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Carta VI a Jorge Alemán – Por Ricardo Forster

En la sexta carta a Jorge Alemán, Ricardo Forster propone profundizar algunas cuestiones fundamentales a la hora no sólo de pensar la época, nuestras circunstancias nacionales y globales, sino, incluso, de imaginar estrategias políticas capaces de no buscar una empatía con los métodos y las estrategias del neoliberalismo.

Por Ricardo Forster

(Para La Tecl@ Eñe)

Querido Jorge, primero tengo que pedirte disculpas por el abuso que cometo al convertir nuestro intercambio epistolar en un texto demasiado largo, abuso que, sin embargo, nace de la necesidad de profundizar algunas cuestiones que me parecen fundamentales a la hora no sólo de pensar la época, nuestras circunstancias nacionales y globales, sino, incluso, de imaginar estrategias políticas capaces de no buscar una empatía con los métodos y las estrategias del neoliberalismo. Me preocupa, y me cansan, las propuestas de “apropiarnos de las invenciones comunicacionales y propagandísticas del neoliberalismo” para ponerlas al servicio de una estrategia más realista y pragmática a la hora de intentar ganarle las conciencias al macrismo. El juego especular es un camino sin retorno a la cooptación. De ahí, quizá, las tremendas dificultades que enfrenta todo proyecto genuinamente emancipador que sabe que se han perdido todas las garantías. Por eso, y siguiendo el espíritu de nuestro intercambio, me desvío, un poco, de la coyuntura, de la discusión inacabable en torno del peronismo, de las coordenadas posibles para “garantizar” un triunfo en el 2019, de la figura de Cristina y de su lugar en el frente de unidad, de las demandas “sacrificiales” que se le exigen si es que se “quiere ganarle al macrismo”, para sumergirme en cuestiones teóricas que, a algunos, les parecerán ociosas y poco “políticas”. Creo, estoy convencido, que sin esas “cuestiones” (como las llamó Nicolás Casullo), será imposible “hacer política”. Abrazo

1 – La capacidad del Sistema para capturar el sentido común de la época constituye uno de los problemas ineludibles a los que debe enfrentarse el pensamiento emancipatorio, aquel que todavía piensa en términos de la dialéctica “individuo-colectivo”, que quiere seguir apostando a una sociedad en la que se puedan conjugar los deseos de libertad con las demandas de igualdad. Ese “sentido común” que hoy parece corresponderse con una claudicación de los principios de la igualdad en detrimento de lo común, de lo público y de lo participativo-político, tiene uno de sus pilares en la naturalización de la idea (performativa) de libertad asentada en la tradición del viejo y del nuevo liberalismo (con las consiguientes diferencias que no hay que dejar de señalar entre la doctrina promovida por John Locke y la que en la actualidad lleva el nombre de neoliberalismo, diferencias que giran alrededor de una escisión, cada vez más abismal, entre el individuo llamado al goce solipsista del consumo y el antiguo concepto de responsabilidad del yo para con la comunidad que subsistía en aquel liberalismo anglosajón de los siglos XVIII y XIX y que todavía giraba alrededor de valores universales que, eso sí, se correspondían con los intereses, las necesidades y la forma de dominación de la burguesía emergente de la revolución industrial. El caso emblemático es el de la relación entre ideólogos del liberalismo –como John Locke, Thomas Jefferson o John Calhoun– y la continuidad del sistema de esclavitud[1]). La hipérbole de un individualismo salido de cause, absolutamente autorreferencial y de espaldas a lo común, constituye el centro de la deflagración de la vida social contemporánea.

En la exacerbación de este carácter egoísta se monta la estrategia de un Sistema que no ha dudado en dinamitar la relación, siempre compleja y no exenta de conflictos, entre la tradición igualitarista y la tradición de la libertad individual (precisamente señalo lo de “individual” como una de los rasgos, no el único, de la idea y la práctica de la libertad que ha sido sistemáticamente empobrecida a medida que se fue desplegando el dominio planetario del capitalismo). Ese llamado al goce paga el precio de transformar al individuo, no en el centro de una sociedad capaz de seguir arbitrando los vínculos intersubjetivos a partir de la defensa de lo común, sino como puro mecanismo de un poder económico fragmentador que busca despolitizar, a la par que mercantiliza, todas las relaciones en el interior del mundo social (una extendida forma de la intemperie y la desolación asolan la cotidianidad de los habitantes del tardocapitalismo[2]). La trilogía “individuo, propiedad y libertad”, base sacrosanta del liberalismo en todas sus tipologías, ha logrado penetrar hasta el corazón de la subjetividad borrando las huellas de aquellas culturas y formas sociales en las que la experiencia de la libertad no era reducible al “goce individual” y a la posesión privada de los bienes como sus únicos atributos.

La ideología funciona allí donde no se trata sólo del engaño, de la falsa conciencia o del error sino de la proyección de una “verdad” interiorizada en el individuo como si fuera la esencia indiscutible de su travesía como especie, es decir, bajo la forma de su naturalización. No se trata, entonces, de la ignorancia servil de una sociedad atrapada en las mentiras del Sistema o de una falsa conciencia que espera el momento de la “iluminación”, ese “para sí” capaz de sacar a los seres humanos de las oscuridades de la caverna. Se trata, antes bien, de la confluencia entre ideología del dominio y proyección imaginaria de subjetividades propositivamente inclinadas a sentirse productoras de “su” libertad[3]. Por eso, no suele haber nada más escandaloso, para ese status quo del individuo contemporáneo, que las amenazas que se yerguen contra la libertad desde los proyectos de matriz popular-democrática, es decir, populistas e igualitaristas que han venido, una vez arrojado el comunismo al museo de la historia, a constituirse en la nueva bestia negra de la época. El populismo le recuerda vagamente al individuo del “goce infinito” que una amenaza indescriptible surge del reclamo de igualdad y de derechos de esa multitud indiferenciada y negra, según su visión alucinada, que está allí, a su alrededor, para limitar sus fantasías. El odio y el rechazo, unidos a la descalificación y el revanchismo, fueron la materia prima que alimentó tanto el repudio de los años kirchneristas (homologados a lo peor del populismo, la demagogia y la corrupción) como su arrojarse a los brazos envenenados de la restauración neoliberal que le prometía, a ese sujeto del goce, una carambola a dos bandas: por un lado, permitirle ejercer su libertad de consumir –aunque más no fuere que en el terreno de lo imaginario si es que su situación económica no le permitía abalanzarse con avidez sobre los bienes y los dólares tan deseados–, y, por el otro lado, gozar infinitamente, aunque al precio de su propio empobrecimiento y servidumbre, con el triunfo sobre los “negros de mierda” que, ahora sí, volverían al redil del que nunca debieron haber salido.

Extraño periplo el de una parte mayoritaria de la clase media. El goce de la libertad como una clara señal de diferenciación; como, recurriendo al símil teológico calvinista, una suerte de “predestinación” que hace de ese sujeto de clase media el actor y el dramaturgo de su propia historia con independencia de fuerzas externas y de limitaciones sociales. Ser elegido, ser diferente, valerse de la propia astucia, inteligencia y fuerza asociable todo esto al valor regulador de la meritocracia: ahí radica, a su vez, la intensidad utópica de la libertad como bastión del individuo contemporáneo, como santo y seña de quien ha logrado pasar del “lado de los ganadores” valiéndose de su propio esfuerzo y superando los obstáculos que se le han interpuesto en su camino hacia el éxito. Libertad y egotismo van de la mano, se complementan y se necesitan. La subjetivación neoliberal trabaja en el interior de este vínculo, lo refuerza y lo expande hasta convertirlo en el centro imaginario de la autoconsciencia del individuo gerenciador de su propia vida. En la figura de la libertad como deseo y práctica del sujeto consumidor se manifiesta, en su máximo grado, la hipérbole del oxímoron, es decir, la contradicción que desgarra la existencia de ese individuo: creerse dueño de sus propias decisiones cuando no es otra cosa que parte de la estrategia del poder para someterlo a una nueva forma de esclavitud. La libertad como autosojuzgamiento.

 2 – En un libro conceptualmente valioso e inquietante en sus mecanismos deconstructivos de la racionalidad neoliberal, Wendy Brown hace eje en el problema de la libertad, en sus metamorfosis desde los tiempos del liberalismo clásico hasta la llegada a la época de la consolidación del “capital humano” como núcleo distintivo del neoliberalismo. “Si bien en las democracias liberales modernas el homo politicus se ve obviamente adelgazado, es sólo a través del dominio de la razón neoliberal que el sujeto ciudadano deja de ser un ser político para convertirse en uno económico y el Estado se reconstruye de uno que se fundamenta en la soberanía jurídica a uno modelado a partir de una empresa”. En ese giro decisivo se monta el nuevo dispositivo de subjetivación del neoliberalismo que someterá al individuo tardomoderno a una presión descomunal hasta lograr que se quiebre la antigua relación forjada en el interior de la democracia liberal –con sus contradicciones y languidecimientos– entre el individuo, su libertad y lo común, además de ese otro vínculo entre lo público y lo privado engarzado por la máquina estatal con todos sus chirridos pero que no dejó de funcionar habilitando la dimensión política del vínculo entre ambas esferas, dimensión que será una de las víctimas principales del cambio de paradigma iniciado hacia finales de la década de 1970 y que sigue dominando la sociedad del capitalismo global. “Cuando el neoliberalismo –continúa Wendy Brown– somete todas las esferas de la vida a la economización, el efecto no es solamente la reducción de las funciones del Estado y del ciudadano o el aumento de la esfera de la libertad en su definición económica a expensas de la inversión común en la vida pública y los bienes públicos. Por el contrario, es la atenuación radical del ejercicio de la libertad en las esferas social y política. Esta es la paradoja central, quizá incluso el ardid central, de la gobernanza neoliberal: la revolución neoliberal ocurre en nombre de la libertad –mercados libres, países libres, hombres libres–, pero destruye su fundamento en la soberanía tanto en los Estados como en los sujetos”. Por eso, afirma la politóloga estadounidense– se profundiza la tendencia a que “[l]os Estados se subordinan a los mercados, gobiernan para el mercado y ganan o pierden legitimidad de acuerdo con las vicisitudes del mercado; los Estados quedan atrapados en la encrucijada del impulso del capital hacia la acumulación y el imperativo del crecimiento económico nacional”.

Esa lógica de subordinación no sólo ocurre con el Estado que acaba convertido en un instrumento del mercado y de su consiguiente proceso de reducción de todas las esferas de lo público a la dimensión económica y empresarial sino que también se extiende hacia el mundo privado, hacia el territorio de las vidas individuales asumiendo la forma de una decisiva revolución cultural capaz de modificar las coordenadas de la subjetividad contemporánea. “Los sujetos, liberados para buscar su propia mejora como capital humano, emancipados de todas las preocupaciones por lo social, lo político, lo público y lo colectivo, así como de la regulación de éstos, se insertan en las normas y los imperativos de la conducta del mercado y se integran en los propósitos de la empresa, la industria, la región, la nación o la constelación posnacional a la que está atada su supervivencia”. La libertad, que antaño todavía se asociaba a esas múltiples dimensiones que ampliaban y enriquecían a los sujetos queda, ahora y bajo la impronta de la economización generalizada, reducida a una supuesta libertad para administrar el “capital propio” y disputar en el mercado con los otros individuos que, bajo la forma de la competencia, sólo se mueven en el interior de la esfera de la inversión y la rentabilidad. “En una repetición fantasmal de la irónica ‘libertad doble’ que Marx designó como un prerrequisito para que los sujetos feudales se proletarizaran en los albores del capitalismo (la libertad de la pertenencia de los medios de producción y la libertad para vender su poder laboral), una nueva libertad doble –del Estado y de todos los otros valores– permite que la racionalidad instrumental de mercado se convierta en la racionalidad dominante que organiza y restringe la vida del sujeto neoliberal”. Es esta “restricción” la que remodela la idea y la práctica de la libertad que ha sido finalmente “aliviada” de la pesada carga de las responsabilidades sociales, culturales y políticas para simplemente privilegiar la cruda competencia en la esfera del mercado. La “repetición fantasmal” de la que nos habla Wendy Brown pone en evidencia que la libertad ya no se corresponde con la busca de un sujeto político ni se despliega en el ámbito de lo público. Su ámbito es el de la autorreferencialidad inversora de un sujeto “gerencial” vaciado de la dialéctica que todavía subsistía en el interior de la modernidad burguesa aunque bajo la forma de una persistente tensión.

“Mientras el homo politicus –reflexiona Wendy Brown siguiendo las consecuencias de esta mutación histórica– se encontraba también en el escenario democrático liberal, la libertad, concebida de modo mínimo como autogobierno y de modo más robusto como la participación en el gobierno a cargo del demos, era fundamental para la legitimidad política, pero cuando la ciudadanía pierde su morfología claramente política y con ella el mando de la soberanía, no sólo pierde su orientación hacia lo público y hacia los valores que consagran, digamos, las constituciones, también deja de tener la autonomía kantiana que apuntala la soberanía individual. En este punto es necesario recordar la promesa democrática liberal esencial desde Locke, que la soberanía popular y la individual se aseguran entre sí. Dicho en el sentido inverso, en la modernidad el homo politicus se arraiga simultáneamente en la soberanía individual y señala la promesa del respeto social, político y legal de ella”. He aquí la transformación no sólo del individuo, el vaciamiento de su autonomía –más allá de las limitaciones “reales” que ésta tuvo siempre en el interior del capitalismo clásico–, sino, también, la profunda reformulación del principio de soberanía individual que estuvo en los fundamentos de la revolución burguesa y que el neoliberalismo dinamita sin contemplaciones y su impacto sobre la soberanía popular que definía la marcha de los asuntos comunes bajo la forma del Estado y de lo público. Wendy Brown da un paso más a la hora de mostrarnos la metamorfosis de la libertad junto con la invención de un individuo que se vuelve gerente de su propia vida al precio de abandonar la dialéctica entre la esfera de lo común y, claro, de lo político con su narrativa individual. Ya que  “[c]uando el homo politicus se desvanece y la figura del capital humano toma su lugar, ya no todos tienen derecho a ‘buscar su propio bien de modo propio’, como lo planteó Mill. Ya no existe la pregunta abierta de lo que uno busca de la vida o de cómo uno desearía confeccionar el yo. Los capitales humanos, como todos los demás capitales, están restringidos por el mercado tanto en su participación como en su producción a comportarse de modos que superen la competencia y se alineen con buenas valoraciones de hacia dónde se pueden dirigir esos mercados”. Son ahora los mercados los que determinarán el rumbo de los individuos “capitalizados”, una nueva teleología arbitraria, fantasmal y en muchas ocasiones caótica y persistentemente amenazante será el escenario de vidas subordinadas a una lógica cada vez más abstracta en la que lo único que cuenta es la habilidad para invertir adecuadamente el capital propio. “La hegemonía del homo economicus y de la economización neoliberal de lo político –concluye Wendy Brown– transforma tanto al Estado como al ciudadano cuando ambos se convierten, en identidad y en conducta, de figuras de la soberanía política a imágenes de empresas financializadas. Esta conversión a su vez lleva a cabo dos reorientaciones importantes. Por un lado, reorienta la relación del sujeto consigo mismo y su libertad. Más que una criatura de poder e interés, el yo se convierte en capital en el que invertir, mejorado de acuerdo con criterios y normas especificados así como con contribuciones disponibles. Por otro lado, esta conversión reorienta la relación del Estado con el ciudadano. Los ciudadanos ya no son en el sentido más importante elementos constitutivos de la soberanía, miembros públicos o incluso portadores de derechos […]. Además, el sujeto que es el capital humano para sí mismo y para el Estado se encuentra en riesgo persistente de redundancia y abandono. Como capital humano, el sujeto está a la vez a cargo de sí mismo, es responsable de sí mismo y es, no obstante, un elemento potencialmente prescindible del todo”[4) La libertad, materia prima de la subjetividad moderna, queda sometida a las fuerzas disgregadoras del mercado y su antigua soberanía convertida en recuerdo de otra época, en el mejor de los casos en melancólico repaso de lo que ha quedado definitivamente subordinado a las duras condiciones del mercado y su razón de ser, la competencia de individuos que se han transformado en inversores de un capital construido sobre la base de una vida abstraída de sus condiciones biográficas, culturales, sociales y políticas. Libertad para la precarización, libertad pata ser engullido por las fauces del mercado.

 

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Wendy Brown

 

3- Reflexionando sobre el tema de la libertad en el espacio digital y de las redes sociales cada día más personalizadas y liberadas de toda responsabilidad que agreda y limite el goce personal (quizás el eje de la “novedad” que trae la etapa neoliberal del capitalismo) Slavoj Zizek va más allá, como tratando de eludir la tentación de quedar fascinado en la contemplación autorreferencial de los circuitos informáticos y comunicacionales, y nos interroga sobre la cuestión de la apropiación “ideológica” de la libertad por el propio sistema, una apropiación capaz de redefinir, como nunca antes, la inversión de la idea de “libertad” hasta el punto de convertirla en su opuesto. Pocas cosas más dramáticas y farsescas que el convencimiento del individuo contemporáneo de ser el artífice de su vida, el gerente administrativo de su tiempo y de sus bienes, el constructor “libre” de su destino, tanto de aquello que tiene de reluciente como de aquello otro que conduce a la derrota y el desamparo. Como si por fuera de esta mónada no existiese nada, apenas las proyecciones alucinadas de una conciencia especular que vaga solitaria por el universo del mercado. “Es algo –esta paradójica inversión, escribe el filósofo esloveno– que no se limita al espacio digital. Permea completamente la forma de la subjetividad que caracteriza la sociedad liberal ‘permisiva’. Puesto que la libre elección se eleva a un valor supremo, el control y la dominación sociales ya no se ven como algo que viola la libertad del sujeto, sino que han de verse (y sustentarse) como la mismísima experiencia del individuo como sujeto libre”. Es aquí, en este núcleo del Sistema que ha logrado penetrar muy profundamente al individuo de la sociedad contemporánea, donde Zizek descubre el significado disolvente de la libertad, porque esta “falta de libertad a menudo aparece so capa de su opuesto: cuando nos vemos privados de asistencia sanitaria universal, se nos dice que es porque se nos está otorgando una nueva libertad de elección (escoger quién nos va a proporcionar esa asistencia); cuando ya no confiamos en el empleo a largo plazo y se nos obliga a buscar un nuevo empleo precario cada par de años o quizá incluso cada par de semanas, se nos dice que ahora gozamos de la oportunidad de reinventarnos y descubrir nuestro potencial creativo inesperado; cuando tenemos que pagar por la educación de nuestros hijos, se nos dice que somos ‘empresarios del yo’, que actuamos como un capitalista que tiene que escoger libremente cómo invertirá los recursos que posee (o ha pedido prestados) en educación, en salud, en viajes (…). Incapaces de romper este círculo vicioso por nosotros mismos, como individuos aislados, puestos que cuanto más actuamos libremente, más nos esclaviza el sistema, necesitamos despertar de este sueño traumático de falsa libertad zarandeados por la figura del Amo” (5)

 

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Slavoj Zizek

 

La aguda crítica de Zizek a “la dialéctica de la libertad”, allí donde la fantasía de lo abierto no logra sustraer al individuo de la sociedad de mercado de las gruesas mallas que ha tejido el capitalismo para sujetarlo y robarle tiempo y vida, se completa con esa otra línea de análisis que hace pie en las primerizas y anticipatorias reflexiones de Walter Benjamin sobre “el capitalismo como religión”. Reflexiones que fueron retomadas, entre otros, por Giorgio Agamben, como una pista decisiva a la hora de intentar descifrar la marcha dominadora de un Sistema que ha sabido apropiarse de la conjunción de pasado-presente-futuro arracimando la temporalidad en una “aquí y ahora” absoluto que se ofrece, sin embargo, como apertura de un porvenir siempre cargado de oportunidades. La apropiación del futuro –promete el neoliberalismo sin ruborizarse– pertenece a los emprendedores, a todos aquellos que se atreven a jugar el juego del mercado, de la innovación y del riesgo a cambio de alcanzar el éxito. Cada cual es el responsable de su triunfo o de su fracaso. Como la mónada leibniziana, el individuo del capitalismo tardío es un mundo cerrado sobre sí mismo que, a partir de sus ventanas, se relaciona con el universo exterior. La libertad se asocia, de forma inmediata, no sólo con la autorreferencialidad sino también con la moral meritocrática. A esos rasgos distintivos que definirán al individuo moderno-burgués, Benjamin le agregará el componente religioso del capitalismo que introduce la tenaza deuda-culpa como núcleo de su culto y como fundamento último de su predominio histórico.

4-  Me detengo entonces, siguiendo las conclusiones de un valioso ensayo de Cuauhtémoc Nattahí Hernández Martínez (6), en la cuestión decisiva de la deuda y la culpa como núcleos centrales de la religión capitalista. “A partir del regreso del trabajo servil y de la apropiación del tiempo que lleva a cabo la deuda, lo que sucede en última instancia es que es el propio capitalismo el que asegura y gestiona el futuro”. He aquí un punto nodal en la producción contemporánea de subjetividad que se asocia, sin dudas, a la revolución del crédito y a la generalización de la tarjeta de crédito que se va desplegando, de modo cada vez más masivo sobre todo desde las últimas tres décadas del siglo pasado, hasta configurar la cartografía de una deuda inconmensurable que define la cotidianidad de las sociedades tanto centrales como periféricas. “Con el mecanismo de la deuda y el sistema de crédito –continúa Hernández Martínez–, el capitalismo “dispone de antemano del futuro”, porque las obligaciones contraídas para con él permiten prever, calcular y medir las conductas y los comportamientos venideros tanto de los individuos como de las poblaciones deudoras. El mecanismo del crédito, en este sentido, es un conjunto de técnicas que le permiten al capitalismo desplazarse y extenderse hacia el futuro, pues a través de esas técnicas es el propio futuro el que queda embargado, en tanto que el flujo temporal queda asegurado a través del flujo permanente de dinero que el servicio de deuda hace posible.
Sin embargo, el tiempo y el futuro aquí referidos deben ser entendidos en un sentido radical y distinto al sentido cronológico, pues la gestión del tiempo y del futuro que la deuda implica es una gestión esencialmente de las bifurcaciones posibles que encierra el tiempo y una neutralización de las posibilidades que encierra el futuro. Lazzarato afirma que lo importante aquí es que se reduce el futuro y sus posibilidades a las relaciones de poder actuales”. Como si el capitalismo en su fase neoliberal hubiese engullido, de un bocado monstruoso, la idea y la vivencia del futuro, propia de la modernidad, para sustraerle su potencialidad de novedad y ruptura al punto de disolverla en lo que Benjamin llamó “el infierno de lo siempre igual”, de una repetición que hace del instante la suma de una temporalidad vacía, lineal y homogénea. Escenario de la multiplicación al infinito de la dominación.

“Desde este punto de vista, la deuda es sobre todo un instrumento de control del tiempo, en este sentido de neutralización de lo posible y de subordinación de toda posible decisión que pueda encerrar el futuro a la reproducción de las relaciones de producción y de poder existentes. La gestión del tiempo y del futuro que implica la deuda, le permite al capitalismo reducir lo que será a lo que es y reducir el futuro y sus posibilidades a las relaciones actuales. Todavía, como sostiene Lazzarato, en las sociedades industriales subsistía un tiempo abierto bajo la forma del progreso o de la revolución; en nuestros días, por contra, el futuro y sus posibilidades son aplastados bajo la forma de un presente que alcanza el futuro a través de la deuda. El futuro, en este sentido, termina entre nosotros transformándose ya con anticipación en presente, en tanto que el por-venir no es más que una mera anticipación de la dominación y la explotación actualmente existentes”.  Lúcido análisis que explica por qué la perspectiva del futuro, que antaño llevaba en su interior las promesas utópicas que le dieron forma a los ensueños revolucionarios o, incluso, a la ilusión de un progreso continuo, hoy ha sido, en gran medida, capturada por la “deuda” y sus determinaciones allí donde los sujetos sujetados a ella lejos de ver en el futuro una oportunidad ya lo han gastado a cuenta. El “tiempo” de la deuda es, también, el de la culpa y el del temor. La promesa del “goce perpetuo” se trastoca en el miedo a un mañana que ya ha sido contaminado por la demanda insaciable de la devolución financiero-bancaria. El crédito ha metamorfoseado el futuro de acuerdo a la necesidad de control del capitalismo quitándole cualquier resto de novedad y sorpresa disruptiva y convirtiéndolo en “servidumbre voluntaria”. Así como al finalizar la Segunda Guerra Mundial los laboristas ingleses comprendieron que, de algún  modo, tenían que contener a las tropas que regresaban de los campos de batalla ofreciéndoles, entre otros mecanismo “reparadores”, acceso a viviendas a larguísimo plazo que tuvieron un doble efecto: descomprimir las protestas y la carga de violencia anómica que podía devenir en violencia antisistema junto con la invisible penetración del conservadurismo en una clase social que ahora quedaba endeudada por décadas. Crédito, deuda, tiempo, libertad para endeudarse, quedan asociados en el nuevo giro del capitalismo de posguerra que incluirá, también, la construcción del Estado de bienestar. Mientras duró permitió disimular el proceso de cooptación de la clase obrera que eligió políticas de pleno empleo, seguridad social, educación y salud públicas a los viejos sueños de la revolución y el socialismo. En todo caso, fueron 30 años de una abundancia distributiva que incubaron, aunque eso pasaba desapercibido, lo que luego sería la gran revancha del capital a partir del giro neoliberal de finales de los años 1970. Cuando se acabó la abundancia, cuando se terminó el proceso ascendente del poder adquisitivo de los salarios, cuando se hizo patente la crisis de acumulación y el descenso de la tasa de ganancia, lo que quedó, intocado y multiplicado, fue el endeudamiento. Sobre él, acelerándolo, llevándolo a los confines del planeta, penetrando la vida individual y la colectiva, se reconstituyó la maquinaría de dominación del capital que había tenido que adaptarse a las turbulencias de la posguerra y a las amenazas tanto del comunismo como de la descolonización tercermundista. Agazapada, siempre dispuesta, estaba la “deuda” para recuperar la rentabilidad perdida durante los años del “despilfarro populista”.  Se abría una época dominada por el miedo a la bancarrota, por la caída en picado hacia la exclusión y por nuevas formas de intemperie y fragmentación social. En el mismo momento histórico en el que se eleva al individuo al pedestal como dueño de su vida y gerente de sus decisiones, se lanza a miles de millones de seres humanos a la más cruel de las experiencias de egoísmo, maltrato, violencia, explotación y marginalidad como nunca antes había vivido la humanidad. Pero se lo hace estableciendo el dominio sacrosanto de la democracia liberal y globalizando las relaciones de mercado hasta no dejar nada fuera de sus ávidas fauces. Una nueva fantasmagoría, heredera de la invención moderna del ciudadano y del sujeto autónomo, hace su aparición bajo la forma, enmascarada y siniestra, de la deuda y la culpa. El salvataje por parte de los estados-nacionales de la colosal bancarrota de los bancos y las financieras durante la crisis iniciada en 2008 sólo se pudo hacer convenciendo a los ciudadanos europeos y estadounidenses de que ellos, y no los bancos ni los grandes especuladores, eran los responsables de la crisis. A pagar antes de que se acabe el mundo…

              

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La astucia del Sistema, como no podía ser de otro modo, apuntó a desnutrir las políticas del Estado de bienestar amplificando, a su vez, el crédito asociado al consumo masivo de bienes no durables y desarmando las viejas solidaridades entre los trabajadores y un Estado que garantizaba, antaño, los servicios sociales. Junto con golpes concretos sobre legislaciones y sindicatos se desplegó una multifacética acción discursivo-ficcional dirigida a descalificar y desprestigiar al modelo bienestarista convertido, ahora, en el causante de todos los males asociados a la pérdida de competitividad, a la caída de la productividad y a la proliferación de políticas demagógicas que llevaban a las economías nacionales al borde del colapso. Caído el bloque socialista, desarmada la amenaza revolucionaria que tuvo su última oleada en los años 1960, el gran enemigo pasó a ser el populismo, al que era imprescindible convertir en la expresión de la decadencia, la ineptitud y la corrupción. Pero a diferencia del otrora enemigo comunista, el nuevo debía ser demonizado atacando las bases del sentido común que fue propio de los sectores subalternos durante las décadas hegemonizadas por el Estado de bienestar. No era fácil desacreditar políticas distribucionistas asociadas, en la memoria popular, a gobiernos democráticos y de raíz progresista. Había que bombardear lenguaje y sentido común destruyendo creencias y experiencias reales que debían ser transformadas en manifestación del horror populista con su demagogia y sus infinitas formas de corrupción. A eso se abocó la industria cultural dominada por la ideología neoliberal. Se ocupó de penetrar la capilaridad de la vida individual y colectiva. Se puso en funcionamiento una profunda y decisiva revolución cultural que apuntó a redefinir las formas de subjetivación de la masa consumidora llevándola, cada vez más, hacia la valorización de lo individual sobre lo común, el emprendedorismo sobre los colectivo y asociado, lo privado sobre lo público, el imaginario de la riqueza y de los ricos sobre la antigua solidaridad de los pobres. Para ello, una nueva alquimia de libre elección, expansión de los medios de comunicación, acceso al crédito, pérdida de las referencias históricas, desideologización y despolitización fueron parte central de esa insistente producción de subjetividades absorbidas por el mercado y sus exigencias. El espejo invertido del narcisismo neoliberal muestra la imagen del desamparo y la soledad mientras proliferan las promesas de paraísos artificiales.

“Lo que expropia hoy el capital –precisa Hernández Martínez– es sobre todo este tiempo abierto, esta temporalidad como posibilidad, que la deuda achata y reduce al tiempo cronológico propio del capital, al tiempo puntual, homogéneo, vacío y continuo de que requieren esas actividades mercantil-capitalistas como son la compra, la venta, el consumo, la producción y el crédito. Nada más alejado de aquel tiempo mesiánico, pleno, discontinuo y signado por la decisión, que, al momento de redactar sus Tesis sobre el concepto de historia, Benjamin de seguro tenía en la cabeza cuando pensaba la revolución como una interrupción y destrucción del tiempo cronológico. En “Destino y carácter” […] Benjamin sostiene que “el destino se muestra cuando observamos una vida como algo condenado, en el fondo como algo que primero fue condenado y, a continuación, se hizo culpable”. Lo que esto significa es que el destino es un orden cuyos fenómenos constitutivos son la desdicha y la culpa y en el cual no hay camino pensable de liberación.  Algo que es destino es, al mismo tiempo, algo que  está en la desdicha, en la culpa y que está condenado.

La situación a la que hemos arribado con la lógica sacrificial de la deuda en el neoliberalismo, se parece mucho a la situación que Benjamin describe. A través de la captura del tiempo abierto que lleva a cabo el mecanismo de la deuda y el sistema de crédito, las relaciones sociales de producción capitalistas se convierten en “destino” en el sentido de Benjamin. La extraña sensación de vivir en una sociedad sin tiempo, sin génesis ni télosis, en una sociedad cosificada y sin posibilidad de ruptura tiene en la deuda una de sus explicaciones, pues a través de la deuda y el crédito, el capitalismo gestiona el futuro y el tiempo e intenta convertirlos en destino, en un orden de la desdicha y de la culpa y del que no hay salida. Es así como el mismo por-venir es ahora lo que es sacrificado en el altar al capitalismo”.  Entre el dominio de la deuda, la consecuencia culpable que ella genera en el individuo, y la ficción de la libertad se ha ido construyendo la máquina de dominación neoliberal.

5- Desde otra perspectiva, y anticipándose a quienes en la actualidad hacen eje en estas paradojas de la libertad, de lo virtual y del simulacro como formas dominantes de la sociedad de mercado global, Jean Baudrillard contrapone la idea de lo universal a la idea de lo mundial, el punto exacto en el que se abandona la referencia a valores, propia de lo universal, para pasar al dominio de lo abstracto que es propia del intercambio. “En lo mundial –dice el filósofo francés–, todas las diferencias se borran, se desvanecen en favor de una mera y simple circulación de los intercambios. Todas las libertades se esfuman en favor de la desregulación de los intercambios. Mundialización y universalidad no van de la mano, son más bien excluyentes. La mundialización se da en las técnicas, en el mercado, en el turismo, en la información, La universalidad es la de los valores, los derechos del hombre, las libertades, la cultura, la democracia”(7). La paradoja es que esas “libertades que se esfuman a favor de la desregulación de los intercambios” afirman el predominio de una “genuina libertad” que, a ojos del ciudadano medio, constituye el meollo de lo deseable e innegociable. El desplazamiento de la universalidad de los valores, propia de la herencia ilustrada y del viejo liberalismo que también fue compartida por las tradiciones igualitaristas, se corresponde con la proliferación de prácticas de intercambio que diluyen, en la pura abstracción dineraria, lo que antes suponía una relación con el otro e, incluso y siguiendo a Zizek, con la “figura del Amo”, aquella que habilitaba la lógica del conflicto y del reconocimiento. Un nuevo egoísmo se proyecta hacia fuera y hacia adentro de la vida de individuos hablados por la fascinación que emerge de las mercancías y de su multiplicación ilimitada.                                               

En La nueva razón del mundo, Christian Laval y Pierre Dardot sostienen que “el nuevo sujeto ya no es sólo el sujeto del ciclo producción/ahorro/consumo, típico de un período maduro del capitalismo. El antiguo modelo industrial asociaba, no sin tensiones, el ascetismo puritano del trabajo, la satisfacción del consumo y la espera de un goce apacible de los bienes acumulados. Los sacrificios consentidos en el trabajo (la ‘desutilidad’, de desutility) eran compensados por los bienes que se podían adquirir gracias a los beneficios, utilíty. Como lo hemos recordado más arriba, D. Bell había mostrado la tensión cada vez mayor entre la tendencia ascética y el hedonismo del consumo, tensión que, según él, había alcanzado su culmen en los años 1950. Así se entreveía, sin poder todavía observarla, la resolución de esta tensión en un dispositivo que identificaría rendimiento y goce, cuyo principio es el del ‘exceso’ y la ‘superación de uno mismo’. Porque ya no se trata de hacer lo que se sabe hacer y consumir aquello de lo que se tiene necesidad, en una especie de equilibro entre desutilidad y utilidad. Lo que se requiere del nuevo sujeto es que produzca ‘cada vez más’ y goce ‘cada vez más’, que esté así conectado con un ‘plus- de-gozar’ que ya se ha convertido en sistémico. La vida misma, en todos sus aspectos, se convierte en objeto de los dispositivos de rendimiento y de goce”(8). Estos dispositivos culminan, a su vez, en la generalización de padecimientos psíquicos, particularmente la peste de la depresión y su medicalización correspondiente, hasta el punto de poner en evidencia la dialéctica perversa que se da entre los “dispositivos de rendimiento y de goce”. Ahí radica uno de los “secretos” del Sistema, su potencia para vulnerar la vida individual y compartida exacerbando un individualismo atrapado en nuevos y sofisticados mecanismos de autodestrucción. Nada más difícil de superar desde una perspectiva emancipatoria que la compleja urdimbre de la servidumbre voluntaria, aquella que no nace de la violencia opresiva, del sometimiento descarado y de la explotación directa, sino la que se construye en el interior del sujeto como núcleo de un goce perverso. La “libertad” como forma superior del autosometimiento del yo constituye la astucia última del Sistema. De ahí que resulte tan opaca y velada la conducta de los sujetos allí donde predomina la mercantilización de todas las relaciones junto con la proliferación de la industria de la cultura y la sociedad del espectáculo. La pregunta naïf que suele aparecer cuando se profundizan los mecanismos del sometimiento a través del consentimiento de los explotados es aquella que no comprende porqué los incontables aceptan ser dominados. Desde Etienne de La Boitie, con su opúsculo genial que nombró para siempre la “servidumbre voluntaria”, el pensamiento crítico fue buscando enhebrar distintas respuestas inconclusas y provisorias, respuestas que no dejaron de chocar con el sentido común de cada época. Lo mundial, al decir de Baudrillard, se conjuga con lo virtual y con el dominio abrumador de signos sin referencia. “El estadio del espejo ha cedido el sitio al estadio del vídeo. Ya nada escapa a esta especie de tomavistas, de toma de sonido, de toma de conciencia inmediata, simultánea. Ya nada tiene lugar sin la pantalla. Ya no es un espejo. La identidad viviente, la del sujeto, suponía el espejo, el elemento de la reflexión”(9). Sugestiva la contraposición entre el “estadio del espejo” y el “estadio del vídeo”, entre la reflexión que supone un afuera, la presencia de una otredad, de una diferencia, y la proyección de lo igual, de una simultaneidad indiferenciada. “Esta diferenciación –continúa Baudrillard– procede de la filosofía moral. Se ha desarrollado toda una historia del sujeto y del individuo en oposición a lo social, pero hoy ese sujeto está hechizado, ha perdido su libertad, ya no es dueño de sus orígenes ni de sus fines, es el rehén de la red. La prioridad está en la red y no en los abonados de la red. La identidad está del lado de la red y no del individuo. También lo colectivo pasa a la red. La hiperrealidad virtual ha engullido ambos términos a la vez. La polaridad individual/colectivo se borran”(10). La fantasmagoría que recorre la conciencia de la libertad se expresa, bajo las condiciones de la mundialización neoliberal, en que allí donde se supone plenamente libre el individuo queda prisionero de las redes y el mercado. Lo que no puede ni quiere es poner en cuestión esta inversión de la libertad; por el contrario, la radicaliza más allá de toda reflexión y como puro gesto de una espontaneidad artificial. Nada más arduo y difícil que romper esta coraza, que como una segunda naturaleza, cubre la conciencia individual cada día más sumergida en las aguas del mercado, del dinero y de las redes. Es esta extraña dialéctica la que amplía la “servidumbre voluntaria” en nombre de la defensa irrestricta de la libertad. El capitalismo, mientras tanto, se deja gozar bajo la forma de una nueva infinitud promotora de mayor desigualdad, exclusión y destrucción ambiental.

 

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Jean Baudrillard

 

Siguiendo las estelas de los diversos autores que he citado, pero en particular tratando de imaginar un lugar, todavía, para el homo politicus, creo necesario escapar a la fatalidad de un presente convertido en futuro inevitable y  de clausura para cualquier alternativa que busque sustraerse al abrazo de oso del neoliberalismo. Por eso, insisto con esto, dar cuenta de las transformaciones que se han operado en el imaginario de la libertad penetrando en las consecuencias que ellas –las transformaciones– trajeron aparejadas se convierte en una estrategia teórico-política sin la cual será imposible cartografiar la actualidad del sujeto en un mundo sometido a las fuerzas combinadas del capital, del mercado y de la digitalización. Desentrañar el funcionamiento de la maquinaria de subjetivación, despejar la idea del “crimen perfecto” del resto no succionado por el Sistema de sujetos que siguen buscando modos, sueños y prácticas emancipatorias, constituye un gesto político, un acto intelectual y práctico de ruptura con el sentido común dominante. Se trata, quizá, de inventar nuevas figuras que nombren de otro modo la libertad, que aspiren, otra vez, a enlazarla con la igualdad (el neologismo de Étienne Balibar “igualibertad” expresa con fuerza el objetivo emancipador de reunir lo que fue separado pero poniendo en evidencia, a la vez, que esa reunión pase a resignificar ambos términos). No hay política de la emancipación renunciando a la disputa por el sentido de aquellas tradiciones construidas alrededor de palabras-conceptos portadoras, desde la lejanía de los tiempos y de los sueños, quizá imposibles pero imprescindibles , emanados de la “igualibertad”. Como diría Jorge Alemán: el crimen perfecto sería capturar ya no sólo la subjetividad del individuo contemporáneo sino penetrar al sujeto hasta el fondo del habla dejándolo, ahora sí, en silencio. Si hay política es por que queda ese resto que permanece, todavía, más allá de las garras del neoliberalismo.

Buenos Aires, 8 de abril de 2018

Referencias:

[1] Domenico Losurdo ha escrito un libro decisivo –Contrahistoria del liberalismo– en el que ha logrado demostrar la inextricable relación que existió entre algunos filósofos y políticos del comienzo de la tradición liberal anglosajona y la esclavitud. “¿Se puede ser liberal y esclavista al mismo tiempo?” se pregunta Losurdo y su respuesta es contundente y erudita en la recopilación de citas de diversos autores que establecen ese vínculo ominoso. Después de citar largamente las opiniones de Calhoun en las que este reivindica la esclavitud como “un bien positivo”, por qué –se interroga el filósofo italiano– silenciar el argumento, previo y anticipador, de Locke que será retomado por el Vicepresidente de los Estados Unidos a mediados del siglo XIX. Locke –cita Losurdo a David Davis– “es el último filósofo que trata de justificar la esclavitud absoluta y perpetua”. Sin embargo, “esto no le impide denigrar con palabras de fuego la ‘esclavitud’ política que la monarquía absoluta quería imponer”. Tanto Calhoun como el filósofo inglés están relacionados con la trata: el primero es propietario de esclavos y el segundo tiene sólidas inversiones en el comercio de negros. La lista de liberales que sostuvieron el régimen esclavista es larga: Andrew Fletcher (Jefferson lo define como un patriota), James Burgh (Thomas Paine lo cita con complacencia en el opúsculo más célebre de la revolución norteamericana –Common Sense–). Incluso pensadores como John S. Mill que criticó ásperamente a los liberales ingleses por haberse alineado con el Sur esclavista contra el Norte comandado por Lincoln, no deja de reconocer en el sistema esclavista un paso necesario en la tarea de educar a las “tribus salvajes”. “La esclavitud –destaca Losurdo siguiendo la reflexión de Mill– es en ocasiones un paso obligatorio para conducirlas al trabajo y hacerlas útiles a la civilización y al progreso”. Más grave todavía es el recordatorio que hace el filósofo italiano: “En la revolución norteamericana Virginia desempeña un papel relevante: aquí está presente el 40 por ciento de los esclavos del país; pero de aquí proviene el mayor número de protagonistas de la revuelta que ha estallado en nombre de la libertad. Durante treinta y dos de los primeros treinta y seis años de vida de los Estados Unidos quienes ocuparon el puesto de presidente fueron propietarios de esclavos, provenientes, precisamente, de Virginia. Es esta colonia, o este Estado, fundado en la esclavitud, el que proporciona al país sus estadistas más ilustres; baste pensar en George Washington (…) y en James Madison y en Thomas Jefferson (autores respectivamente de la Declaración de independencia y de la Constitución Federal de 1787), los tres, propietarios de esclavos” (Domenico Losurdo, Contrahistoria del liberalismo, España, El viejo topo, 2005, págs. 13 y 22).

[2] “Las políticas sociales destinadas a disciplinar a las poblaciones vulnerables –escribe con elocuencia William Davies– se han vuelto igualmente increíbles. De acuerdo con el régimen de «sanciones de prestaciones» británico, las prestaciones sociales en dinero pueden suspenderse repentinamente durante un mes por incumplimientos triviales, sin ningún sentido de razón procedimental acerca de cómo se aplicarán las normas. Un hombre sufrió un infarto cardiaco de camino a una cita, pero aun así lo sancionaron; otro perdió su prestación por ir al entierro de su hermano y no poder contactar con el centro de empleo. Más de un millón de británicos han sido sancionados por una razón u otra. Miles han muerto después de que los gestores privados subcontratados por el Estado para administrar el nuevo modelo de work-fare los declarasen «aptos para trabajar» y les retirasen sus prestaciones por discapacidad. Las políticas sobre el mercado laboral incorporan ahora dudosas técnicas de activación conductual, desde programación neurolingüística a lemas autopublicitarios. Los participantes deben leer «afirmaciones» como «Mis únicas limitaciones son las que me pongo a mí mismo», que son casi cómicamente distantes de la realidad de quienes viven con bajos ingresos, enfermedades crónicas y miembros dependientes en la familia.” (“El Nuevo neoliberalismo”, New Left Review 101, segunda época, Noviembre – Diciembre 2016, págs. 129-144). Tomando el caso británico, que no es el más grave ni el peor del capitalismo avanzado, Davies muestra la precariedad y la fragilidad de la vida de los trabajadores en el neoliberalismo. El avance demoledor de políticas que van destruyendo sin misericordia no sólo los antiguos derechos ganados en los “treinta gloriosos” años de posguerra sino convirtiendo a la “libertad” en un dispositivo que habilita el desamparo y la exclusión de millones. Ejercer la libertad como un modo directo de vulnerar los propios derechos, ser autorresponsable de la pérdida de aquello que debería garantizar una vida digna, he ahí la gran paradoja del ejercicio neoliberal de la “libertad de elección” que se vincula, a su vez, con la hipérbole de “la deuda” en el interior de una sociedad que ha hecho del endeudamiento asociado a la culpa un mecanismo sutil y terrible de sujeción y de apropiación del futuro.

[3] Como sostiene Eagleton, “después de todo, la ideología requiere una cierta subjetividad profunda en la que operar, una cierta receptividad innata a sus dictámenes; pero si el capitalismo avanzado convierte al ser humano en un ojo espectador y un estómago devorador, no hay suficiente subjetividad para que la ideología eche raíces. Los sujetos menguados, sin faz y agotados de este orden social no son receptivos al significado ideológico, ni tienen necesidad de él. La política es menos cuestión de prédica o adoctrinamiento que de gestión técnica y manipulación, de forma más que de contenido; una vez más, es como si la máquina avanzase sola, sin necesidad de pasar por la mente consciente. La educación deja de ser cuestión de autorreflexión crítica y se sume en el aparato tecnológico, certificando nuestro lugar en él. El ciudadano típico es menos el entusiasta ideológico que exclama ‘¡Viva la libertad!’ que el narcotizado y satinado telespectador; con una mente tan lisa y neutralmente receptiva como la pantalla que tiene ante sí.” (Terry Eagleton,, Ideología, Barcelona, Paidós, 1998).

[4] Wendy Brown, El pueblo sin atributos. La secreta revolución del neoliberalismo, Malpaso, Barcelona, 2015, págs.. 144-148.

[5] Slavoj Zizek, Problemas en el paraíso. Del fin de la historia al fin del capitalismo, Anagrama, Buenos Aires, 2016, pp. 74-75

[6] Cuauhtémoc Nattahí Hernández Martínez, “La deuda como forma de gobierno y subjetivación en el neoliberalismo. Reflexiones sobre la culpa, el sacrificio y la desesperación en la religión capitalista”, Revista Valenciana, estudios de filosofía y letras, Núm. 21 enero-junio de 2018, pp. 379-415.

[7] Jean Baudrillard, El paroxista indiferente. Conversaciones con Philippe Petit, Barcelona, Anagrama, 1997, pp. 23-24.   

[8] Christian Laval y  Pierre Dardot, La nueva razón del mundo. Ensayo sobre la sociedad neoliberal, Barcelona, Gedisa, 2013, p. 360

[9] Jean Baudrillard, Op. cit., p. 82

[10] Jean Baudrillard, Op. cit., p. 84

4 Comments

  1. nora merlin dice:

    Ricardo Forster dijo todo , no todo , hay resto , no comprar la sentencia neoliberal en sus variadas expresiones , del «crimen perfecto»

  2. daniel Santoro dice:

    muy bueno tu texto Ricardo , es una reflexion necesaria y para compartir con viejos y nuevos compañeros
    abrazo

  3. Claudio Javier Castelli dice:

    Hoy me hice tiempo para leer todo el texto, es muy valioso, con muchos conceptos riquísimos para el debate militante. No me asustan los textos largos ni los difíciles conceptos; pero este tipo de textos con tantas citas deberían moderarse o en su extensión o en las citas con plétora de conceptos. No vale si solo es para intelectuales. Hoy la militancia está ávida de elementos, que salgan del estereotipo, para enfrentar dialécticamente al neoliberalismo. Este es un trabajo que da muchos elementos en ese sentido.

  4. […] de tu exhaustivo análisis de la mundialización del Neoliberalismo donde se reflejaban la consecuencias políticas que marcan un destino común, reanudo nuestra […]