diciembre del 2001.
Hoy, sin embargo, ya no estamos tan seguros. Y si leo bien a Horacio Verbitsky, el problema está en que ya hoy no se podría hablar de “condiciones” más o menos objetivas para producir una irrupción innominada y contingente. Es cierto que las recientes capacidades de la movilización feminista, en España o Argentina, tienen hoy posibilidades de fisurar la equivalencia absoluta del discurso capitalista. Pero es difícil estar seguro que el periodismo o una política basada en el “hablar franco” puede hacerlo. La imaginación ya nada puede ante una maciza maquinación orientada sobre la base de lo falso. En realidad, este es el gran dilema de nuestros tiempos: una política como sino qua non del nihilismo carente de mitos. Una política a la cual ya no se le puede responder con gestos políticos contrahegemónicos.
Por esta misma razón, el eje corrupción-anti-corrupción ya ha quedado carcomido por este nihilismo de época. Lo cual no quiere decir que tengamos que abastecer la crisis con parálisis. Estoy de acuerdo con Sztulwark que la corrupción y el dispositivo de la anticorrupción son dos caras de una misma moneda que atentan contra la democracia. Si es esto lo que está en juego, entonces, lo que algunos decimos – y también lo viene diciendo con claridad política y teórica, Íñigo Errejón, de Podemos – es que la tarea central en nuestro tiempo pasa por defender la democracia y el estado de derecho contra los mecanismos de subsunción financiera en los cuales se encuentran atrapados.
Pero esto supone que habría que abandonar la vieja hipótesis de izquierda, heredada de la Guerra Fría, de que el estado de derecho es una superestructura “burguesa” que le pertenece al enemigo. Este fue uno de los errores garrafales del siglo veinte. Pero estamos a tiempo de buscar otras elaboraciones. Es imperativo volver reformular lo que significa el estado de derecho y lo mejor del proyecto ilustrado con el fin de afirmar no sólo la democracia, sino también para estar en condiciones de poder afirmar que el neoliberalismo, para parafrasear a Jorge Alemán, es cualquier cosa menos un “crimen perfecto”.
Pennsylvania, USA, 13 de mayo de 2018
*Gerardo Muñoz es profesor adjunto en Lehigh University. Miembro del colectivo académico Deconstrucción Infrapolítica (www.infrapolitica.com). Su más reciente publicación es Alberto Lamar Schweyer: ensayos de poética y política (Bokeh, 2018). Se le encuentra en Twitter @GerardoMunoz87
1 Comment
Estimado Señor Gerardo Muñoz y amigos,
Un hecho es lo que se hace y queda. Por ejemplo, uno o varios corruptos cometen un acto de corrupción (los hay de variadas especies), y lo que queda son oscuros e inconfesables intereses satisfechos. El señor Muñoz y muchos, nos asombramos de que el hecho se sepa y no genere daños políticos a los corruptos.
Ciertamente, la sociedad queda expuesta, y en crisis de conciencia.
La palabra “conciencia” es propiedad de reconocer, de reconocerse, y ser capaz de reflexionar sobre ello; en este caso, nos estamos refiriendo a la corrupción. La palabra “conciencia” tiene, además, un carácter moral. La conciencia empezó a ser algo moral cuando un acusado hacia pública la culpa de lo hecho (malo). Entonces, se con-sabe el hecho y se adquiere conciencia. Podríamos decir que una comunidad no llega a tener conciencia pública hasta que se con-sabe algo. Y de la con-sabiduría nace la “personalidad colectiva”; comunidad que no la tiene, no es más que una turba, una muchedumbre expuesta a la corrupción de todas las especies.
Dicho esto, sospecho que el con-saber es ingrediente necesario pero no suficiente. Porque el saber no es sustantivo, el saber supone siempre un espíritu humano que lo abrigue. Y el saber, sin calor de sentimiento, sin voluntad por una “buena vida” sin corrupción, será siempre infecundo, frío, inútil.
Y dejo abierto el tema, que merece la atención de todos los hombres de buena voluntad y hombría de bien.