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A partir de la nota “Los nombres de la ciudad” escrita por Martín Kohan y publicada en la revista La/barraca, Horacio González responde con este texto que inicia una amistosa discusión sobre la relación entre nombres, política e historia.

A partir de la nota “Los nombres de la ciudad” escrita por Martín Kohan y publicada en la revista La/barraca, Horacio González responde con este texto que inicia una amistosa discusión sobre la relación entre nombres, política e historia.

Por Horacio González*

(para La Tecl@ Eñe)

 

Una ruda confusión una vez amenazó amablemente a los habitantes de la Capital. Había dos estaciones de subte con el nombre de Canning. Creo que solo los muy despistados podían bajarse en la “Canning” que se cruzaba con la calle Corrientes si querían ir a la “Canning” que se cruzaba con Avenida Santa Fe. Todos sabían sin preocuparse demasiado por el origen de ese saber -era una ciudad con menos habitantes, o quizás se tenía más tolerancia hacia los nombres redundantes y como ahora dice Wikipedia, se “desambiguaba” con más facilidad-, y un significante Canning significaba bajarse y subir en “Villa Crespo” y el otro, a no dudarlo, nos dirigía hacia el significado de “Barrio Norte”. Pero es comprensible que los ediles -se los podía llar así entonces, aunque eran concejales-, quedaran preocupados por el ciudadano desorientado que podía protestar por una ineficaz nomenclatura urbana ante los órganos competentes. Las vicisitudes de la historia nacional permitieron finalmente el acto legítimo de desambiguar. Se llamó Malabia a la Canning de Corrientes, pues aquella era la segunda calle más cercana, decisión fundada en un hecho incontrastable, que alcanza notablemente para refutar el cuento de Cortázar sobre el Subte A, donde su aniñada y bien humorada sentimentalidad ligeramente patafísica, declaraba que el conteo de ciudadanos que entraba por la boca de la cabecera de la estación Plaza de Mayo no arrojaba los mismos resultados respecto a los que iban bajando en el transcurso, hasta llegar a Primera Junta. Una falla cósmica habitaba las entrañas de la ciudad y cobraba viajeros para una misteriosa disipación de viajantes, sin razón manifiesta para que los tragara la tierra. Esto desmiente la absoluta correlación cielo-tierra en que habían pensado las legiones de ediles que desde 1914 dieron nombres a las estaciones del Subte, que incluso tuvieron la precaución de no llamarlo “Metro”. Homenajeaban a un orden simétrico que no existía en otras áreas. Entonces, esas estaciones llevaban abajo el nombre de la calle que estaba arriba, sin que ningún pasajero sobrara o se disipara. Todo iba coincidiendo.

El acto mimético fue reproducido casi un siglo después con la ficción de las estaciones de Metrobús. Reapareció el nombre que había desplazado la deliciosa abreviatura subte -que quedó como palabra completa, como si el feo aditivo de “rráneo” nunca hubiera existido-, y las estaciones de metrobús de la Avenida 9 de Julio, por ejemplo, se tornaron simulacros de estaciones de tren, pero sin la compleja tecnología de señales, boleterías, quioscos, túneles, un ámbito de espera que tiene una singularidad que le es solo inherente a ella. Las estaciones sobre la calle se llaman como lo indica, en cortés mimetismo, la perpendicular en que se sitúan. De ahí que hay una estación de Metrobús Perón, que tiene la misma inocencia que ya tiene la calle del mismo nombre que le es transversal. Pero volviendo a los nombres del Subterráneo, ya sabemos que muestran que hay más nombres posibles que puntos de localización dispuestos a distinguirse con ellos. Así Malabia-Pugliese, o Entre Ríos-Walsh. La cuestión ahora es que el mundo de arriba está historizado, por decirlo así, y episodios que ocurrieron sobre las baldosas que techan el canal que metros abajo permite circular los trenes, son agregados como severa señal recordatoria. El caso de Rodolfo Walsh impide abundar en detalles, pues todos lo conocen. Lo cierto que ahora está unido al terminante nombre de Entre Ríos, que por un lado es una provincia, y en lo que hace a un rol de avenida urbana, en un punto trágico de esas veredas fue muerto Walsh. Esta extraña conjunción ya pone al subterráneo y sus nombres en una encrucijada importante. Registra sucesos dramáticos ocurridos allí arriba, mientras pasan los apáticos trenes, y ahora el pasajero tiene que aceptar interpretar la supuesta ambigüedad con un pequeño relato: he aquí la estación Entre Ríos, que se nombra con el indicio del nomenclador en relación a lo que sucedió a unos metros encima, pero justo en los metros cuadrados donde una partida militar inmoló con certeros balazos al escritor de Operación Masacre. Todo esto recuerda que proceder de un modo complementario con los emblemas toponímicos de la ciudad, no se corresponde con otros procedimientos. Como el de la calle Scalabrini Ortiz y el nombre anterior que sustituye: Canning. O continuidad de los parques, o un nombre borrando el anterior. ¿Qué sucede?

Un artículo de Martín Kohan en La/barraca, -autor y revista digital que leo con gran placer, al primero desde hace mucho, a la revista desde hace poco, pues es de salida reciente y festejable ,hace interesantes observaciones sobre las motivaciones del cambio y el modo en que, a la manera de un retorno de los reprimido, el viejo nombre de Canning -con la natural expansividad que ciertas palabras de enigmática fuerza irradian en su redor-, prestaba nombres a locales de electricidad o mercería que hoy subsisten con esa denominación que ha perdido su sujeto. (O su sostén, o su soporte, si nos expresamos en términos informáticos).

El subsuelo en apariencia “sublevado” de Scalabrini sería Canning, ya vimos, pero el método empleado con Cangallo fue distinto. Como ocurrió con muchos episodios de la toponimia peronista, quiso la fatalidad que se sustituyera con ese infinito álbum un nombre de aroma incaico. Ya había sucedido antes, con La Pampa y el Chaco, cuyos cambios de identidad en los años del primer peronismo merecieron el reproche de Arturo Jauretche. Según cuenta él mismo, le habría dicho a Perón por esta voracidad de absorber todos los nombres en un nombre: “usted por esto puede llegar a caer”. Pero sin entrar en este delicado problema, no ausente de una caprichosa verosimilitud, la solución encontrada en el caso de Perón, que figura con grado militar, en paralelo a Bartolomé Mitre, es que las dos últimas cuadras de la ex Cangallo se siguen llamando Cangallo. Chistosos que nunca faltan, llegaron a prefabricar el sintagma -si es que así se dice-, Juan Domingo Cangallo, para expresar quizás un descontento o una forma intrincada de adhesión. Con Mitre, de esto hace mucho tiempo, hubo que suplantarse una calle de nombre colonial, cuanto menos: La Piedad. La iglesia de La piedad, de la cual es probable que la calle tomara su nombre, y las tiendas La Piedad, que subsistieron hasta los años 70 mientras la arteria ya se llamaba Mitre desde comienzos del siglo XX, nombre puesto incluso en vida de en aquel momento el octogenario general. De modo que el cambio de nombre por una decisión del Estado, por un lado, deja descolocados a los ingenuos san juanes bautistas de los comercios de todo tipo de ramo, que aprovechan el supuesto prestigio de un nombre municipal para inspirar allí el de su comercio, sea zapatería o menudeo de chucherías. ¿Por qué deberíamos ocuparnos de estas cosas? ¿Vale la pena conjeturar que el nombre de un General poco adicto a las cuestiones religiosas se emplaza allí donde yacía uno de los máximos nombres de la actitud teologal? ¿O señalar al Otro General octogenario como alguien destinado a erigirse en lugar donde antes había monolitos con otros nombres del pasado de prosapia indigenista o colonial? Este último era el caso de la estación Retiro, en los años 50 rebautizada Estación Presidente Perón. Soy un hombre viejo. Recuerdo que en los pocos viajes que hacía de chico al centro, desde una remota estación barrial me veo pidiendo un boleto hasta la estación “Presidente Perón”. Con el paso de las décadas, se podrá decir que uno ha cambiado por golpes mutantes difíciles de explicar, pero las palabras que había que pronunciar para la bagatela de un traslado en tren también han cambiado y vuelto a cambiar.

Habría mucho para decir respecto a la correlación entre historia política y la mudanza de los nombres, que acaban como chapas oxidadas que a veces caen, a veces se sustraen para decorar una pared domiciliaria, o a veces el diligente preboste municipal pinta con pintura fosforescente para revelar que le preocupa la comodidad visual de los automovilistas ensimismados. Kohan intenta con Scalabrini Ortiz ir revelando el modo en que un cambio de insignias de una calle, deja como quien dice pataleando en el aire a los comercios que adoptan ese mismo nombre con algo de oportunismo. Agrego a sus evocaciones, el de la Sedería Canning 444, o Canning 555, no recuerdo bien, que a la resonancia british del nombre le añadía la feliz consonancia numérica. Por lo que creo, esa Sedería estuvo muchos años más, enhiesta, luego del cambio de nombre, confiante en que tenía como sostenerlo, pues el terso Canning, el ministro pre-victoriano, era más aceptable para un comercio de ese tipo, que su enemigo Scalabrini Ortiz, más urgente que sedoso. El nombre fue puesto durante el gobierno de Cámpora -tengo que seguir confiando en mis recuerdos-, y el cambio del primer ministro inglés acompañó el cambio del presidente norteamericano Monroe, calle que pasó a llamarse Juan Manuel de Rosas. Esta calle es muy larga, desde el Bajo Belgrano hasta Villa Pueyrredón o Villa Urquiza. Quiso el infortunio histórico que el golpe del 76 cambiara ambos nombres, y que solo volviera, con el alfonsinismo, el del autor de El Hombre que está solo y espera, pero no el del Señor de los Cerrillos. Aunque este tuvo su tajada. En los años 90, la estación de subterráneo que llega hasta Villa Urquiza y desemboca en Monroe -el que proclamó sin ventaja nada más que para él mismo, que américa era para los americanos-, se llamará Juan Manuel de Rosas. Como si desde los sótanos de la ciudad, el derrotado de Caseros aun le proporcionara picazones al habitante monroísta del altillo, que sigue recibiendo la brisa acogedora de demasiados políticos argentinos. ¿Qué conclusiones podemos sacar de estas nostalgias y empecinamientos? Kohan traza una sucinta hipótesis respecto a que estamos ante una larga referencialidad o recaída de la historia argentina en el factor inglés. Recuerda que San Martín y Alvear llegaron de Londres en el barco Canning. Lo que no puede dejar de verse revelado en el futuro por este pase de manos de las placas con que nombran plazas y avenidas. Basta que resurja un cartel apolillado de una cerrajería que recuerde cómo se llamaba antes ese locus urbano, para que se rompa una ilusión, la de un país orgulloso de como anuló interferencias exógenas.

 

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Claro que existe ese britanismo de gran volumen, una gruesa cuerda que atraviesa buena parte de la historia nacional. La prudencia de Moreno con el tema, Rivadavia en Londres, Alvear y Lord Strangford en Brasil -fuerte referencia de los políticos porteños- y Lord Ponsonby, en Buenos Aires, que no era menos fundamental en la cuestión de la Banda Oriental. Por su parte, Rosas nunca desmintió su aprecio por Lord Palmerston, en cuanto sus antiguos cañones de Obligado hacían fuerte mella en los barcos de Su Majestad. En un sentido más amplio, al que le damos el carácter de un drástico resumen, la diplomacia inglesa sobre las tierras sudamericanas y su proyecto de independencia, tienen una fuerte manifestación en la relación de Francisco Miranda y Míster William Pitt, cuyo probable eco son las invasiones de 1806 y todo lo que refleja el diario inglés publicado en Montevideo, The Southtern Star, que está escrito por independentistas criollos que aceptan una regencia inglesa. La literatura argentina sobrelleva una señal inglesa durante todo el siglo XIX, cuya cúspide es Hudson “el escritor argentino en lengua inglesa”, expresión de anchas consecuencias posteriores. No obstante, Echeverría, que por muchos motivos es más importante de lo que suele pensarse, trae porciones culturales de fuente francesa o italiana, aunque no descarta al bien ostensible Byron. Pero si el primer Alvear piensa en una suerte de protectorado inglés, Belgrano se inclina por un descendiente del incario, y pasando un siglo o más, un descendiente del general Roca, su hijo del mismo nombre y Míster Runciman firman el gravoso acuerdo sobre carnes, que en su momento mereció el repudio de Lisandro de la Torre, de Rodolfo Irazusta y de Scalabrini Ortiz, que es el que conecta más decididamente este protocolo con el empréstito Baring, tomado por Rivadavia en 1822. Este es el antecedente del pseudo empréstito inglés de más de un siglo después, que a cambio de una implorada cuota de exportación de carnes, cerraba estrepitosamente todo el esquema ferroviario y financiero que sostenía el poder inglés en el país. Tomamos nota de esto que sucedió, pero a la distancia. Nada nos impide el derecho a condenar esos acontecimientos, que tienen condición repetitiva hasta hoy, pero no hay porqué tolerar que se presenten con su capa de fantasma fondomonetarista, crédulo de que nunca dejaría de visitarnos.

Quizás la tónica antimperialista en el mundo intelectual latinoamericano dio enfático comienzo con la guerra entre Estados Unidos y España, a fin del siglo XIX. La onda antinorteamericana se hace fuerte en la Argentina recién en 1945, debido a la intervención del embajador Braden en los conflictos de la época del surgimiento del peronismo, ocasión en que pueden leerse también las memorias del embajador inglés en ese mismo tiempo, Sir Kelly, hombre práctico que no dramatizó el 1945 peronista, a diferencia del gobierno norteamericano. No por esto, sino por una serie de sinuosidades pertenecientes a los meandros conspirativos de la historia, Julio Irazusta, mucho después de estos célebres acontecimientos, y como parte del derrocamiento de Perón, acusó a éste de “agente inglés”. Julio era más “escritor” que su hermano Rodolfo, pero sus exaltadas reflexiones no tenían ni un mísero respaldo en hechos que pudieran ser comprobables. Pero Scalabrini Ortiz, mucho más coherente, aunque también con perseverancias tan incólumes que hubieran exigido más atención a como la historia desviaba las intenciones primigenias de hombres y partidos, sostuvo hasta el fin que el problema era el imperialismo inglés y no el norteamericano, que aun estaba en su naciente. George Canning, tal como todos saben, fue un primer ministro -sucesor de Pitt-, dedicado entre otras especialidades a resguardar las independencias sudamericanas del intento español de recuperar sus posesiones. Para esto llega a enfrentarse al mismísimo primer ministro Metternich, que desde la Santa Alianza -condenada por Marx en su famoso manifiesto- apoyaba al retorno latinoamericano al regazo español. Canning vivía cuando San Martín y Alvear desembarcan en el “Canning” en 1812 en la lejana Buenos Aires. San Martín, con un pasaporte falso que le consiguiera Lord Macduff. Pero habrá que averiguar bien si el nombre del barco, dado que es apellido común, pertenecía al del primer ministro o al de un armador naviero del mismo apellido. Si fuera así, el britanismo infalible y velado que se desearía ver en la historia nacional, pierde una ficha importante. ¿Había un reglamento británico que impidiera poner nombres de hombres públicos en instituciones o barcos de vela? ¿O estamos antedatando veleidades de nuestros debates más prescindibles?

Canning firma con Rivadavia el primer tratado comercial de estas tierras con Inglaterra, y esta relación es un hilo conductor que de ninguna manera debe desdeñarse en el modo en cómo se fueron conduciendo los sucesivos gobiernos argentinos, más o menos convencidos de que la economía del país debía configurarse con un intercambio primario que justificaba los suministros de manufacturas inglesas, con la carga político-cultural que eso significaba. Rosas, el amigo de Palmerston, fue un largo paréntesis a este esquema, que al mismo tiempo se exponía a la crítica de los “modernizadores”, incluso de otro saladerista como él, Urquiza, que sin embargo tenía un ojo diferente para considerar las relaciones diplomáticas y comerciales con Europa, tal como tantas veces lo explicó su embajador Alberdi. Ciertamente, el nombre de una calle, de mero poste topográfico en la voz del diarero que orienta nuestro paso extraviado o del taxista que no conoce donde queda la escondida calle Emile Zola, tiene una dupla valía. La que dijimos: meros grafos de orientación como en una selva lo son las ramas quebradas o las huellas de un animal que precedió nuestro paso en varios días o en minutos. O llevarnos desde los modos conmemorativos de la historia, una melancolía erigida a cal y canto desde los ladrillos de las paredes de confiterías, casas de deporte o las viejas y pocas ferreterías que quedan en los barrios, hasta la querella sobre la idea de nación, “Renan dixit”. En este último caso podemos asistir con gusto real, no fingido, a las ironías de Kohan. Desde lo que revela una calle, que cuando desaparece su nombre semánticamente insinuante, no puede evitar que queden restos arqueológicos que agitan oscuramente la memoria, hasta la interpretación de la historia argentina como una sustancia legendaria, moldeada en los nombres pétreos de la ciudad, que nos engañan sobre nuestra real condición de ser una hoja en la tormenta sin la más mínima conciencia hegeliana de sí. En vano Scalabrini. Rehaciéndose desde su pintura desvaída resurgiría Canning.

Los ingleses fueron extraños aliado e invasores, esa paradoja es la misma del tejido histórico, su minucia y su espantajo. Scalabrini se acerca a pensarlo sin abandonar su anterior impregnación literaria, no digo sus cuentos algo decadentistas de los años 20, sino su metafísica macedoniana de los 30. Por eso el “hombre colectivo” hace fuerza para alojarse en los poros de la teoría del imperialismo de Lenin. Su escribir delata una circunstancia, la del intelectual que carga sobre sus espaldas una tarea redentora a costa de denunciar las inagotables falsedades mundanas. Este arquetipo lo vemos hoy desfalleciente. Su indicio contrapuesto es precisamente, entre tantos otros, el del propio Martín Kohan. Debo confesar, individuo gustoso de lo reversible que soy, que me interesa por eso. Aunque no solo por eso, porque permite seguir pensado el acaecer que llamamos historia en el filo de la crítica a un esencialismo que nos lleve al vacío de creernos repletos. Pero también a un barrido irónico que, si apunta mal su flechazo cáustico y elegante, nos deja solo con una sonrisa mordaz en que se escurren escenas que resultan constantemente adversas a todo compromiso. No digo con lo histórico consabido, sino con los sagaces enredos de un burlón pasado que a pesar de todo nos permite la rareza de ser argentinuchos. Este delicado juego no es inocente; cierto que podría no tener una sola pieza hecha de briznas despojadas de encanto, si lo dejamos a cargo de los “ideologues” de una persistente integralidad comunitaria. Nos darían como único consuelo para la fruición historiográfica, un origen mítico que para Kohan resulta siempre pobremente redactado, insignificante estuco apto para el gran ironista. ¿Y si no fuera así? Cuando en una calle que no se llama más Canning, una pizzería se sigue llamando Canning, es claro que vemos una resistencia de todo nombre a desaparecer por completo. Interesa como síntoma de lo incoloro que sin embargo nos persigue con su letrero despintado. ¿Pero será eso el colorete del Canning que navega sarcástico por los ríos subterráneos del país?

Por más que Scalabrini no recibe de Kohan ningún maltrato en el artículo que comentamos, no puede escapar del ciego destino de una obturación, desde la que se permitiría la sospecha de que todo este vértigo habría algo de malvinoide, de nacionalistacho. ¿Quién no sabe que al escribir una historia la debe escribir otra vez, aunque sea por su reverso? Además, en los letreros de la calle, Scalabrini Ortiz tiene la desdicha de ser un nombre largo, dos apellidos, uno italiano y otro español. Su padre coleccionaba huesos en el Paraná, y era amigo de Ameghino, que le puso scalabriniteriun a un mastodonte de miles de años, sus huesos hundidos en la llanura. Cuando se construyen subterráneos suelen surgir esas osaturas. Ahora bien, caminando por esa avenida he podido consignar que el munícipe, optando por lógicas abreviaturas, decidió escribir “S. Ortiz”. Y así es probable que se lo vaya recordando, con esas sinopsis que, por obra de comprensibles molicies, lo deje convertido en Ortiz, a secas. Como el “Coronel Díaz”. ¿Quién es? ¿Alguien lo sabe? Hay decenas de coroneles díaz en el discurrir de la historia argentina, sea o no una abstracción. Dada su condición de representar a todos los Coroneles y a todos los Díaz, es difícil que alguna vez este significante vacío, permítaseme decirlo, cambie de nombre. Hay que poner allí las tintorerías; tienen garantía que jamás quedarán huérfanas de amparo patente en las placas de una eterna señalética, con perdón de la palabra. Todavía es lindo caminar por la ciudad y pensar en cosas muy variadas. Pero si uno piensa en la historia, hay que tenerle menos miedo que cuando cruzamos distraídos una calle.

 

Buenos Aires, 18 de junio de 2018

*Sociólogo, escritor y ensayista. Ex Director de la Biblioteca Nacional

4 Comments

  1. Martín Kohan dice:

    Querido Horacio: gracias desde ya por tu lectura y por tu propuesta de amistosa discusión. Amistosa, desde ya; a discusión, por mi parte, no creo que llegue. Apenas un par de aclaraciones. La primera, y la que más me urge: no considero, de ninguna manera, que el “origen mítico” de la argentinidad esté “pobremente redactado” o resulte un “insignificante estuco”. Por el contrario, lo considero sólido, potente y eficaz. De ahí justamente mi interés de horadarlo o desestabilizarlo, en la medida de mis posibilidades; por erigir un mito, por erigir un origen y por hacerlo logradamente: por eso, ni más ni menos, y no por endeble o fallido. Lo que planteo, en ese sentido, se asemeja a lo que proponés vos: que hay algo de esa otredad radical que se infiltra en el nosotros, y en parte lo constituye. Esa perturbación de la mismidad me atrae y fue eso lo que intenté plantear.
    Lo hice a partir de cierta huella urbana concreta, y en clave de nominalidad (por eso el nombre del barco importa más que su referente); por entender que en ese nombre, por tachado y resurgido, se condensaba todo un conflicto. Lo pensé así: como una condensación o concentración de sentido, cuyo vasto despliegue histórico, laborioso sin dudas, te agradezco hayas emprendido, pues yo “preferí no hacerlo”. Si lo inscribí en el post Malvinas (aspecto central de mi planteo, pero en el tuyo eso se deja aparte) es por tratarse de una coyuntura de exacerbación de la identidad nacional, tanto como de la alteridad inglesa. Me interesó afectar las dos certezas y tratar de trastrocarlas.
    Acababa de leer Barrio República, de Roberto Merino, y me lancé a emular su manera admirable de “leer” la ciudad. Entiendo que, lejos del modelo, el resultado en mi caso no fue satisfactorio. Desanimado, ya solicité a los compañeros de la/barraca que dieran de baja al artículo. Gracias de nuevo por tu generosa lectura.

    Martín Kohan

    • La Tecl@ Eñe dice:

      Querido Martín, acepto que la idea de “Argentina”, como algo que llama a creer, es el núcleo fundamental de un enigma general. Esto es, como se produce toda adopción de identidades. Sea de un modo pleno (bien logrado, como decís que fue el caso de Argentina), con sus exacerbaciones de ambos lados (Malvinas), o su modo débil (cuando el barco tiene un nombre que por casualidad es la del estratega del neocolonialismo inglés, pero se trata apenas de una metáfora). El nominalismo da grandes resultados, ya sea que la rosa esté en el nombre de la rosa, o ya sea, que si pudiéramos sacarnos nuestro nombre, nos despojaríamos así de los conflictos que les están asociados y quedar solo como seres amorosos (como en Romeo y Julieta). La conclusión de todas tus reflexiones estarían contenidas en el famoso poema de Borges sobre Ward y López. Si les pasó algo “que no se puede entender” debido a la ilusión creada por aniversarios, cartógrafos y estrategas militares, nos quedaría la “revelación” de algún texto en la calle Viamonte. Yo que comencé allí, creo que aun espero alguna revelación no se en dónde. En ese sentido la repentina aparición del nombre tapado de Canning en la ahora estación subterránea Malabia-Pugliese, con lo que a este intríngulis se le agrega La Yumba, puede significar no una única cosa -la necesidad de horadar un mito cerrado-, sino varias. Una de ellas: cómo partes sueltas de ese mito pueden rehacer algo más interesante, para nuestra actualidad, ante lo que lamentablemente vemos ahora. Otra cosa más personal, es que la ironía es una de las máximas dificultades de la expresión. No se sabe si cae del lado de la burlona distinción o de la gravedad a veces fastidiosa con que miramos al mundo. No te pido que lo aclares, porque eso hace a la atracción que producen tus escritos, miniaturas labradas con temibles estiletes, que caen de ambos lados de la ironía, del credo tímido o de la seriedad un tanto escandalosa, siempre sutil. Dicho esto, para exorcizar toda ironía, no veo porqué retirar tu nota, evidentemente me haría pensar que no debí tomarla como parte de una larga y apasionante cuestión. (Horacio González)

  2. Martín Kohan dice:

    Querido Horacio: me desanimé con la nota, pero no con la amistosa discusión; así que acá estoy. Dos cosas puntuales. Una: cuando leí en tu respuesta «se trata apenas de una metáfora», pensé de inmediato «nada menos» donde en verdad decía «apenas». Nada menos: un sentido que se traslada, se traslada y va a parar… Al mismo lugar! O al mismo nombre. Confieso que se me vuelve irresistible. Lo otro. Leo distinto, eso sí, ese poema de Borges. Me resulta una desactivación de conflictos, uniendo a las dos identidades en un universal superior, más abarcador. Yo pensaba, por el contrario, en sostener el conflicto y alojarlo al interior de la propia identidad: ponerla en conflicto consigo misma. Por fin, tomo al instante tu sugerencia de no aclarar lo de la ironía: la verdad es que no podría hacerlo, lo tengo que pensar. Te mando otro abrazo. Martín

    • La Tecl@ Eñe dice:

      Querido Martín, demoradamente doy una agónica respuesta. Concuerdo en poner en conflicto la propia identidad. “Sostener el conflicto y alojarlo al interior de la propia identidad”, más que una resolución de un problema, es un estilo de pensar. Al decir Malvinas decimos por lo menos dos cosas, que se sitúan en planos diferentes, que parecen nunca juntarse, o si hicieran, darían lugar a nuevos tipos de guerra. Un tema desde el cual se puede ver en tensión toda una historia de la formación nacional con sus estrías internas, que revelan una partición que sigue actuando, con mucha vivacidad. Así también lo hacen los habitantes de las Islas, sus historiadores que son una minoría a la Kipling pero con el agregado de una penosa astucia, que escriben la historia argentina con una asombrosa facilidad, diciendo con displicencia o ajenidad -por ej., la crítica a la Campaña del Desierto-, cosas que desde el lado continental solo se pueden pensar desde el interior del conflicto. Con eso producen por lo menos dos eventos para ser recogidos; uno, se eximen de aludir al modo británico de hacer esas mismas campañas en todo el universo conocido, por lo menos desde el siglo XVII en adelante, y luego, no pueden ellos mismos no proceder a examinarse sin acudir a un similar ejercicio de colocar en crisis su propia identidad. Te agradezco el intercambio, que me dio a pensar o dar más vueltas a un asunto demasiado conocido, cuyo paso a una más fecunda universalidad no puede depender tan ásperamente de un pensamiento de finanzas, negocios y nuevas expansiones territoriales, sino una vez más de una crítica y reposición de sedimentos de una memoria. Horacio González