Cine: Al simulacro, más simulacro o hay que creer y jugársela – Por Hernán Sassi

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Cine: Al simulacro, más simulacro o hay que creer y jugársela – Por Hernán Sassi

Se estrena Isabella, nueva vuelta de tuerca sobre una obra de Shakespeare de Matías Piñeiro, un director que hace de la repetición literal un culto a la diferencia.

Por Hernán Sassi*

(para La Tecl@ Eñe)

I.

“Clásico no es un libro que necesariamente posee tales o cuales méritos; es un libro que las generaciones de los hombres, urgidas por diversas razones, leen con previo fervor y con una misteriosa lealtad”.

J. L. Borges, Otras inquisiciones

Somos hablados por el discurso del otro. Es nuestra fatalidad, ser loros repetidores. No la única, por cierto, y acaso una que más bien valdría honrar que temer.

En Hamlet, en Othelo, en Lear, Shakespeare le dio cuerpo a esa fatalidad. Hizo lo propio en Medida por medida, de donde Matías Piñeiro extrae, para este nuevo filme, menos un puñado de versos que unas cuantas verdades shakesperianas, una de las cuales insta a perder la inocencia en tiempos de simulacros.

En “la comedia más nihilista de Shakespeare”, según Harold Bloom, en esa en que se prueba que al “huir de sí mismo”, casi como en un cuento oriental, no hacemos más que encontrar una y otra vez a un otro, Isabella revela que: “¡Ese que habla es mi hermano! ¡Es, en verdad, la voz de mi padre que sale del fondo de su tumba!”.

Desde su primera película, Matías Piñeiro no tuvo miedo de ser hablado por otro; menos aún, por un padre literario. Desde aquel lejano 2007 en el que el buen cine aún no había sido desplazado por ese relato ramplón que vertebra las series, honró el lazo que lo une a una tradición, un tren de fantasmas con el que lidiamos a perpetuidad, ¡bah!, siempre y cuando el neoliberalismo no lo haga trizas con su mandato de vivir en un presente perpetuo, claro.

Piñeiro irrumpió con estilo propio de la mano de D. F. Sarmiento (El hombre robado), con quien se perdió en el “entre nos” (Todos mienten) para encontrarse del mejor modo, explorando los personajes femeninos de las comedias de Shakespeare –reverso de los venales de sus tragedias como Lady Macbeth– en una experiencia que se sucede film a film y que dio en llamar, no sin un toque de distinción, “las shakespereadas”.

Tanto junto al autor del Facundo como junto al de Pruebas de amor perdido, probó, o mejor dicho, sigue probando, que quien repite y desvía como lo hace un/a verdadero/a autor/a, al repetir literal y borgeanamente como Menard –y al repetir no cualquier texto sino clásicos–, crea.

II.

“Nuestras dudas son traicioneras, haciéndonos perder lo que podríamos ganar al arriesgar.”

Shakespeare, Medida por medida

Mariel y Luciana no son compañeras como las protagonistas de Rosalinda, Viola, La princesa de Francia y Hermia & Helena, sus predecesoras en este fructífero “eterno retorno” a Shakespeare al que nos tiene acostumbrado Piñeiro en estos años. Aunque conocidas, son también rivales, y a su modo, el reverso la una de la otra: una tiene un hermano, la otra no; una actúa, la otra duda. Ambas van a participar de una audición de Medida por medida porque hay que reemplazar a una actriz y no lo harán dos, sino una. Sola. Así quedará, como es de esperar, más la que pierda que la que gane.

Mariel se presenta a la instancia previa en la cual se le comunica cómo será la audición: deberá preparar una escena de la obra y también un monólogo que gire en torno a un dilema moral entre hermanos. Quien se lo explica es un conocido, al que acaba de reencontrar en esa situación por casualidad, quien le sugiere que no refiera que ellos se conocen, no sea cosa que se crea que ella juega con ventaja en la compulsa.

“- ¿Tengo que mentir que no te conozco?”, pregunta.

“- Sí”, responde él.

El planteo es shakespereano desde el primer hechizo, pues no otra cosa es la secuencia inicial –volveremos sobre ella– y de ahí al final: la vida es teatro y, si así se asume, no queda más que fingir con inocencia, mentir a conciencia e incluso traicionar, si es necesario.

Como en las otras shakespereadas y como en más de una obra de Shakespeare, no faltará escena en la que no sepamos si es sueño o vigilia el marco que contiene a los personajes (a modo de presagio, Mariel soñará con Luciana ya disfrutando de su papel, pero el director nunca dará indicios de que lo visto es un sueño, tampoco un vaticinio), si es verdad o mentira el discurso que los rige (Mariel prepara un monólogo para la audición en el que le pide plata a su hermano y luego la vemos repetirlo frente a él en una escena en la que no sabemos si miente o dice la verdad).

Mariel llora en la audición, pero ese llanto es “puro teatro” porque cuando realmente llora es en el auto luego de enterarse de que, aunque dé vueltas y vueltas sin encontrar apoyo o compañía –no solo teatral–, está sola. Es de las pocas veces en que discernimos entre la verdad y la ficción, que es donde realmente se juega el corazón del film y acaso de toda la filmografía de este brillante director, de los pocos –es la contracara de Rejtman, hombre de una y la misma película– que se repite y es siempre distinto.

“Creo que hay algo en los textos de Isabella que se me llegó a meter en los nervios”, dice Mariel al promediar la película. Y no es para menos; después de todo, y como sentenciaba el genial Oscar Wilde, “la vida copia a Shakespeare tanto como puede”. Es la vida la que copia a la ficción y no a la inversa, nos decía Wilde. También Freud (¿o no es nuestra vida copia de la ficción que es nuestra novela familiar?). También Piñeiro, “¿Y qué Dios detrás de Dios la trama empieza?”, como escribía Borges, y antes que él, creyó “el transmigrador” Pitágoras.

Mariel practica frente a un espejo, para la audición –¿o para enfrentar a su hermano a quien realmente le va a pedir plata?; de nuevo, ¿dónde está la verdad y dónde la ficción?–; lo hace frente un espejo que habla como todos –¡vamos!, no solo lo hace el de Cenicienta–, uno que se “prueba el traje de tirano” y le dice: “Mis mentiras valen más que tus verdades”.

Esta línea de texto, réplica idéntica de otro, esto es, un simulacro, nos recuerda el tópico shakesperiano según el cual somos puro simulacro. Como el Quijote de Menard, esta repetición es diferencia porque se da no en cualquier época, sino, en este caso, en tiempos en que ha caído el régimen de verdad y de precedencia, en la Era de los simulacros y de la posverdad.

En estos días nuestra vida copia a la ficción creada –algo más que intervenida e influenciada– por máquinas. Hoy se vive gustosamente entre espectros sin ánimo de desafiar este laberinto de espejos que es la sociedad de las pantallas.

Por el contrario, la obra de Piñeiro apuesta porque en la inexorable repetición (la que repite lo que fue tragedia y lo vuelve farsa) haya realmente diferencia y no el continum de lo siempre igual. Con un cine hecho de repeticiones literales, Piñeiro da indicios de que para ganarle alguna batalla a la lógica del simulacro –cuyo emblema son las redes sociales y las series, que se rigen bajo un mimetismo sin diferencia–, hay que minarla desde adentro, desde su propia lógica.

Cuando al simulacro se le opone otro simulacro, eso supone, cuanto menos, correrse del lugar de víctima inocente (del que dice la verdad y es el Bien, mientras los otros mienten y son el Mal) de la sociedad de las pantallas; por el contrario, es un modo valiente de rivalizar en plano de igualdad, un modo de arriesgar aunque podamos perder, como le ocurre a la protagonista.

III.

“Una vieja regla del whist indica que en caso de duda se debe jugar triunfo; por eso, cuando se me presentan dos posibles cursos de acción y estoy en duda, elijo el más atrevido.”

W. E. Hudson, La tierra purpúrea

Un cielo rojo es presagio de muerte y uno azul, de alegría sin razón ni final. Para W. E. Hudson, La tierra purpúrea -esa Banda Oriental “que Inglaterra perdió”- no era tanto un territorio de ventura o desventura, sino de entrega a lo desconocido, un emblema de la oportunidad, o dicho de otro modo, del viejo lema según el cual “quien no arriesga, no gana”.

A Piñeiro, que es a su modo -como Borges y Hudson- un “sajón argento”, el púrpura no le sugiere otra idea que la de la épica personal. En la primera secuencia del filme una de las protagonistas le pone voz a su pluma:

El color púrpura. Tanto rojo enfriado como azul entibiado. Fragilidad y fuerza a la vez. Color de la ambigüedad, del equilibrio. Y su luz, la luz púrpura, una oportunidad para tomar decisiones.

Durante aquel breve momento del día en el que el cielo se tiñe de púrpura y los vientos se calman, la superficie del agua se vuelve una lámina donde rebota esta luz dando lugar al ritual de las doce piedras, ritual para resolver incertidumbres, para decidir entre la acción o la inacción.

Se recogen doce piedras y se espera la hora de la luz púrpura. Con cada piedra te das la oportunidad de dudar. Cada piedra, una duda. Doce piedras, doce dudas. Y si después de darte doce oportunidades para dudar, no te detuviste y tiraste las doce piedras, es que esa acción es ya una decisión.

Durante la luz púrpura las piedras caen al agua hasta que pasa una de estas dos cosas: te quedás sin piedras porque ya las tiraste todas o en un momento una duda te detiene, quedándote con una piedra en la mano.

En tiempos sin más rituales que los que impone la sociedad de las pantallas, como en tantas comedias de Shakespeare, Piñeiro muestra que hay algo –o alguien– que está por encima de nosotros incidiendo sobre eso que llamamos destino. Lejos de la banalidad y hasta la frivolidad que se le achacó, Piñeiro torna un acto de fe los hechos cotidianos, ya sea el reencuentro entre un padre y una hija, como lo hiciera en Hermia & Helena, ya el decidir si actuar o no.

Por intermedio de Piñeiro, Shakespeare, como cuando ideó a Hamlet, “sale del fondo de su tumba” e insta a actuar; a actuar en un doble sentido, tanto aquel que al simulacro le opone otro, este último, vencedor ojalá; cuanto aquel que mueve al acto, a “jugársela” como decimos en estas tierras purpúreas “que Inglaterra [despojó]”.

Perder no es quedarse sin un puesto. Perder es no creer, y peor aún, no actuar, nos dice Piñeiro. Eso es realmente haber perdido.

¡Que vivan los loros repetidores de las tierras purpúreas! ¡Que vivan los loros que hacen de la repetición, diferencia! ¡Que vivan los que al repetir, aún creen y crean!

Lomas de Zamora, 28 de septiembre de 2021.

*Docente de Historia Social Argentina (UNDAV), de cine (FLACSO) y de distintas materias del profesorado de lengua en instituciones del Conurbano. Autor de «Cambiemos o la banalidad del bien» (Red Editorial) y de «La invención de la literatura. Una historia del cine», entre otros libros.

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