Sobre El lugar de la desaparición (2021), último film de Martín Farina, un director argentino que filma a su propia familia y descubre que, desde la de Edipo a la de Hamlet –y siguiendo hasta la de las “mamis” y los “papis” de hoy–, no hay familia que no se sostenga en una trama de tragedia en la cual no hay inocentes sino más bien responsables.
Por Hernán Sassi*
(para La Tecl@ Eñe)
La primera
“Hay una ficción que acompaña y sostiene a la ficción borgeana: […] un linaje doble.”
“Borges y los dos linajes”, Ricardo Piglia
En la primera escena alguien empuña la cámara y filma a la madre de la familia (su abuela), quien, a un tiempo que hace a un lado el Buenos Aires Herald para tender la mesa familiar, pide no ser filmada y se aparta de la cocina-comedor.
–Come on, come on! No, no me saques. I´dont like it!, le dice mientras se retira.
– ¡Parala, parala!… ¿Parastes?, ¿dejaste la máquina?, pregunta escondida detrás del vano de la puerta.
–A mí no ahora. Estoy apurada. Tengo que poner la mesa, dice.
–No, no estoy ahora. Después sí. Después seguí con la casa, con el living comedor que fue motivo de tantas reuniones y cosas lindas cuando estábamos todos, que a mí me gustaba tanto y éramos treinta y pico. Ahora todos dicen: “Qué suerte, somos menos, más íntimo”. No se dan cuenta. A mí nunca me importó preparar comidas para treinta y pico de personas. Ahora no están los otros hijos queridos. Yo lo único que quería es que estuvieran todos.
Quien filma no lo sabe aún, pero esa es una escena iniciática. Filmado hace como veinte años –acaso, su primer registro, aquel que encendió la llama de cineasta–, ese rechazo a medias permitió ingresar a “la ficción que acompaña y sostiene la ficción” de su propia familia. Quien filma no es inocente. Él, de algún modo, “gatilló”; de ahí que, como me confiesa en una entrevista, si se presentara la misma situación, hoy día apagaría la cámara. (Y erraría si así lo hiciera, pues, como se verá más adelante: en la familia –también en el oficio– no hay que pecar de inocente y hay que estar dispuesto a gatillar.)
Quien no se negó a expresar su deseo es “mamá [que] necesitaba los vínculos como el aire que respiraba [porque] era como una matriarca [que] se esmeraba por la unión entre los hermanos”, dice uno de los hijos, uno que “no habla, dispara”, según luego advierte otro hijo en este documental que, como Trelew (2004) de Mariana Arruti, tiene trama de ficción, al igual que toda familia, claro está.
La matriarca estudió con Borges, ese hombre que, ante el linaje de las armas y el de las letras, eligió estas últimas. Ella también las eligió y abrazó la lengua inglesa que enseñó -incluso a ese nieto que la filma y la escucha hablar sobre Shylock de Shakespeare y su mentado antisemitismo que ella misma pone en cuestión–, a tal punto que la casa familiar, donde se filmó todo este documental al cabo de muchos años, terminó conformando un modesto instituto de inglés, lo cual se trasluce en vestigios colgados (un póster de Shakespeare, no casualmente) y en voces oídas entre cuatro paredes (salidas de algún casete guardado, se escuchan, entre otras voces, indicaciones para ejercicios en inglés).
En la familia, ese fue el linaje materno, el de la lengua, que es la que une, ni más ni menos. Pero con el tiempo primó un mandato (“Yo crié a mis hijos para que sean unidos”, dice martinfierrescamente ella en un momento) antes que un linaje, y así fue cómo su lugar en la familia terminó siendo el que manifestó cuando se negaba a ser filmada, el de matriarca.
“Es muy difícil salir de la familia”, continúa Willy, el que mejor entendió a Shakespeare, incluso más que mamá, esa mujer que se negaba a reconocer que en toda familia arrecian tempestades y no reina ninguna desinteresada hermandad.
“Mi mamá era la que hacía que todo esté adentro [y] ha puesto el corazón en sostener esa trama. Ella tejía a cualquier precio”, advierte quien sabe (y lo sabe más luego de haber leído King Lear) que acaso no todo hijo honre la trama familiar, en este caso, la ficción que a ella la ubica como tejedora y a él como el que mejor maneja el puñal. “No sé si uno debe tejer a cualquier precio”, avisa Willy; y bien se sabe, quien avisa, no traiciona.
De la matriarca de antaño a las “mamis” que no hacen más que quejarse en los chats de Whattsapp de hoy hay un abismo –abierto por la nueva fase del capitalismo que devasta todo pilar simbólico, los roles de padre y madre, entre otros–; también lo hay entre una y otra película que conforman El lugar de la desaparición.
Promediando el film el director vuelve a disparar, ya no a alguien sino a algo. Los títulos de la película recién aparecen cuando, creemos, ya se había presentado “la ficción que acompaña y sostiene la ficción” de esta familia. Farina dispara ahora al relato clásico. Lo “parte al medio”, literalmente.
Ya sin mamá, se inicia otra película.
La segunda
“Lo recordaré siempre con claridad […]. Escuché algo en el comedor o la biblioteca […], como un ahogado susurro de conversación.
Nos pareció penoso porque ambos habíamos dejado en la parte tomada muchas cosas que queríamos.
Estábamos con lo puesto. Me acordé de los quince mil pesos en el armario de mi dormitorio. Ya era tarde ahora”.
“Casa tomada” de Julio Cortázar
No es fácil dejar una casa. Más fácil es que alguien la ocupe. Más todavía, que ese alguien sea un miembro de la familia. Nadie lo había pensado luego de leer aquel famoso cuento de Cortázar. Ahora lo hacemos. Regalo que nos da el cine: la posibilidad de volver a leer un texto y encontrar lo que estaba ahí y no veíamos; en este caso, no ya un “aluvión zoológico”, sino la tragedia en la que está involucrada toda familia, incluidos los hermanos, por supuesto.
En toda familia se escribe un relato que ubica a cada quien en un lugar, lo aceptemos o no. Ese relato toma las formas del grotesco (Esperando la carroza de Doria), puede ser “una de terror y de fantasmas” (Papirosen de Solnicki), tener el tono de una telenovela que anuda –aún más– a mamá y “al nene” (Familia de Edgardo Castro) y hasta puede transformarse en tragedia shakespereana como se muestra, con sutileza, en El lugar de la desaparición.
Compuesto de momentos robados a una familia –algunos, en días de idilio en que todo es una fiesta y hasta una distendida clase de inglés de mamá, y otros en años de duelo en que todo se vuelve más sombrío y hay que usar anteojos de sol en casa–, este documental registra la novela familiar de los Markus, una familia en la que, a la muerte de mamá, se evidencia qué rol ocupa cada quién, lo acepte o no.
A diferencia del celu –del que somos extensión y no viceversa–, la casa es una extensión de uno, de nuestro pequeño o gran dominio, de nuestros miedos y cerrazones. Pero es algo más hondo aún –en el cine reciente, ya lo mostró Gustavo Fontán, también Valentina Llorens–, es “una infancia inmóvil”, como bien la define Bachelard en Poética del espacio.
Willy, el hijo mayor, “quiere construir arriba. Ahora se armó la habitación donde dormíamos cuando veníamos”, le susurra cual Yago al padre uno de los hermanos, uno que ve cómo un par vuelve al paraíso perdido de la infancia y va haciendo cambios en la casa sin encontrar oposición alguna.
Papá no es un “don nadie”. Se ha hecho un nombre, nada menos. Ha llegado a ser Director de un hospital, del Hospital Alvear, más precisamente. Esta “segunda película” registra los blasones de su vida profesional, también su actuación frente a “Yagos”, “Cordelias” y “Macbeths” de entrecasa.
Aunque figura como “el jefe de la familia” –así lo llama uno de sus hijos–, papá deja que le “bolsiqueen” el placard, como le advierte un hijo cuando presiente que Willy está traspasando todo límite.
Mamá había elegido ser el sostén afectivo –más que económico– de la familia. Sin ella, es más sordo y fuerte el secreto a voces. El film deja oír paredes que hablan: hay en el aire indicios y sospechas bien fundadas entre hermanos, también hay aire viciado y sonidos que anuncian que alguien arriba se está haciendo flor de rancho, uno incluso mejor que el que habitaron alguna vez, después se verá.
Sin tono de conventillo sino más bien de tragedia griega –de esa que muestra lo que todos saben que ocurrirá y nadie puede detener–, se escucha:
–¿Y vos quién sos? ¡Vos no sos nadie!, dice alguien por ahí.
–¡No tiene autoridad!, se escucha decir también.
Ni en la imaginería literaria –en la Odisea donde Ulises juega a ser nadie– ni en la ficción que sostiene a toda familia, ni en una ni en otra, puede alguien afantasmarse y ser “nadie”. Quiéralo o no, a cada quien le toca un rol en la trama, que en este caso, ya no tiene Penélope que posponga la masacre.
Hay doble linaje en las familias. El que prima en esta “segunda película”, bien se ve, es el de un padre que “deja hacer”, pero no a cualquier hijo, sino a “mi hijo, el doctor”, como también se escucha decir en el film.
Aquí no hay padre que enfrente hijos que quieren disputarle su lugar –no hay quien clame por un caballo para salvar su reino–; por el contrario, hay entrega mansa y secreto a voces. Si hay padre que “deja hacer”, hay algo más turbio que una “familia disfuncional” (síntoma de una época de caída de la función paterna, o dicho de otro modo, de un capitalismo que rompe todo lazo); quizá hay implosión no de una casa, sino hasta de la familia como institución.
No se escuchan solo rumores, también a alguien que trabaja. A Willy, que sigue la tradición de papá, pero le agrega “la pata anímica, lo emocional” –no por nada lleva ese nombre shakesperiano heredado de mamá–, lo escuchamos atender a una paciente y seguir a paso firme un cometido de seguro inconsciente. Así de terrible son las tragedias griegas e isabelinas que habitan en toda familia, cruces de legados y tramas, enmarañadas, unas dentro de otras, arborescentes o más bien envolventes.
Frente a él y a los otros hermanos, no hay patriarca a la vista, de ahí que si la película está “partida en dos”, en ella se muestra, de un lado, la matriarca; del otro, la masacre sin ley ni freno. Frente a los hermanos que deben firmar un nuevo título de propiedad a la muerte de la madre, hay solo un hombre que, como Borges, paulatinamente se está quedando ciego, lo cual no le impide visitar esa otra casa que se construyó no precisamente a sus espaldas. Con tanteos de ciego, tanteos de un Lear que literalmente no ve el amor de unos y la ambición de otros –¿no los ve?, ¿”deja hacer” a conciencia?, ¿quiere ver, al contrario de mamá, cómo corre sangre entre hermanos?–, lo observamos traspasar una reja y subir al reino de un solo hombre, de ese que se dijo, muy livianamente, que era “nadie”.
Pasa en las mejores familias. Y seguirá pasando. De ahí que contar ese final –como contar íntegra la tragedia de Edipo o de Hamlet– no es contar absolutamente nada que no vuelva a ocurrir una, otra y otra vez (en escala terminal gracias a esta fase del capitalismo), ya en el country, ya en la villa, ya en la modesta o pituca casa de familia de clase media.
Lo dicho. Willy, acaso haciendo honor a ese nombre que le puso mamá, es, de toda la familia, el que mejor entendió a Shakespeare. Por eso es él quien llega a decir no sólo que pertenece a una “familia quística” –¿quién no?, diría el bardo inglés–, sino también que: “Uno puede vivir impropiamente teniendo un título de propiedad”, sentencia que no negaría el autor de Hamlet.
Como en toda tragedia y en toda familia, en El lugar de la desaparición no hay villanos ni víctimas, sino más bien responsables; todos, en mayor o menor medida lo son y este brillante film lo muestra con una sutileza que debemos ponderar.
Valga esta película, entre otras razones, para saber qué tragedia se teje en casa y qué responsabilidad le cabe a cada quién.
Lomas de Zamora, 28 de septiembre de 2021.
*Docente de Historia Social Argentina (UNDAV), de cine (FLACSO) y de distintas materias del profesorado de lengua en instituciones del Conurbano. Autor de «Cambiemos o la banalidad del bien» (Red Editorial) y de «La invención de la literatura. Una historia del cine» (en prensa), entre otros libros.