La respuesta de Ricardo Forster a la VII carta de Alemán plantea la dislocación y ruptura del capitalismo como oportunidad de emancipación para seguir deconstruyendo al neoliberalismo, un sistema perverso que amenaza la vida en su totalidad.
Por Ricardo Forster*
(para La Tecl@ Eñe)
Querido Jorge, como siempre tus cartas me hacen reflexionar y me incitan a seguir indagando las complejidades de este tiempo, aunque ya no sólo en nuestro país sino también desde una perspectiva global que, eso me parece, también se pone de manifiesto en tu última carta en la que introducís la cuestión del “corte” en el capitalismo recurriendo, como en otras oportunidades, al par Lacan-Laclau. Me interesa, particularmente, tu idea de la “dislocación” que va asociada a la pregunta que te hacés al final: “¿Cómo introducir la temporalidad disruptiva de la dislocación en el espacio del Discurso Capitalista?” Dejando entrever el corazón de la disputa entre esa posibilidad, que guarda un carácter emancipatorio, y la interrogación que emerge del párrafo anterior que cito en toda su extensión porque me parece decisivo: “Aquí hay un enfrentamiento de posiciones entre los que describen al Capitalismo como aquello que ya no puede ser dislocado y los que pensamos que aún el procedimiento de la dislocación política puede tener lugar, problematizando el espacio de lo “social inerte” con la hipótesis del Discurso capitalista. Esta crucial cuestión implica interrogarse hasta dónde la circularidad capitalista y la dislocación política pertenecen a «ontologías» distintas. ¿Qué es lo ontológico primordial? ¿La dislocación estructural de lo simbólico frente a la falla de lo Real o la circularidad del Capitalismo en un espacio digital megaconectado? Esta pregunta se formula admitiendo de entrada que el Discurso Capitalista parece disponer de una potencia homogeneizante que torna problemática la apertura que la Dislocación podría hacer posible”. Tu pregunta no tiene una respuesta lineal ni ofrece una garantía de que será la “dislocación” la que pueda resolver la circularidad destructiva del capitalismo; pero, y eso también surge de tu escritura, pensar en términos de disrupción dislocadora es lo único que posibilita imaginar una ruptura de esa circularidad. Siento, Jorge, que estamos moralmente obligados a intentar salirnos de la “jaula de hierro” de la homogeneidad de un sistema perverso que amenaza la vida en su totalidad. Algunas últimas lecturas me llevan hacia preguntas y reflexiones que buscan, como en tu caso, las posibilidades de dislocación y de ruptura (quizás mi benjaminismo me incline más hacia la idea de “ruptura” que, me parece, no se distancia demasiado de tu “dislocación” y que lo disruptivo complementa e integra a ambas).
La cuestión del neoliberalismo sigue siendo crucial allí donde nos enfrentamos a un dispositivo que intenta capturar, bajo la lógica de la economización, todas las esferas de lo viviente incluyendo, como no puede ser de otro modo, a la democracia y a su sujeto. Me permito, entonces, darle algunas vueltas más a tus inquietudes que son también las mías sin dejar de señalar que en nuestra ya prolongada correspondencia cada una de las estaciones en las que nos detenemos tiene como horizonte de destino seguir pensando la Argentina, sus repeticiones, su loca tendencia a dislocar lo que parece ser dominante. Hay algo extraordinario, en el sentido de insólito, de fuera de lugar y de tiempo, de atípico y de oportunidad, en un país, el nuestro, que no deja de caminar por el desfiladero de la crisis económica y de la protesta social, de los deseos recurrentes de la clase dominante de domesticar definitivamente al pueblo y de una sociedad partida que siempre está en disputa. Algunos, que no somos pocos, seguimos pensando que la herencia de aquel hecho maldito del país burgués lleva el nombre de la experiencia que a contracorriente intentó durante 12 años rearmar una política de la igualdad, la libertad y la emancipación. Sabemos, también, que la astucia del poder apunta a apropiarse de una oposición que le sea funcional y que le permita una alternancia que garantice la continuidad de lo mismo. Contra esa lógica de la repetición seguimos apostando al nombre de lo maldito en la figura de Cristina Kirchner sin dejar que, una vez más, se cuelen por la ventana el posibilismo y sus secuaces, siempre dispuestos a clausurar el dislocamiento y la ruptura afirmando al poder y a su imbatibilidad. Sin garantías nos afirmamos en las herencias libertarias y plebeyas.
Se trata, una vez más, de lo político como lengua de la ruptura o el dislocamiento, de aquella forma del lenguaje que todavía tiene algo que decir en medio del dominio global de la economía. El filósofo alemán Boris Groys le da una especial connotación a esta bifurcación civilizatoria en la que la oposición entre el capital como fin del lenguaje y la política como posibilidad de lo abierto definirán el futuro inmediato. Groys piensa, desde su experiencia, en una cierta idea del “comunismo” como santo y seña de un proyecto alternativo; nosotros, sudamericanos, quizás podamos trasladar esa significación a lo que el “populismo” ha generado en esta región del mundo habilitando experiencias a contracorriente y decisivamente provocadoras del dominio neoliberal. Darle consistencia a la política quiere decir producir “la transferencia de la sociedad desde el medio del dinero al medio del lenguaje […]. Mientras viva bajo las condiciones de la economía capitalista, el ser humano necesariamente permanecerá mudo porque su destino no le habla; porque si el ser humano no es interpelado por su destino, tampoco puede responderle. El acontecer económico –agrega Groys– es anónimo y no se puede expresar con palabras. Por eso no podemos discutir con él, no podemos hacer que cambie de opinión, convencerlo, persuadirlo, ponerlo de nuestro lado recurriendo a las palabras. Sólo podemos adaptar nuestro propio comportamiento a ese acontecer […]. En el capitalismo, la confirmación o refutación definitiva de la acción humana no es verbal sino económica. No se la expresa con palabras sino en cifras. Y así queda abolida la lengua como tal”[1]. Dislocar el discurso capitalista supone reinventar la potencia del lenguaje político y esa potencia sólo puede nacer de lo mejor de su historia disruptiva y a contracorriente, allí donde sigue insistiendo lo “maldito” cuyo nombre, en Argentina, ya conocemos.
1.
“Es un prejuicio marxista (o en realidad: moderno) que el capitalismo como época histórica terminará cuando una sociedad nueva y mejor esté lista, y un sujeto revolucionario preparado para ponerla en marcha en pro del progreso de la humanidad. Esta idea implica un grado de control político sobre nuestro destino común que no podemos ni siquiera soñar tras la destrucción, en la revolución neoliberal global, de la acción colectiva y, desde luego, de la esperanza de recuperarla”[2] (pág. 77).
Wolfang Streeck se diferencia de quienes estiman que el capitalismo encontrará su fin en un acontecimiento y no en un proceso cuya duración, si bien no parece extenderse muy lejos en el tiempo, tampoco tiene, hoy, fecha de conclusión. Streeck rechaza la idea marxista (y moderna) de un final apurado del capitalismo a partir de sus contradicciones y, sobre todo, de que a ese final le siga una sociedad nueva capaz de mejorar las expectativas de bienestar de la humanidad. Lo que señala es el profundo deterioro de la vida social compartida y de su expresión democrática que, a su juicio, ha sido capturada y vaciada por el neoliberalismo en una época en la que, paradójicamente, el capitalismo ya no tiene recursos (como los tuvo después de la crisis de 1929 y de la segunda posguerra) para enfrentar sus límites y su caída de crecimiento[3]. La visión de Streeck es fuertemente pesimista y concibe más bien un largo período de incertidumbre y dificultades de todo tipo ante la incapacidad del capitalismo de salir de su crisis terminal. El problema, para el sociólogo alemán, es que el neoliberalismo, como ideología y práctica del capitalismo actual, no tiene contrincantes capaces de cuestionarlo con posibilidades ciertas de obligar a un replanteamiento de sus estrategias de destrucción de lo social aunque, esa carencia, también lo debilita en términos de expansión y progreso sometiéndolo a una decadencia que parece irreversible. “Mi respuesta –escribe Streeck– es que para el capitalismo el hecho de no tener oposición puede constituir más un pasivo que un activo. Los sistemas sociales progresan gracias a la heterogeneidad interna, al pluralismo de los principios organizativos que los protegen de la dedicación exclusiva a un objetivo único, excluyendo otros que también deben ser perseguidos para que el sistema sea sostenible. El capitalismo tal como lo conocemos se ha beneficiado enormemente del ascenso de los movimientos contrarios al dominio del beneficio y el mercado. El socialismo y el sindicalismo, al poner un freno a la mercantilización, evitaron que el capitalismo destruyera sus fundamentos no capitalistas: la confianza, la buena fe, el altruismo, la solidaridad dentro de las familias y las comunidades y otras similares. Con el keynesianismo y el fordismo, la oposición más o menos leal al capitalismo aseguró y ayudó a estabilizar la demanda agregada, especialmente durante las recesiones” (pág. 81). Streeck está convencido que esas oposiciones al capitalismo le permitieron, paradójicamente, avanzar y superar sus estancamientos. Desde otra perspectiva, se podría leer el desafío contracultural de la década de 1960 no como algo negativo para el capitalismo sino como una nueva fuente de recursos simbólicos y culturales capaces de hacerle dar un salto hacia su etapa neoliberal. Por esas cosas de la historia y de las sociedades, la antesala del asalto neoliberal a la vida socialmente integrada y conflictivamente atravesada por valores de igualdad y justicia distributiva, fue un momento político y cultural de efervescencia y desafió que acabó convirtiéndose en insumo para el capitalismo de consumo y hedónico[4].
Streeck no vislumbra en el horizonte cercano, ni tampoco lejano –y acá aparece el pesimismo arraigado en sus análisis– un movimiento capaz de ir más allá del capitalismo aunque defina que estamos atravesando su etapa de crisis final. Ofrece, antes bien, una visión de una larga etapa de anarquía y estancamiento producto, entre otras cosas, del aumento de la desigualdad que deprime el crecimiento, de la expansión sin freno del endeudamiento público y privado, de la inflación ilimitada del sector financiero que desplaza toda inversión productiva de la mano de la especulación y el vaciamiento de la democracia por parte de la oligarquía financiera-rentística. Una conclusión oscura que no encuentra las señales que muestren alguna salida a esta agonía del sistema y que corre el riesgo no sólo de la parálisis sino, más grave aún, de volverse funcional a la depredación neoliberal que necesita de la pasividad de cualquier oposición. Creo que en este punto, Streeck se equivoca al efectuar una proyección catastrofista en relación a un tiempo tan complejo y equívoco como el de la actualidad del capitalismo no porque no haya verosimilitud en sus análisis, tampoco porque carezca de realismo sino, precisamente, porque queda muy pegado a lo mismo que critica. Así como está convencido que estamos próximos del final del capitalismo, que las señales de su término se leen por todos lados, no puede sustraerse a la certeza, en él, de que la etapa neoliberal ha logrado devorarse a todos sus contrincantes dejando vacío el campo de batalla y aniquilando cualquier alternativa.
“La redistribución oligárquica y la tendencia a la plutonomía, incluso en países que todavía se consideran democráticos –agrega Streeck–, invocan la pesadilla de las elites convencidas de que sobrevivirán al sistema social que les está haciendo ricos. Los capitalistas plutonómicos puede que ya no tengan que preocuparse por el crecimiento económico nacional, porque sus fortunas transnacionales crecen sin el mismo; de ahí la salida de los multimillonarios de países como Rusia o Grecia, que cogen su dinero (o el de sus conciudadanos) y corren, preferiblemente a Suiza, Gran Bretaña o Estados Unidos. La posibilidad de rescatarte a ti mismo y a tu familia escapando junto con tus posesiones, proporcionada por el mercado global de capital, ofrece la tentación más fuerte para el rico de apuntarse al estilo de vida de final de partida: sacar el dinero, quemar los puentes y no dejar nada detrás salvo la tierra quemada” (pág. 90). Esta combinación de ceguera respecto a las atroces consecuencias de las políticas neoliberales y suposición quimérica de que se salvarán aquellos híper ricos que se trasladen junto con sus riquezas descomunales a países “seguros”, puede conducir directamente al desencadenamiento de protestas que pueden hacer saltar todo por los aires o puede ser también la antesala de una crisis más profunda y demoledora. Yo no sería tan enfático ni escéptico como Streeck ante la posibilidad de multitudes insurgentes que puedan encontrar los modos y las estrategias para atacar la fortaleza del poder capitalista, aunque nuestra actualidad nos muestra un enorme retroceso de los movimientos populares en casi todo el planeta. Las predicciones no suelen corresponderse con el convulso movimiento de las sociedades ni ser una bola de cristal capaz de anticipar hacia dónde irá la historia. Lo peor siempre puede ocurrir, y en los hechos ya está ocurriendo a nivel planetario y no apenas en los países periféricos, pero eso no supone que no puedan surgir alternativas que busquen caminos de reparación y que se expresen en acciones políticas refundadoras de un horizonte social distinto al que ofrece la desolación neoliberal. Algo de eso, con todos sus problemas y limitaciones a cuestas, sucedió en algunos países de América del Sur al girar el siglo.
Quizás la vara del sociólogo alemán es demasiado alta y juega el juego del todo o nada llevándolo a despreciar experiencias que no se plantearon, por ahora, ir más allá de la parcial reconstrucción de un Estado de bienestar capaz de frenar el inmenso daño producido por la financiarización. Pero, lo que probablemente no alcance a ver o siquiera a pensar Streeck en función de un cierto “obstáculo epistemológico” (parafraseando a Gastón Bachelard) es que el carácter de las experiencias sudamericanas supuso el retorno de lo político asociado a lo disruptivo, la emergencia de un desafío a contracorriente desde perspectivas nacional-populares que, quizás, hoy contengan el máximo grado de respuesta a la globalización neoliberal. El punto de la “dislocación” del discurso homogéneo y dominante del capital, aunque ninguna de esas experiencias se haya planteado o siquiera podido ir más allá del horizonte signado por el capitalismo. No ha sido ni poco ni escaso el contrapunto desplegado desde comienzos del siglo XXI en esta región del planeta, un contrapunto que, tal vez, implique el mayor grado de confrontación de los sectores populares en el tiempo del neoliberalismo triunfante. Lo demás, diría el dramaturgo, es silencio. El silencio político de las izquierdas radicales y antisistema que no han pasado de ser una curiosidad sin capacidad de espantar a nadie y mucho menos al poder del modo como lo han hecho y lo siguen haciendo los movimientos popular-democráticos latinoamericanos.
Me queda claro que el discurso y la práctica de la emancipación es hoy extremadamente débil y que la producción intensiva de subjetividad neoliberal constituye una barrera, cada día más alta, para intentar frenar la regresión de nuestras sociedades. Pero eso no nos puede conducir a la pasividad y la desesperanza ni mucho menos imaginar que no hay otro horizonte que el trazado por el capitalismo y sus miserias. Imaginar un proceso de paulatina descomposición del sistema sin la intervención de los dañados por él supone asumir una visión mecánica de la historia y de su devenir. Sin garantías del cumplimiento de ninguna promesa ni de ninguna ley científica de la evolución social, es necesario, sin embargo, seguir pensando imaginativamente en los giros inesperados y en las instancias de ruptura que nos suelen sorprender. Apenas, como diría Benjamin, la persistencia de una débil luz mesiánica que abre una señal en medio de las tinieblas.
2.
“En todo Occidente –señala Streeck tratando de dar cuenta del cambio que se produjo en el capitalismo hacia los años 1960 y 1970–, los mercados de bienes de consumo duraderos estandarizados y producidos en masa mostraban signos de saturación. Las necesidades básicas habían quedado en buena medida cubiertas […]. La crisis emergente se manifestó, sobre todo, entre los productores más típicos de la era fordista, los de la industria del automóvil, cuya capacidad fabril había aumentado de forma espectacular, pero que ahora se veían atrapados entre la creciente resistencia obrera al régimen taylorista y la creciente indiferencia del consumidor a su línea de productos para un mercado de masas […]. Hoy día podemos ver que aquella crisis dio lugar a una oleada de profundas reestructuraciones, tanto de los procesos productivos como de las líneas de productos. La militancia obrera fue vencida, en particular mediante una enorme expansión de la oferta de trabajo disponible, primero, por la entrada en masa de las mujeres en el empleo asalariado y, luego, mediante la internacionalización de los sistemas de producción. Más importantes en nuestro contexto fueron las estrategias aplicadas por las empresas en el intento de superar la crisis de ventas de productos. Mientras parte de la izquierda creía que se había iniciado el fin del ‘trabajo alienado’ y de la ‘tiranía del consumo’, las empresas capitalistas se dedicaban con ahínco a remodelar sus productos y procesos con la ayuda de nuevas tecnologías microelectrónicas capaces de acortar espectacularmente los ciclos de producción, disminuyendo la dedicación de la maquinaria fabril a fin de reducir el umbral de rentabilidad para sus productos y prescindiendo de buena parte del trabajo manual o reubicándose en otros lugares del mundo donde la mano de obra era más barata y dócil” (pág. 124). Detenerse en esta mutación es clave para entender de qué modo funciona la penetración simbólico-cultural del neoliberalismo. El pasaje de la economía fordista –que estaba en el meollo del Estado de bienestar como garante, a un tiempo, tanto del consumo popular como de su integración al sistema en un contexto de conflictos emanados del mundo de posguerra y de la Guerra Fría–, a una economía de mercado sustentada en lo que Streeck llama el “Estado hayekiano”, se basa en un profundo cambio tanto en la producción de mercancías como en el modo de consumirlas. Lo que se inventa, de modo exponencial, es al ciudadano-consumidor, aquel que siente que puede elegir el producto que se corresponde con sus gustos e inclinaciones y que cree que es reconocido individualmente y ya no como parte de una masa abstracta de consumidores que carecen de una posibilidad cierta de elegir. El individuo contra la masa. La libertad de elegir contra el igualitarismo fordista. El trabajador que se integra a un esquema productivo toyotista abandonando las exigencias alienantes del taylorismo. Horizontalidad contra verticalidad. Lo que se pone en juego, como no podía ser de otro modo, es la interiorización del principio liberal del individuo como genuino portador de la libertad que, en la sociedad del capitalismo tardío, se ha constituido bajo la forma compleja de un consumo que ha dejado de ser meramente serial para corresponderse con el deseo de cada quien. Salirse de la serie constituye un acontecimiento de primera magnitud en este pasaje de la sociedad solidaria a la sociedad fragmentada. Sentirse elegido, ser parte de un universo monádico en el que la acción consumista es vivida como una decisiva experiencia libertaria. Abandonar las formas monótonas y repetitivas del fordismo se asoció a una entrada en el mundo de las decisiones individuales y libres, a una suerte de ejercicio de antiautoritarismo frente a la rigidez y monotonía de la organización taylorista del trabajo. Un imaginario más allá de la alienación tanto en la esfera laboral como en la diversidad relampagueante del consumo cada día más sofisticado. Ideología en estado puro.
El Estado hayekiano se corresponde, a su vez, con el predominio del capital financiero sobre el productivo, de lo virtual sobre lo material, del consumidor cuentapropista (que en la jerga neoliberal se lo llama “emprendedor”) sobre el trabajador sindicalizado, de la economía sobre la política, de la ficción y lo virtual sobre la materialidad. En ese nuevo registro nada puede quedar por fuera de lo que va determinando el mercado al mismo tiempo que las personas dejan de verse expresadas en lo común para sentirse, ahora, elegidas individualmente a la hora de consumir material o imaginariamente. Este concepto de libertad asociado al mercado y al consumo penetra en el interior del sujeto hasta reformatear su subjetividad. El éxito del neoliberalismo se sostiene sobre este giro medular que intenta capturar, de una vez y para siempre, el núcleo profundo del sujeto. Es lo que Jorge Alemán ha llamado “el crimen perfecto” tratando de reflexionar sobre las consecuencias de esta captura que intenta penetrar en la usina del lenguaje, allí donde se forja el sujeto. Nunca como en esta época el capitalismo ha intentado llegar hasta las dimensiones más recónditas de los seres humanos, penetrando la estructura deseante y habilitando la dialéctica del goce y de la culpa, del consumismo y de lo sacrificial. Después de la fiesta viene la resaca y la necesidad de la expiación, el pago de la deuda descomunal, la salvación del capital como fetiche decisivo y como eje de la condición religiosa del sistema. Sin las antiguas protecciones ofrecidas por las pertenencias de clase y comunitarias, ausentado el Estado como garante de una distribución más equitativa de los bienes, fragmentada la vida social a niveles pavorosos, el individuo se enfrenta, sin red de contención, a la más devastadora soledad, no aquella que abre la posibilidad de la auscultación espiritual sino esa que lanza al vacío de existencias sin horizonte. El “hombre nuevo” formateado por el neoliberalismo es el sujeto de la depresión y el egoísmo, el individuo del malestar que crece y crece sin encontrar algún paliativo, el ciudadano carente de ciudadanía que supone que ser libre es entrar en el shopping center, el que ha olvidado lo que significa cuidar y reconocer al otro, el que vive prisionero del instante y la fugacidad, el que ha perdido la riqueza de la diferencia para volverse, como una mónada sin puertas ni ventanas, hacia su propio autismo[5]. Esta es la marca de la subjetivación neoliberal que vuelve tan ardua la tarea de revertir su terrible impacto sobre la vida colectiva.
Streeck le da otra vuelta de tuerca a esta cuestión al detenerse en un análisis de lo que él denomina el poscapitalismo y su capacidad para vulnerar las funciones tradicionales del Estado así como redefinir el rol del sujeto: “La disrupción puede considerarse la versión neoliberal de la ‘destrucción creativa’: más despiadada, más inesperada y menos dispuesta a tomar prisioneros o a aceptar demoras para ser ‘socialmente compatible’. Aunque para quienes sufren la innovación disruptiva puede ser catastrófica, lamentablemente tienen que ser sacrificados como daños colaterales en el campo de batalla darwiniano del capitalismo global” (pág. 57). Esos “daños colaterales” han sido interiorizados por el individuo adaptado a las nuevas exigencias del mercado de tal modo que lo común queda fuera de su campo de acción y de sensibilidad; en solitario se enfrenta a demandas crecientes que vulneran, aunque ya no lo experimente de ese modo, todas aquellas formas del vivir que eran propias de otro tiempo de la sociedad. “Téngase en cuenta que la resiliencia no es exactamente resistencia, sino un ajuste adaptativo más o menos voluntario. Cuanta más resiliencia logran desarrollar los individuos en el ámbito micro de su vida cotidiana, menos es la demanda de acciones colectivas a escala macro para contener la incertidumbre producida por las fuerzas del mercado, una demanda que el neoliberalismo no puede ni pretende satisfacer” (pág. 58). Esta incapacidad hay que leerla, a su vez, como ejercicio estratégico a través del cual la gobernanza neoliberal vacía de sentido y de contenido cualquier acción o demanda colectiva, afianzando la exclusiva dimensión individual y potenciando un egoísmo recargado. “El capitalismo desocializado del interregno depende de las actuaciones improvisadas de individuos estructuralmente egocéntricos, socialmente desorganizados y políticamente desprovistos de poder” (pág. 59). Es posible que el pesimismo del sociólogo alemán esté relacionado, al igual que las descripciones inmovilizadoras de Byung-Chul Han, con la actualidad de las sociedades de la abundancia; con una realidad de países que nadan en el mar del consumo y que todavía no han experimentado las miserias reales producidas por el neoliberalismo mientras sus ciudadanos se vuelven sobre sí mismos en una lucha a todo o nada por permanecer dentro de los privilegios del mercado. No cabe duda de que el impacto del “capitalismo desocializado”, como lo define Streeck, debilita hasta grados nunca antes vistos la capacidad de las personas no sólo para enfrentarse a la violencia del sistema sino, incluso, para mínimamente encontrarse con aquellos con los que poder compartir sus penurias y dificultades. El individualismo resiliente es antagónico a la resistencia social compartida; supone un reforzamiento de todas aquellas “cualidades” que son funcionales a la reproducción del sistema. Es por eso que la disputa se vuelve más compleja, ardua y opaca ya que se desplaza del campo de lo público y social al de lo privado e individual. Ya no aparece como un conflicto encuadrable en una dimensión política e ideológica sino que incluye elementos psicológicos y formas de la sensibilidad cada día más penetradas por los tentáculos del capitalismo consumista y egocéntrico, además de la colosal mutación que suponen las nuevas tecnologías digitales en la conformación de la conciencia y la percepción de los individuos masificados. Se trata, como es evidente, de poner en cuestión el sentido común de época; y esto que es evidente es, a su vez, extremadamente difícil de realizar ya que supone meterse con los afectos de individuos formateados para dejar de pensar por sí mismos. Nada más complicado que nadar contra la corriente, pero nada más urgente que intentarlo.
Sigamos un poco más con la argumentación de W. Streeck: “Como he señalado, estas presiones para una sucesión hayekiana del Estado del bienestar keynesiano –la sustitución del crecimiento mediante la redistribución igualitaria por el crecimiento a través de mayores incentivos para los ganadores y penalizaciones más severas para los perdedores– fueron fácilmente conceptualizadas en términos ordoliberales, ya que desde Schmitt a Hayek, el ordoliberalismo estaba fundamentado en la intrincada dialéctica de la fuerza y la debilidad del Estado en un orden liberal: fuerte para rechazar reclamaciones políticas democráticas para la corrección del mercado, débil al dejar la gobernanza de la economía en manos del autorregulado mecanismo del mercado, establecido y conservado por la autoridad pública […]. Actualmente, la neutralización de la democracia y el redimensionamiento del poder del Estado al servicio de una economía de mercado con una autonomía política políticamente construida, no se produce principalmente mediante la represión sino trasladando la gobernanza de la economía política a un nivel al que la democracia no puede acceder y a instituciones constitucionalmente diseñadas para quedar fuera del debate político, con misiones legalmente definidas cuya autoridad no procede de la fuerza de las armas, sino que se deriva de la teoría económica ‘científica’. A medida que la política democrática queda vaciada del contenido político-económico en este proceso, el espacio público desocupado se dedica al consumo de la política como entretenimiento” (págs. 189-190).
El proyecto neoliberal de gobernanza tiene como principal objetivo capturar la democracia de tal modo que no pueda responder sino a las exigencias del mercado entregándole, de hecho, la soberanía popular[6]. Para lograr esto, como lo destaca Streeck, ya no necesita recurrir a la coerción directa sino que ahora utiliza mecanismos más sutiles que se inscriben en lo que se ha denominado “producción de subjetividad”, al mismo tiempo que despolitiza las relaciones al interior de la sociedad y expande, hacia todas las dimensiones, la economización de todas las esferas de la vida. Resulta terriblemente eficaz la repartición de prebendas para los triunfadores y de castigos para los perdedores; de este modo, el capitalismo divide material y simbólicamente a los individuos otorgándoles una identidad que nace de su éxito o de su fracaso. Recibirán siempre más no los que más necesitan: los débiles, los pobres, los excluidos sino, por el contrario, aquellos que han demostrado su capacidad para ganar dándole forma, de este modo, a un darwinismo de mercado en el que los derrotados quedan fuera de la competencia, saldo de bajo costo ante un Estado que ha desmantelado la protección social dejándole a la filantropía de los multimillonarios la atribución de darle limosnas a esa porción excluida de la población. Esto que podría sonar entre absurdo y perverso constituye la matriz que ha ido configurando el sentido común en sociedades dominadas por el dispositivo neoliberal hasta el punto de poner los recursos del Estado a favor de los ricos y en detrimento de los pobres.
Por supuesto que para lograr esta trama de “valores” sostenidas sobre el éxito individual es menester fragmentar las redes de pertenencia y los vínculos solidarios al mismo tiempo que se dinamitan las viejas ideas igualitaristas convertidas, ahora, en expresión de un mundo derrotado y se pone lo público al servicio de lo privado. Ya no se trata de pensar lo común, aquello que funda las relaciones entre las personas y hace posible una socialización solidaria, sino que se privilegia lo individual y lo privado. En este sentido, y creo importante insistir una y otra vez con este recordatorio, el neoliberalismo es mucho más que una modalidad novedosa en la marcha del capitalismo; su combustible principal no es sólo el económico sino también, y fundamentalmente, el simbólico. Su meta es fabricar un “hombre nuevo”, no simplemente aumentar coyunturalmente la rentabilidad de las empresas. De ahí que la lucha contra el neoliberalismo deba darse en el terreno político y simbólico-cultural junto a la transformación radical de las relaciones económicas sobre las que se monta su expansión geográfica y temporal. No viene una antes que la otra ni establecen una relación de causalidad. La explosión debe surgir de la mezcla de ambos componentes. Sin cuestionar la financiarización que horada todo fundamento y que va unida a la idea de gobernanza, y sin desplegar una disputa por el sentido común será imposible ir hacia un horizonte de emancipación.
“Quien mejor ha comprendido, en el contexto de la posguerra fría, la ironía del neoliberalismo –escribe Silvia Schwarzböck en su provocador libro Los espantos[7]– (es decir, su devenir pragmatista y su disociación de la cultura liberal moderna, a la que los liberales progresistas llaman liberalismo político, para diferenciarlo del liberalismo económico o neoliberalismo) es, precisamente, un ironista liberal pragmatista: Richard Rorty. En el capítulo de Ironía, contingencia, solidaridad dedicado a la Dialéctica de la ilustración, él sostiene que Horkheimer y Adorno Habrían comprendido bien el carácter disolvente de la racionalidad pero no el modo en que la civilización logra seguir adelante a pesar de la falta de fundamentos. Cuando la cultura liberal, como producto ilustrado, se queda sin fundamentación, lejos de autoaniquilarse, deviene pragmatista. Las instituciones liberales se encuentran en una situación óptima a partir del momento en que se liberan de la necesidad de justificarse en términos de fundamentos últimos”. Esa carencia de fundamentos, como bien aclara Schwarzböck, lo que hace es modificar la relación entre liberalismo y sociedad dejando atrás aquello que, en los tiempos de Locke y del siglo XIX, todavía implicaba una suerte de valoración de las acciones en función de una responsabilidad que el individuo contraía con la comunidad. “El hecho de que el liberalismo pueda funcionar mejor sin fundamento que con fundamento –la tesis de Rorty– es lo que hace que pueda llamárselo, directamente, contra las buenas intenciones de esta tesis, neoliberalismo. Si los rasgos de la cultural liberal no pueden justificarse como buenos más que comparándolos con los rasgos de otras culturas, y esta comparación, desde ya, no puede seguir las pautas del propio léxico (con el cual el modo en que se justifiquen las bondades del liberalismo siempre sería circular), el neoliberalismo es tan compatible con la democracia como con la dictadura, con gobiernos de derecha, de centroderecha, o socialdemócratas. Sin fundamento, el liberalismo no tiene por qué ser liberal en lo político: depende contra qué se la compare, depende quién haga la comparación”. Siguiendo esta argumentación es que la autora argentina muestra por qué el neoliberalismo no es incompatible con diversos regímenes políticos y que, antes bien, se puede adaptar sin grandes inconvenientes a la democracia así como a la dictadura (los casos chileno y argentino ahorran más comentarios). “Si se lo lee a contrapelo, Rorty tiene razón: cuando no existe una perspectiva superior a la propia cultura, al propio lenguaje, y a las propias instituciones, para poder juzgar lo que es bueno y lo que es verdadero, eso indica que ha llegado el momento propicio para la expansión sin límites del liberalismo, no su fin. En ese momento, cuando la ilustración se cancela a sí misma, cuando la razón completa su vaciamiento, la cultura liberal deviene pragmatista en lugar de obsoleta. El relativismo –ve bien Rorty, como lo había visto antes Carl Schmitt, pero sin celebrarlo– crea las condiciones ideales para la dominación planetaria del neoliberalismo”. Sin traba alguna su expansión atraviesa todas las fronteras y se desenvuelve con soltura en el interior de los más diversos sistemas políticos, jugando más cómodamente con variables de neta raigambre liberal pero sin sentirse incómodo al cooptar a la socialdemocracia o al utilizar formas autoritarias. Lo evidente, también, es que en esta etapa, y como lo ha mostrado Wendy Brown, se mueve como pez en el agua en el interior de democracias capturadas y vaciadas.
“Ahora bien –continúa implacable Schwarzböck–, contra lo que cree Rorty, si el pragmatismo es la antítesis del racionalismo de la ilustración (aunque sólo haya sido posible en virtud de ese racionalismo), nada impide que, a partir de ese momento, la democracia (con la que Rorty identifica al pragmatismo) no sea incompatible con el imperialismo, con las políticas económicas del ajuste del FMI, con la Guerra Infinita contra el Terror, con el campo de concentración explícito –como Guantánamo–, con el espionaje, por parte de los Estados democráticos, de todos los emails y de todos los movimientos en internet de sus ciudadanos: todo dependerá de con qué alternativas se compare a la democracia, a la derecha o, en última instancia, a la dictadura (la dictadura argentina, con el uso irrestricto de su aparato de propaganda, se vanagloriaba de haber ganado la paz contra la subversión apátrida)” (págs.104-105). La dimensión multifacética del neoliberalismo le permite no sólo adaptarse a diferentes formas de gobierno sino, más peligros aún, es capaz de succionar y nutrirse de sus propios críticos. Por eso, y siguiendo nuevamente a Streeck, su mayor problema es no encontrar esos nutrientes sin los cuales su energía se agota. El problema es que su expansión ilimitada lo va llevando, y con él a la sociedad en su conjunto, al atolladero sin salida en el que confluyen los tres jinetes del apocalipsis: el declive de la tasa de crecimiento, la expansión a niveles inauditos de la desigualdad económica y el aceleramiento del endeudamiento tanto público como privado. Lo que no se vislumbra es el después de esta aceleración autodestructiva. Asomados al precipicio no alcanzamos a ver de qué modo se producirá, si es que se produce, la dislocación que reabra la posibilidad de otra sociedad. Sin garantías, más allá de todas las ilusiones, seguimos insistiendo con la espera de aquello que tendrá que advenir bajo el sello de un sujeto del malestar.
Buenos Aires, 27 de mayo de 2018
Referencias:
[1] Boris Groys, La posdata comunista, Buenos Aires, Cruce, 2015, págs.. 9-10
[2] Wolfgang Streeck, ¿Cómo terminará el capitalismo? Ensayos sobre un sistema en decadencia, Madrid, Traficante de sueños, 2017.
[3] Habría que recordar que la crisis del 29 se cerró, en verdad, a partir del período de posguerra y abarcó los 30 años “gloriosos”, pero entre el desencadenamiento de la crisis y su reversión la guerra devoró a más de 60 millones de seres humanos, vimos lo que significó el nacional socialismo y el fascismo; la economía estadounidense de la mano de Roosevelt y el New Deal aprovechó el envión de la guerra, el gigantesco negocio armamentista y la movilización total de la sociedad para reencauzar el rumbo de crecimiento de la economía y encarar la segunda mitad del siglo como la potencia hegemónica.
[4] Han sido diversos los analistas que destacaron la apropiación que el neoliberalismo hizo de algunas de las novedades de la que fue portadora la experiencia contracultural de la década de los 60. Entre esos analistas creo que destacan Luc Boltanski y Éve Chiapello que, en su libro El nuevo espíritu del capitalismo, se detuvieron exhaustivamente a estudiar el impacto en las nuevas corrientes del managment empresarial de los contenidos antiautoritarios y horizontales de los movimientos contraculturales. Cito a los autores: “No es difícil reconocer aquí (los autores están reflexionando sobre los cambios en la formación de los cuadros empresariales en los años 90) el eco de las denuncias antijerárquicas y de las aspiraciones de autonomía que se expresaron con fuerza a finales de la década de 1960 y durante la de 1970. De hecho, esta filiación es reivindicada por algunos de los consultores que, en la década de 1980, han contribuido a la puesta en marcha de los dispositivos de la nueva gestión empresarial y que, provenientes del izquierdismo y, sobre todo, del movimiento autogestionario, subrayan la continuidad, tras el giro político de 1983, entre su compromiso de juventud y las actividades que han llevado a cabo en las empresas, donde han tratado de hacer las condiciones de trabajo más atractivas, mejorar la productividad, desarrollar la calidad y aumentar los beneficios. Así, por ejemplo, las cualidades que en este nuevo espíritu son garantes del éxito –la autonomía, la espontaneidad, la movilidad, la capacidad rizomática, la pluricompetencia (en oposición a la rígida especialización de la antigua división del trabajo), la convivencialidad, la apertura a los otros y a las novedades, la disponibilidad, la creatividad, la intuición visionaria, la sensibilidad ante las diferencias, la capacidad de escucha con respecto a lo vivido y la aceptación de experiencias múltiples, la atracción por lo informal y la búsqueda de contactos interpersonales- están sacadas directamente del repertorio de mayo de 1968. Sin embargo, estos temas, que en los textos del movimiento de mayo de 1968 iban acompañados de una crítica del capitalismo (y, en particular, de una crítica de la explotación) y de su anuncio de un fin inminente, en la literatura de la nueva gestión empresarial se encuentran de algún modo autonomizados, constituidos como objetivos que valen por sí mismos y puestos al servicio de las fuerzas que antes trataban de destruir. La crítica de la división del trabajo, de la jerarquía y de la vigilancia, es decir, de la forma en la que el capitalismo industrial aliena la libertad es, de este modo, separada de la crítica de la alienación mercantil, de la opresión de las fuerzas impersonales del mercado que, sin embargo, era algo que la acompañaba casi siempre en los escritos contestatarios de la década de 1970”. Luc Boltanski y Ève Chiapello, El nuevo espíritu del capitalismo, Madrid, Akal, trad. Marisa Pérez Colina, Alberto Risco Sanz y Raúl Sánchez Cedillo, 2002, págs. 149-150. En una línea semejante también hacen esta lectura Christian Laval y Pierre Dardot en La nueva razón del mundo. Ensayo sobre la sociedad neoliberal, Barcelona, Gedisa, 2013.
[5] “Actualmente, cuando las mediciones de la economía han saturado al Estado y al propósito nacional –escribe Wendy Brown–, el ciudadano neoliberal no necesita arriesgar estoicamente su vida en un campo de batalla, sólo necesita aguantar sin quejarse ante el desempleo, el subempleo o el empleo hasta la muerte. El ciudadano neoliberal adecuadamente interpelado no exige protección contra la explosión repentina de burbujas en el capitalismo, contra las recesiones que eliminan empleos, las contracciones de crédito o los colapsos del mercado de bienes raíces, su apetito de subcontratar o el descubrimiento del placer y la utilidad en apostar en contra de sí mismo o por la catástrofe. El ciudadano también acepta la intensificación neoliberal de las desigualdades como algo básico para la salud del capitalismo: lo que incluye los salarios por debajo de la línea de pobreza de la mayoría y la inflada compensación de los banqueros, los directores ejecutivos e incluso los administradores de instituciones públicas, e incluye también el acceso reducido de los pobres y la clase media a bienes que antes eran públicos y ahora han sido privatizados. Este ciudadano libera al Estado, a la ley y a la economía de la responsabilidad hacia sus condiciones y sus predicamentos y de la obligación de responder a ellos, y está listo cuando se le pide que se sacrifique a la causa del crecimiento económico, el posicionamiento competitivo y las restricciones fiscales.” Wendy Brown, El pueblo sin atributos. La secreta revolución del neoliberalismo, Barcelona, Malpaso, 2017, pág. 306.
[6] Nuevamente es Wendy Brown quien nos ofrece una clara y precisa explicación de lo que implica la introducción en el lenguaje político y coloquial del término “gobernanza”: “[…] la gobernanza se ha convertido en la forma administrativa primaria del neoliberalismo, la modalidad política a través de la cual crea ambientes, estructura las restricciones y los incentivos y, por consiguiente, conduce al sujeto. El neoliberalismo contemporáneo es impensable sin la gobernanza. También es esencial para asegurar el ascenso a la ‘economización’ de todas las áreas de la vida […]. Su carácter intercambiable y su promiscuidad sugieren que la gobernanza incluye y señala una fusión importante en las prácticas políticas con las de los negocios, tanto en el nivel administrativo como en el de la provisión de bienes y servicios […]. La gobernanza anuncia el eclipse o la erosión de la soberanía del Estado […]. Sobre todo, la gobernanza cambia la concepción de lo político a la de un campo gerencial o administrativo y la del reino de lo público en ‘un dominio de estrategias, técnicas y procedimientos mediante los que diferentes fuerzas y grupos intentan hacer que sus programas sean operables’” (Op. cit. Págs..162-169)
[7] Silvia Schwarzbröck, Los espantos. Estética y postdictadura, Buenos Aires, Cuarenta Ríos, 2015.
4 Comments
Como les cuesta a algunes asumir su proyecto politico capitalista.
Como les duele Cuba.
COLECTIVAMENTE COMO PUEBLO VIABILIZAREMOS EL SOCIALISMO
( para que se vayan enterando )
Estimado Pablo, no entiendo muy bien su comentario, ¿quiénes deberían asumir el proyecto político capitalista?
saludos cordiales,
Ricardo
Muy posiblemente Forster nunca leerá este comentario. Pero no puedo evitar expresarle mi gratitud por este feliz hallazgo del intercambio epistolar con Alemán que nos permite a tipos como yo (que creo no abundarán pero no somos tan pocos) que se sienten como pequeños davides maniatados y sin honda frente al monstruo neoliberal. Ese intercambio nos ha dado la posibilidad de acceder a un pensamiento crítico al que, a pesar de Internet, no es fácil, sin una guía, aproximarse y desentrañarlo sin dificultad. Es como tener que preparar la comida sin saber cuales son los mejores ingredientes, sin receta ni maestro. Eso es, justamente, lo que con su intercambio de ideas que se potencia mutuamente nos están brindando estos dos pensadores. Gracias a las referencias bibliográficas de
Ricardo he conocido y empezado a bajar de la web libros como los de Wendy Brown y Zizek, aparte del descubrimiento de estos autores que no conocía (soy viejo y estoy un poco atrasado en eso). Con filo agudo, este intercambio epistolar va produciendo importantes desgarros en la membrana de la «razón neoliberal» para permitir atisbar la realidad con mejor perspectiva. Y nos da cierto solaz, al darnos herramientas para comprender la mecánica del dominio, de la gobernanza, etc., a quienes como yo ven cómo el sistema está llevando en caída libre y ya a velocidad vertiginosa a la humanidad hacia la autodestrucción.
Gracias a usted Estimado Norman por su comentario, por ser un lector tan atento e interesado. Cuando iniciamos con Jorge este intercambio epistolar buscamos, entre otras cosas, llegar a lectores que quisieran ir un paso más allá, que se preocuparan por discutir más a fondo el neoliberalismo, que no se quedaran con frases hechas o reduccionismos al uso. Lectores interesados en cruzar política y teoría y que se sumen a estos debates que buscan seguir avanzando en una perspectiva emancipatoria. No nos interesa la discusión aislada, nos importa lo que sucede en las calles y, en ese sentido, la movilización del último 25 de mayo fue un acontecimiento impresionante en la lucha contra el neoliberalismo. Pero nos importa, también, respetar la inteligencia de los lectores ofreciendo interpretaciones y autores que pueden contribuir a este difícil combate por una sociedad más justa en tiempos oscuros,
abrazo, Ricardo