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Alain de Benoist o el retorno de los dioses dormidos de la “nueva” derecha francesa (capítulo ocho) – Por Ricardo Forster

La prolongación del miedo junto con una pandemia que no retrocede y que deja exhausta a la economía de las clases medias y de los sectores populares, pueden ser una puerta por la que se cuelen salidas nacionalistas de derecha, principalmente en Europa aunque no puede despreciarse esa posibilidad en la región. Alain de Benoist es una de las voces intelectuales que, situadas en una derecha que se quiere “populista”, está convencido de que el tiempo de la hegemonía neoliberal está cumplido.

Por Ricardo Forster*

(para La Tecl@ Eñe)

 

En esta ya larga cuarentena sigo indagando las señales que vienen de un afuera perturbador e incitante. La búsqueda tiene algo de frenética, de insaciable, como si acompañase un tiempo distendido e interminable que no tiene ningún apuro en cerrar las preguntas con respuestas acabadas. Lejos de las certezas me inclino por seguir el camino de mis inquietudes. Recuerdo que muchos años atrás, en la segunda mitad de la década de 1980, Nicolás Casullo me habló de la “nueva” derecha francesa, una derecha sofisticada que medraba de la crisis de una modernidad liberal agotada y que intentaba darle más coherencia y complejidad a una derecha nacionalista que seguía oliendo a naftalina. Era una derecha que no se ofendía cuando le recordaban sus herencias intelectuales y políticas, cuando la referenciaban en la acción francesa y en Charles Mourras, pero que también se sentía plenamente a gusto en la estela dejada por una cierta interpretación de Nietzsche y que supo leer con sagacidad a las corrientes críticas de la ilustración y del marxismo. Una derecha que atravesó los años sesenta y que entendió algunas cosas sin las cuales le resultaría imposible aspirar al poder. Uno de los intelectuales que desplegó una escritura atravesada por esas herencias y esa complejidad narrativa fue Alain de Benoist. De él me habló largamente Casullo y lo hizo para señalar su peligrosidad que se afincaba, según él, en su refinamiento intelectual y en el poder seductor de algunas de sus ideas, poder que nacía de su fervorosa e inteligente crítica de un capitalismo agotado y de una democracia despellejada e incapaz de despertar ninguna pasión en el pueblo francés y en ningún pueblo con memoria de un pasado cargado de intensidad. Mientras Nicolás me leía sus reflexiones sobre la extrema derecha contemporánea a mí me volvían imágenes de otras lecturas que me trasladaban a los debates filosóficos y políticos del mundo intelectual de la Europa central de entreguerras, ese ámbito donde las corrientes neorrománticas se desplegaron tanto hacia la derecha como hacia la izquierda. De Benoist ha sido y sigue siendo un cabal heredero de esas polémicas antiilustradas y antiburguesas que afiebraron las mentes brillantes de quienes vivieron en una época grávida de experimentaciones revolucionarias y reaccionarias. Un cóctel extraordinario con el que muchos se emborracharon.

En la fluidez de lecturas diversas que acompañan las horas de la cuarentena me encontré, otra vez y cuando ya lo había olvidado, con Alain de Benoist. No con aquel de los años 70 y 80 leído atentamente por Casullo, sino con el que todavía sigue escribiendo desde su lugar en esa derecha antiliberal que odia, con la misma pasión, al viejo socialismo como al liberalismo desvaído de Macron. Y lo hallé siguiendo ociosamente algunas lecturas de una revista online llamada Nomos –con resonancias que me llevaban directamente a Carl Schmitt y a ese mundo cultural de las derechas nacionalistas que siempre encontraron un lugar en cierto peronismo y que abrevaron de las aguas filosóficas neorrománticas y existencialistas–; y ahí estaba un texto que venía a responder algunas preguntas que alguien le formuló al intelectual francés que, en los perturbadores años 1980 en los que tantas certezas se derrumbaron mientras se expandía la ola neoliberal, había interesado a Nicolás Casullo. No dejé de sentir un cosquilleo leyendo a un personaje que estaba bien guardado en mi memoria, del que muy pocas veces me había acordado y por el que no sentía ninguna particular predilección atendiendo a la tradición de la que venía, pero no dejó de picarme la curiosidad cuando me topé con las respuestas que el filósofo de la nueva derecha francesa daba ante la cruda realidad de la pandemia desatada por el Covid-19.

Leo, entonces, la entrevista a Alain de Benoist. Recupero en un instante a este pensador de la extrema derecha francesa y uno de esos publicistas que desde hace varias décadas viene alimentando una crítica del liberalismo que ha sabido apropiarse de argumentos provenientes del nietzscheanismo, de la corriente del conservadurismo revolucionario de la República de Weimar –así la llamó, bajo la forma contradictoria del oxímoron, Thomas Mann en sus Consideraciones de un apolítico–, siendo para de Benoist pensadores decisivos en su visión del mundo Oswald Spengler, Moeller van den Bruck y Carl Schmitt –sobre todo éste último– que conformaron junto con Ernst Jünger y Martin Heidegger –entre otros más– lo que Jeffrey Herf denominó el “modernismo reaccionario” para darle todavía más potencia a la fórmula de Mann, el existencialismo sartreano, ciertas lecturas idiosincráticas del marxismo y de lo que genéricamente se ha denominado los estudios culturales en la academia anglosajona para tomar de ella argumentos antagónicos cuando fue importante construir una crítica culturalista de los nuevos migrantes magrebíes y subsaharianos que aculturalizaban a la Francia esencial. Aunque como es obvio esa apropiación se dirigió hacia la cuestión de la etnicidad, los inmigrantes, el estado de excepción schmittiano y su crítica de la neutralización liberal, el neocomunitarismo y el relativismo cultural además de alinearse en la tradición de un conservadurismo antagónico a la Revolución Francesa, a la moral republicana, al cientificismo y, obviamente, al liberalismo individualista. Intempestivamente se apropió del término “populismo” para evidenciar que su horizonte político iba más allá de las categorías tradicionales de derecha e izquierda; término que a su vez le permitió construir el maridaje entre una crítica aristocratizante de la cultura moderna, un rechazo contundente al liberalismo y al socialismo al mismo tiempo que reivindicaba la tradición del “pueblo”, en especial de ese mundo campesino que le permitía hacer el elogio de la comunidad de valores y de lazos solidarios contrapuesta al individualismo egoísta de la sociedad burguesa.

Lo cierto es que una de las apropiaciones políticas de la crisis del Estado neoliberal es la que viene peligrosamente de la extrema derecha. Ahí se ofrece una salida que se muestra capaz de seducir al individuo atemorizado, cargado de incertidumbres por un presente que amenaza con destrozar el futuro y que lo ha dejado solo ante un mundo indescifrable. La pandemia tiene la peculiaridad de tocar fibras sensibles y atávicas de una humanidad desconcertada que siente que su centro se ha perdido, que ya no hay un rumbo hacia un lugar seguro y confortable. Aunque nunca la haya experimentado, al menos las generaciones emergentes del 68, la nostalgia por la comunidad perdida –sobre todo de vieja raigambre campesina– se convirtió en un doloroso recordatorio de un presente social precario y “contaminado” de modos de vida ajenos a la francesidad. La normalidad de la que supuestamente venía se ha transformado, de la noche a la mañana y como si fuese una mala pesadilla, en un páramo en el que nada tiene sentido. Su cotidianidad, sus certezas y el sentido de sus acciones se han confundido al punto de volvérseles indiscernibles y monstruosas. Está solo. Necesita volver a creer. Intuye que el orden de las cosas se ha quebrado, que algo funciona mal en un sistema que lo dejó desamparado ante sus miedos. Busca, casi con desesperación, aferrarse a algo sólido. El carrusel del shopping center ya no le ofrece ese narcótico que le permitía seguir la rueda de una vida insulsa pero sin riesgos ni miedos. La crudeza de una sociedad dominada por las finanzas indiscernibles y plutocráticas que un día lo deja solo ante el terror de la peste. De la cuarentena no sólo se puede salir mejor, más crítico y más solidario, imaginando un mundo reparado; también se puede salir mucho peor: egoísta ante el más débil, cargado de resentimiento contra el otro (migrante, extranjero, pobre, negro, mujer o quien sea que no represente su ideal de hombre o mujer blanco, occidental y patriarcal) y deseoso de ser parte de una genuina comunidad que represente origen y valores, sangre y pertenencia, comunidad y destino, aunque todo eso no sea más que una vana ilusión o una oscura quimera reaccionaria. Es ahí, en el interior de esos miedos, donde abreva la derecha neofascista que tiene sus intelectuales sofisticados, lectores de las filosofías contemporáneas y capaces de elaborar una sólida crítica de la modernidad liberal y burguesa mostrando su descomposición y su incapacidad de proteger a los miembros de la comunidad de la disolución moral y del pillaje que viene de afuera.

Refundar la comunidad nacional recuperando una ficción de unidad y solidaridad que jamás existió pero que se ofrece como un analgésico reparador. Haríamos muy mal en subestimar la fuerza cautivadora del resentimiento en quien se siente desamparado, sin amarras en medio de una pandemia que refuerza la interpelación que se dirige directamente hacia los miedos más recónditos de una humanidad carente de brújula para orientarse en la noche más oscura. La extrema derecha sabe atusar el odio y el terror, el resentimiento y la busca del sentido de arraigo y pertenencia en un mundo de la pérdida y el desarraigo. Entre los mitos y los símbolos antiguos que vuelven a ser esgrimidos, preexistentes a su condición de individuos de una sociedad cada vez más fragmentada y oscuro motivo guardado vagamente en la memoria de un pasado idílico perdido, el hombre y la mujer contemporáneos se vuelven materia inflamable para llevar adelante la contrarrevolución de los resentidos que creen pertenecer a una raza de elegidos simplemente por haber nacido en suelo francés, Español, alemán o cualquier otro que refuerce el atavismo y la etnicidad cultural. Un Nietzsche leído de modo caprichoso e invertido que hace del pueblo la masa arcaica que guarda la promesa de la comunidad recuperada.

 

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Pero volvamos a nuestro filósofo que, para llegar a ese entusiasmo redentor de la nacionalidad, primero tiene que pasar por una crítica radical de la modernidad liberal y burguesa, ilustrada y cientificista, secular y racionalista, democrática e igualitarista. Allí donde el neoliberalismo cooptó a la democracia vaciándola de su contenido social y participativo para convertirla en un armazón funcional a sus necesidades; la extrema derecha viene a declarar que se trata de ir hacia un orden que abandone un sistema político inútil y perjudicial para los intereses de la nación y de su pueblo. Nadie, todavía, deja de hablar de democracia ya que ese concepto sigue habitando el imaginario de la sociedad. Lo que hacen es redefinirla, saquearle sus connotaciones sociales y emancipatorias para dejarla como un nombre que ya no representa otra cosa que una formalidad, al mismo tiempo que fortifican una profunda regresión autoritaria. Una parte del poder económico se siente atraída por ese modelo cada vez más jerárquico y controlador de la vida y las acciones de los miembros de la sociedad. Las extremas derechas, en especial sus actores más sofisticados en el plano de las ideas, se muestran como las depositarias de una crítica demoledora hacia un sistema económico, social y político que multiplicó las penurias de una ciudadanía extrañada de sus valores y de sus orígenes en nombre de una abstracción republicana e igualitarista en términos de derechos. Pero también se hacen cargo de denunciar la precaria situación económica en la que viven esos exponentes de la verdadera nacionalidad. De ahí que su interpelación contenga una explosiva alquimia que incluye elementos extraídos de diversas tradiciones políticas y filosóficas.

Lo cito a de Benoist en una rápida descripción de lo que está sucediendo que, de no haber mediado su nombre, el lector hubiera podido confundir perfectamente con una crítica por izquierda de lo que ha generado la globalización: “Sucediendo al antiguo capitalismo industrial, que todavía tenía algunos anclajes nacionales, un nuevo capitalismo cada vez más desconectado de la economía real, enteramente desterritorializado y operando en tiempo cero, tuvo su desarrollo demandando a los Estados, de aquí en adelante prisioneros de los mercados financieros, que adoptasen una «buena gobernanza» susceptible de servir a sus intereses. Las privatizaciones se multiplicaron, las relocalizaciones y los contratos de subcontratación internacional también, acarreando desindustrialización, baja de salarios y alza del desempleo. Se hizo uso y abuso del viejo principio ricardiano de la división internacional del trabajo, lo que resultó en la competencia, bajo condiciones de dumping, entre los trabajadores de los países occidentales y los de los confines del mundo. La clase media de los países occidentales empezó a declinar, mientras que las clases populares se engrosaban con un creciente número de vulnerables y precarizados. Los servicios públicos fueron sacrificados en el altar de los grandes principios presupuestarios de la ortodoxia liberal. El libre cambio se convirtió más que nunca en un dogma y el proteccionismo en algo repelente. Cuando eso no anduvo más, en lugar de retroceder, ¡se optó por pisar a fondo el acelerador!” Más claro imposible y, sin embargo, sabemos de quién viene esa crítica y hacia dónde está dirigida. Un oscuro déjà vu nos retrotrae a la Europa de finales de los años 20 en la que el liberalismo era descuartizado por izquierda y por derecha[1]. De la revolución rusa a la marcha sobre Roma y al incendio del Reichtag, se trataba de la época del Estado, de las masas y de la excepcionalidad, pero era expresión, a su vez, de una profunda y aparentemente terminal crisis de un modo de ser del capitalismo que ya no podía sostenerse de cara a su imprescindible legitimación social. Alain de Benoist sabe que no estamos en la primera posguerra ni atravesando la crisis del 29, del mismo modo que también sabe que no hay peligro revolucionario a la vista. Él lo que ve es la descomposición acelerada de la economía-mundo forjada a lo largo de los últimos cuarenta años y que, en su perspectiva político-filosófica, se inscribe en la continuidad del viejo liberalismo y de aquella categoría schmittiana de la “neutralización de la política”. Categoría asociada con la administración racional de la cosa pública entramada con la ciencia moderna y la financiarización de la economía que acabaron por convertirse en modelo de “gobernanza”; modelo en el que se desvanecieron los valores propios de una “comunidad nacional” para imponerse una cultura global y americanizada.

Contra esa centralidad de un individuo autosuficiente asociado a la libertad abstracta del mercado, es contra la que dirigió sus dardos críticos de Benoist en una época, ya más próxima a la nuestra, en la que el peligro para el capital no era la revolución obrera sino la propia descomposición del sistema ante su tendencia a la autofagia. La derecha que expresa de Benoist, reminiscencias de la antigua derecha antimodernista francesa de finales del XIX y principios del XX y que se lleva más o menos con el Frente Nacional, está convencida de que este es su tiempo, que ella es la única que puede garantizar la continuidad material y metafísica de Occidente. Y para ello, no duda en echar mano de una crítica anti neoliberal que se ajusta a los cánones de un cierto anticapitalismo asociado a un neokeynesianismo de raíz etno-nacional. Lo cito a de Benoist, a su vez publicado en castellano por la revista online Nomos que responde –como su nombre lo indica– a una raíz filosófico política schmitiano-católica y nacional-popular de derecha, porque hay en esa corriente –débil entre nosotros pero muy fuerte en Europa, de Francia a Hungría, de Gran Bretaña a Italia, de España a Polonia– una amenaza de encontrar una salida autoritaria a la profunda crisis desencadenada por el Covid-19. Pecaríamos de ingenuos si no le prestásemos atención a esas corrientes que, por comodidad, llamamos neofascistas o de extrema derecha[2], en un momento del capitalismo en el que todo amenaza con derrumbarse, en especial lo que queda de democracia en nuestras sociedades.

 

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Para ellos se trata del retorno del Estado fuerte, de las fronteras duras, del etno-nacionalismo, de la recuperación de los valores sustantivos y comunitaristas devastados por el individualismo liberal y sus lógicas neutralizadoras. El capital, cuando fue necesario, no dudó en utilizar los servicios de esa derecha. Allí está la fatídica historia de la primera mitad del siglo pasado cuando fascismo, nazismo y falangismo se constituyeron en las fortalezas construidas para defender al capitalismo del peligro revolucionario (y en el sur de América Latina la utilización de las dictaduras militares y del Terrorismo de Estado como forma de disciplinamiento del campo popular en la década del 70 y de adaptación de la región a la lógica de la desposesión imperial que le daría su nuevo carácter al neoliberalismo. Nunca hay que perder de vista que fue en el Chile de Pinochet, en medio de la dictadura, donde Milton Friedman y sus Chicago boys llevaron adelante el primer experimento neoliberal a nivel mundial. Luego llegarían Videla y Martínez de Hoz en la Argentina de 1976. El mito de la relación matrimonial de origen entre liberalismo y democracia es algo que ya ha dejado de funcionar hace bastante tiempo pero que las correas de transmisión cultural-mediáticas del sistema siguen fogoneando como si esa fuera la forma esencial y única de la democracia). Así como el neoliberalismo fue la consumación de una contrarrevolución llamada a desarmar el Estado de bienestar cuando éste ya no fue necesario en la medida en que ya no se vislumbraba la posibilidad del socialismo, en la actualidad algunos sectores del poder económico global estarían dispuestos, si no hubiese otra alternativa, a asociarse con la extrema derecha para impedir que se profundice una crítica radical y emancipatoria vinculada a movimientos de izquierda, ecologistas y nacional populares capaces de cuestionar el dominio del gran capital. Claro que esa asociación estaría llena de problemas y contradicciones ya que el núcleo duro del capitalismo actual necesita de la globalización como el pez, el agua. Sin embargo, no debiera sorprendernos que, bajo una alta presión y un derrumbe absoluto del centro liberal-democrático que administró políticamente la expansión neoliberal de las últimas décadas, no tenga otra opción que aceptar ese extraño maridaje. El Brasil de Bolsonaro o los Estados Unidos de Trump en algo anticipan esa alianza cuya continuidad en el tiempo es harto problemática pero no por eso inviable a corto y mediano plazo. En Occidente, más que al peligro de una salida “oriental” como la que planteó Byung-Chul Han haciendo referencia a China, a su tradición de una disciplina de origen confusiano y su tendencia a privilegiar lo colectivo a lo individual junto con el uso indiscriminado y sin resistencias del big data, lo que puede emerger como una propuesta seductora para el poder económico ya no sea la desgastada y descascarada democracia liberal, como vino funcionando hasta el estallido del Covid-19, sino una alternativa ligada a las extremas derechas y su alquimia de autoritarismo y fortalecimiento de las fronteras nacionales. Habrá que ver si la opción nacionalista y antiliberal, como la que postula un Alain de Benoist, es viable para un capital que sigue necesitando de los flujos globales y de la financiarización. Sólo el miedo ante una crisis social y política de envergadura, que les aparezca como inmanejable desde un discurso de centro liberal algo reforzado por los protocolos del distanciamiento social y la vigilancia digital, los puede llevar hacia algún tipo de acuerdo con esa derecha. Pero tampoco olvidemos que puede ser la propia sociedad, sus núcleos de clase media y baja de origen “nativo”, la que empodere a una derecha extrema que les devuelva la seguridad en “la casa propia”. La ambigua experiencia de los chalecos amarillos está ahí para mostrarnos que esa posibilidad no es para nada despreciable si es que una crítica por izquierda no encuentra su propia capacidad de interpelación popular. La prolongación del miedo junto con una pandemia que no retrocede y que deja exhausta a la economía de las clases medias y de los sectores populares, pueden ser una puerta por la que se cuelen salidas nacionalistas de derecha, principalmente en Europa pero tampoco despreciaría esa posibilidad entre nosotros. El peligro está a la vuelta de la esquina y no es una oscura profecía que busca asustar.

Sigamos con esta lectura de Alain de Benoist que no duda en hacer una descripción de las incertidumbres contemporáneas que lo terminan por conducir a una valorización de una ética que nos retrotrae a arcaicas corrientes políticas enraizadas en las tradiciones conservadoras. Él siempre se sintió a gusto con la definición nietzscheana de un “radicalismo aristocrático” y, en su caso personal, sentirse parte de un entrecruzamiento de orígenes nobles y campesinos, habiendo pasado su infancia en un pequeño pueblo del norte rural francés que le dejó una profunda marca de nostalgia por la comunidad agraria y su cultura y valores en oposición a la París ilustrada, profana, republicana y liberal-socialista. Lo interesante es que, una vez más, la derecha ultramontana se copia a sí misma, revuelve en los viejos arcones de castillos semi derruidos, y encuentra la visión heroica que le anda faltando a una Francia descarriada y confundida: “Tampoco subestimemos el choque antropológico –viejo tema de Alain de Benoist allí por finales de los años 1970 y cuando el enemigo pasó a ser el ultraliberalismo y ya no el comunismo y que lo vuelve a traer a colación en este párrafo que estamos leyendo–. La concepción del hombre transmitida por la doxa dominante era la de un individuo separado de sus semejantes, enteramente dueño de sí mismo («¡mi cuerpo es mío!»), que supuestamente contribuye al equilibrio general buscando constantemente maximizar el interés propio en una sociedad completamente regida por los contratos jurídicos y los reportes de mercado. Es esta visión del homo economicus la que está entrando en bancarrota. Mientras Emmanuel Macron apela a la responsabilidad de todos, a la solidaridad local e incluso a la «unidad nacional», la crisis sanitaria recrea sentimientos de pertenencia. Toda relación nuestra con el tiempo y el espacio se ve modificada: nuestra relación con el propio estilo de vida, con la razón misma de nuestra existencia y con los valores, que no se limitan a aquellos de la «República». En lugar de quejarnos, admiramos el heroísmo del personal de enfermería. Redescubrimos la importancia de lo común, de lo trágico, de la guerra, de la muerte; para ser breves, de todo aquello que queríamos olvidar. Formidable retorno de lo real.” Perturbadora evocación de un intelectual de derecha que nunca dejó de batallar contra el centro liberal en nombre de una comunidad abandonada por un capitalismo “sin alma” y carente de valores que no pueden ser los que emanan del egoísmo, el ciudadano consumidor y el relativismo cultural. El “nosotros” y “lo común” de de Benoist es esa Francia eterna, patria de una comunidad que se funda en la sangre y en la tierra y que rechaza visceralmente la “contaminación” cultural de los inmigrantes. Una derecha que habla de refundar la comunidad, de recuperar la solidaridad nacional, de devolverle al ciudadano francés su autoestima arrojada al tacho de basura del multiculturalismo. En la relativa calma de la cuarentena me veo impelido a prestarle atención a estos discursos e intervenciones “marginales”. No puedo desentenderme de los espectros que dan vueltas alrededor nuestro, del trabajo de la memoria histórica que me ofrece la posibilidad de construir un puente imaginario capaz de permitirme comparar épocas distintas pero con algunas similitudes sorprendentes.

El homo economicus, figura clave de la modernidad burguesa y de la expansión ilimitada del capital a lo largo de los tres últimos siglos, alcanzó, en la etapa neoliberal, su máxima centralidad. Todas las esferas de la vida quedaron subsumidas en la matriz económica-mercantil hasta penetrar en lo profundo del individuo. Una humanidad amorfa que se mueve al ritmo del consumo y del mercado, desprovista de alma y carente de sensibilidad para sustraerse a la tragedia de la cultura, a esa escisión que ya tematizó, en el pasaje del siglo XIX al XX, Georg Simmel y que se convertiría en una de las características centrales de la sociedad racionalizada y productivista en la que los individuos, devenidos a su vez en masa, son incapaces de comprender el funcionamiento de todas aquellas cosas que determinan su vida de todos los días (Max Weber en un famoso texto de la primera posguerra, decía que el hombre moderno era incapaz de explicar porqué funciona un tranvía o las causas de la inflación, del mismo modo que no alcanza a dilucidar el lenguaje de la ciencia incluso en sus formas más elementales; mientras que un hotentote conocía al dedillo todo aquello que hacía a sus necesidades de vida. En ese distanciamiento acelerado por la híper especialización propias de la sociedad capitalista el individuo ignora prácticamente todo menos aquello en lo que se ha especializado y eso incluye una ruptura entre lo que Simmel denominó la cultura objetiva –la capacidad de la sociedad de producir sus modos de vida bajo la forma de saberes y objetos tecnológicos y artísticos– y la cultura subjetiva –la comprensión y el conocimiento que los seres humanos tienen de esos saberes y objetos. Simmel decía que la cultura subjetiva se había quedado por detrás de la cultura objetiva, lo que quiere decir es que cada día sabemos menos de lo que hace a la reproducción de nuestra propia vida). Boris Groys, como ya lo señalé más arriba, destacó aquello de que “la economía opera con cifras (…). Mientras viva bajo las condiciones de la economía capitalista, el ser humano necesariamente permanecerá mudo porque su destino no le habla; porque si el ser humano no es interpelado por su destino, tampoco puede responderle. El acontecer económico es anónimo y no se puede expresar en palabras. Por eso no podemos discutir con él, no podemos hacer que cambie de opinión, convencerlo, persuadirlo, ponerlo de nuestro lado recurriendo a las palabras. Sólo podemos adaptar nuestro propio comportamiento a ese acontecer. Contra el fracaso económico no se puede argumentar, como tampoco el éxito económico necesita fundamentaciones discursivas adicionales. En el capitalismo –concluye Groys–, la confirmación o refutación definitiva de la acción humana no es verbal sino económica. No se la expresa con palabras sino en cifras. Y así queda abolida la lengua como tal”[3]. Ese no hablar de la economía se traduce en un sujeto que va perdiendo su propia lengua al transformarse en homo economicus; su vida queda sujeta, si vale este término, a las cifras y las cuantificaciones. Groys es un filósofo que podríamos catalogar como de izquierda, ampliando los contenidos de esa definición a un pensador complejo y para nada encasillable, que nos explica la diferencia entre la lengua política –que para él tiene que ver con el comunismo– y la economía que carece de “lengua como tal”. Alain de Benoist es un filósofo que claramente se inscribe en el arco de la derecha radical y que, como hemos visto, también arremete contra el reduccionismo economicista y la transformación de las personas en homo economicus. Groys piensa desde una perspectiva de lo común y de la emancipación, para él eso nada tiene que ver con la etnicidad ni con valores ancestrales o comunidades nacionales; de Benoist, con un registro discursivo que parece aproximarse a la argumentación de Groys o de cualquier crítico del neoliberalismo como maquinaria sin alma y autófaga de sí misma y de la vida social, sin embargo maniobra con astucia para hacer desembocar ese rechazo del capitalismo financiarizado en un nuevo orden en el que la hermandad de sangre y de tierra, la lógica del arraigo y de la tradición, el espíritu libre de la aristocracia y la sabiduría del campesino se amalgamen en una comunidad renacida en la patria de los ancestros. Las diferencias están a la vista. Y el peligro también.

En el comienzo de su Política de la amistad, Jacques Derrida citaba con un cierto aire entre enigmático y risueño una frase atribuida a Aristóteles, en la que el filósofo de Estagirita decía: “Amigos míos, quiero decirles que no hay amigos”. Frase cruzada por un oxímoron que, sin embargo, pone en discusión la relación entre política y fraternidad o, para decirlo junto con un jurista alemán muy caro a de Benoist, los amigos cuando hacen política se enfrentan a sus enemigos lo que significa que no hay política sin la relación amigo-enemigo pero, a su vez y siguiendo la argumentación de Derrida, la amistad sólo puede fundar una política desde el antagonismo y el polemos, nunca desde la diversidad y la pluralidad. La extrema derecha siempre necesitó definir un enemigo –aunque las tradiciones de izquierda y nacional populares contuvieron muchos de los rasgos de la política como una agonística y una lucha de contrarios–: el judío y el bolchevique para los nazis; el comunista para las dictaduras latinoamericanas; la plutocracia de Wall Street y sus egresados libertinos de las universidades de la costa Este junto con el lobby demócrata en Washington para los integristas del neopentecostalismo republicano estadounidense; los musulmanes y los inmigrantes en general para los nacionalistas extremos en Europa pero agregándole también un fuerte rechazo a los administradores de la Comunidad Europea y a su orden económico. Es ahí donde se inscribe alguien como Alain de Benoist, haciendo equilibrio entre su rechazo a los inmigrantes magrebíes, subsaharianos y los nuevos refugiados de Siria y de otros países del Medio Oriente, no porque tenga nada en contra de sus costumbres o de su cultura sino porque considera que la deberían desplegar en sus lugares de origen, y su franco rechazo a una forma de capitalismo que ha destruido lo más valioso de la comunidad nacional en nombre de un europeísmo abstracto y de una sistemática transnacionalización de los capitales y del trabajo. También se movió con comodidad en la lógica de lo agonístico y del polemos heracliteano, pero no bajo la forma de la lucha de clases –propia de la dialéctica hegelo-marxista– sino bajo la opción de un disputa neogramsciana por la hegemonía, disputa que necesita elegir un contrincante: la oligarquía, el integrismo islámico, el lobby judío de Wall Street, la plutocracia financiera, la troika que maneja la Comunidad Europea, etcétera.

 

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No es extraño, entonces, que ante la pandemia del Covid-19 denuncie las políticas neoliberales que condujeron al vaciamiento de la salud pública haciendo una reivindicación de un Estado fuerte capaz de hacerse cargo de cuidar a sus ciudadanos. Se trata, para esa derecha que espera su oportunidad en medio del aceleramiento de los tiempos pandémicos, de reconstruir la fortaleza nacional, esas líneas de frontera capaces de proteger la cultura y la demografía del ethos y del etnos originarios, en su caso, de de Europa se unen en su objetivo de dinamitar la, para ellos, abominable unidad con sede en Bruselas y con la troika de los bancos como oficina central donde se toman las decisiones para el conjunto de la comunidad europea. En la visión de de Benoist, esa comunidad no representa el verdadero origen ético y metafísico de una Europa que hunde sus raíces en las tradiciones greco-latinas. Lo cierto, y preocupante, es que esas derechas, que se quieren “nuevas”, tocan fibras sensibles de los europeos de clase media y obrera que han visto como en los últimos 30 años sus vidas se han ido precarizando al punto de que sus hijos vivirán peor que ellos, invirtiendo la experiencia del Estado de bienestar en la que los hijos iban a recorrer el camino de la movilidad social ascendente (el caso de los hijos de la clase obrera inglesa que, en los años 60, pudieron llegar a las universidades y construir la extraordinaria vida cultural de aquella década inolvidable. Es muy interesante lo que, en relación a esa generación, ha escrito Mark Fisher[4]). Las protestas de los chalecos amarillos, el movimiento anti brexit en Gran Bretaña, cinco estrellas en Italia, o el voto de clase media y popular que encumbraron a Trump en USA y a Bolsonaro en Brasil son algunas de las expresiones de la emergencia de nuevos movimientos sociales con base en sectores medios flexibilizados críticos de la hegemonía liberal en un orden global cada vez más desigual y socialmente empobrecido. Lo que algunos llaman “populismo de derecha” viene a ponerle nombre a una profunda crisis de legitimación del centro liberal europeo y americano. Difícilmente la Europa que emerja después del Covid-19 siga ofreciendo esa imagen bucólica de una unidad que hace agua por todos lados y que confrontó, como nunca antes, a los países latinos –los más golpeados– con los del norte que se negaron sistemáticamente a construir un fondo solidario de rescate y ayuda. La pandemia dejó desnuda una unidad carcomida por un economicismo que se devoró los antiguos sueños de una Europa unificada en torno a valores democráticos e igualitaristas. Alain de Benoist es una de las voces intelectuales que, situadas en una derecha que se quiere “populista”, está convencido de que el tiempo de la hegemonía neoliberal está cumplido.

 

Referencias:

[1] Le dediqué un largo capítulo a reflexionar lo especular de las dos épocas, tratando de encontrar tanto sus rasgos semejantes como los diferentes –“El conservadurismo revolucionario de Weimar (una mirada en espejo)” en mi libro La sociedad invernadero, Buenos Aires y Madrid, Akal, 2019.

[2] Alain de Benoist rechazó con énfasis que se lo calificase de “derecha” –prefiere el término populista– y menos, eso dijo con cierto enfado, “extrema” porque nunca se consideró algo así como un extremista sino más bien un sereno crítico de las descomposiciones sociales, políticas, económicas y culturales del capitalismo. Paradojas de una época que ni siquiera las derechas etnonacionalistas quieren que se las llame con su nombre verdadero. En el caso de de Benoist su origen filosófico y su posición política lo acercarían más, en este juego comparativo que siempre tiene algo de figurativo, a lo que fue el nacionalsocialismo de las SA cuando la matriz popular y hasta “socialista” era una parte significativa del ideario nazi. Ciertos nombres se han vuelto social y políticamente impronunciables, de ahí que ni siquiera los sectores más radicalizados de la extrema derecha dejen de camuflarse detrás de denominaciones más genéricas y suavizadas.

[3] Boris Groys, La posdata comunista, Buenos Aires, cruce, 2015, pp. 9-10.

[4] Véase de Mark Fisher, Realismo capitalista y Los fantasmas de mi vida, ambos editados en Caja negra, Buenos Aires.

 

Buenos Aires, 27 de abril de 2020

*Filósofo, profesor y ensayista argentino. Es doctor en filosofía por la Universidad Nacional de Córdoba. Forma parte del equipo de académicos e intelectuales que fue nombrado por el Gobierno nacional como asesores del presidente Alberto Fernández.

1 Comment

  1. nora merlin dice:

    Muy bueno el artículo y muy atinada la advertencia que expresa. El coronavirus indica el fin del neoliberalismo, lo que significa que comienza la disputa por la democracia , el rol del Estado, lo publico, la distribución de la riqueza, la libertad, la igualdad , el poder y la hegemonía. La pandemia que no cesa, el miedo social, la economía devastada y el ataque hacia Alberto que ya comenzaron los medios hegemónicos constituye un combo, una amenaza que no puede desestimarse. La unidad del campo popular debe ser indestructible porque, como expresó Alberto varias veces en sus discursos,» ustedes no terminan de darse cuenta que el poder acá reside en lo humano»- el pueblo decimos las populistas. Esa es la apuesta junto con el trazado de los antagonismos políticos