Ópera prima del cineasta suizo Andreas Fontana, Azor va más allá del retrato de la última dictadura y ausculta un escenario que, de aquel tiempo a la fecha, no ha cambiado.
Por Hernán Sassi*
(para La Tecl@ Eñe)
El Testigo Escuchón hace esfuerzos por no ver; oye, en cambio muchísimo mejor. Llega, se queda de pie, se desliza sin ser visto hacia un rincón, curiosea algún libro o una vitrina, escucha lo que hay que escuchar y se aleja, inmutable y ausente. Nadie pensaría que ha estado allí: ¡con tanta habilidad desaparece!
De nada se olvida, ¡hay que ver al Testigo Escuhón cuando llega la hora de desembuchar! Es otro, duplica su grosor y crece diez centímetros.
“El Testigo Escuchón”, Elías Canetti
Lo que no vio (o no quiso ver) el abuelo
En los escritos íntimos de Jane Austen brilla por su ausencia la Revolución Francesa. Sin embargo, en ellos, como en su obra, hay una burguesía que pugna por un lugar en la historia, alguien consciente de que, como lo advertía Balzac, para ocupar ese lugar, debe imprimir una nueva moral, desalmada creerá el autor de la Comedia Humana.
En el cuaderno de viajes que rescató Andreas Fontana de su abuelo, un banquero suizo que viajó por negocios a la Argentina en los 80, no había una sola alusión a la dictadura militar. Era razonable. El hombre era banquero no de la banca comercial sino de la privada, esa que asiste al puñado cada vez más ínfimo de los salvados del sistema. Como se sabe, al contrario de un servicio secreto, que siempre deja nota escrita de su conjurado accionar, lo hecho entre la banca privada y la elite de la elite no queda apuntado en ningún lado porque es prueba de lo que se hace a espaldas de la sociedad y rompiendo todo código, incluso, como se verá, el de la moral burguesa.
La tarea del director fue ahondar en lo no escrito por su abuelo e imaginar, junto a Mariano Llinás, consejero de guión, las charlas que, al amparo de milicos, políticos y hasta un obispo, se daban en plena dictadura con empresarios, lobbystas y banqueros.
En tiempos de retorno del negacionismo, de un retorno recargado propio de una revolución triunfante de derecha que se anima a sostener que Rodolfo Walsh no fue otra cosa que un asesino, Azor da un paso más en el análisis de lo ocurrido bajo la dictadura. El resultado es un film perturbador que, centrado en un personaje kafkiano y aunque no se crea mefistofélico, prueba que la amoralidad tecnocrática que domina al globo ha atemorizado y hasta transformado incluso a la elite.
En la selva oscura
Con su esposa, Yvan De Wiel llega a la Argentina en coche oficial de la Embajada Suiza. No son turistas en tierra extranjera. La francofilia de la cultura argentina, presente en mobiliario de los hoteles y de las fincas que visitan, pero también en el fluido manejo del francés de quienes los reciben gustosos, les hace el entorno familiar. Sin embargo, hay algo que desentona con el paisaje desde los primeros minutos en los cuales ven una requisa militar en plena calle. “Imposible adivinar lo que está pasando en el país”, alguien les advierte.
A poco de llegar Yvan se entera de que, quien tenía la cartera de clientes del banco, alguien a quien él iba a acompañar, ha desaparecido. “De tanto pasar tiempo acá, sus métodos se volvieron problemáticos”, le comentan no sin mostrar aprecio por ese hombre que “era brillante, uno de los mejores entre nosotros”. Dadas las circunstancias, a Yvan no le queda más alternativa que reemplazarlo, una tarea por definición imposible; no así superarlo, claro.
Visita a los clientes apuntados en el cuaderno del desaparecido, gente de “las altas esferas del poder”, como se reconoce una mujer con la que conversa. “Este país se ha convertido en un coto de caza privado para algunos allá arriba”, le cuenta quien, asustada, le confía que “nos persiguen como a conejos”.
Esa “temporada en el infierno”, que es al mismo tiempo una inmersión en un ámbito al que pocos acceden, la realiza con su esposa, guía, más que mera compañera, pues puede ver lo que él y se lo confía. Camina junto a ella hasta casi la última secuencia del film, tan brillante como el resto.
Cuento de tahúres
“Ahora llegaban hombres nuevos con bigotito, sueño, valijas y camperas azules. Gente joven: una generación entera de recambio”.
En otro orden de cosas, Fogwill
Como su compañero fantasma, Yvan es un profesional de lo único que privilegia el capitalismo en pie, las finanzas. Aprendiz obligado y sin maestro, va a tomar lecciones sobre la marcha de quienes son parte de la transformación que se da por esos años y aprovechan para sacar tajada. Para el aprendizaje, no ha tenido que hacer mucho, sino ser un mero testigo de charlas, o más precisamente, un “Testigo Escuchón”. A lo escuchado, supo responder una y otra vez “Comprendo”; y a la larga, luego de tanto escuchar el cuento de tahúres contado por los protagonistas, finalmente comprende, no en cualquier lugar, sino en un espacio acordemente afrancesado, en el círculo de armas, un “club de caballeros”.
Allí le cuentan que algo ha cambiado: “La pista de esgrima fue reemplazada por la cancha de squash y un sauna”. Quedan atrás tanto rituales de la aristocracia (que nos llegaron de oídas de Europa) como de un imaginario inexistente, el de la burguesía nacional; ya no es el mismo mundo de las finanzas que conocieron quienes trabajan en la banca privada hace décadas: “Se ha declarado una guerra de codicia” y “la nueva generación (de las finanzas) es más agresiva”, lo alecciona el obispo que aprendió a ser “codicioso cuando los otros son prudentes”.
Después de un derrotero borgeano en el que debe probar quién es, Yvan prueba también que aprendió, más temprano que tarde, que no hay rédito en ser una sombra de otro, y menos, alguien neutral como Suiza, su país de origen sobre el que se escucha decir: “Después de un tiempo de lidiar con los suizos, se van a dar cuenta quiénes son los esclavos de quiénes.” Ahora ya puede ser realmente otro.
Se anima a llegar más lejos que su antecesor. En un galpón en el que se atiborran objetos se escucha: “178 licuadoras, 664 máquinas de coser, 234 ventiladores, 65 televisores a color…”. El inventario del saqueo a plena luz del día asienta que también hay un Alfa Romeo que no desentona con el paisaje; después de todo, como le decía el obispo, no solo había que reeducar a la juventud: “los parásitos hay que erradicarlos incluso dentro de las mejores familias”.
Si bien Azor se inscribe en una tradición que, habiendo dejado atrás la teoría de los dos demonios hoy reeditada, analiza la complicidad civil (una tradición que va de Villa a En otro orden de cosas y de Los rubios y Cuatreros a Rojo y Responsabilidad empresarial),no es solo una película sobre la dictadura. Film de mil capas como toda gran obra, es además, la más fina y ominosa radiografía de la racionalidad técnica de las finanzas, una racionalidad amoral (no inmoral) que lleva a la elite a una zona oscura de la que ya no hay vuelta atrás. Fuga hacia adelante y salto al vacío de un capitalismo en nueva fase iniciada en los 70, esta ruptura de todo código –ruptura hasta con los códigos de la mafia– es el aire que respiramos aún hoy.
Lomas de Zamora, 6 de abril de 2022.
Prof. y Dr. en Letras, y Mag. en Comunic. y Cult., es docente en profesorados del Conurbano, ensayista y crítico de cine. Publicó Hoteles. Estudio crítico (2007), Cambiemos o la banalidad del bien (2019), La invención de la literatura. Una historia del cine (2021). Estuvo a cargo de El Nuevo Cine murió (2021) y prologó Escritos corsarios de P. P. Pasolini (2022).
SINOPSIS
1980. Yvan De Wiel, un banquero privado de Ginebra del más alto nivel, viaja a Argentina en plena dictadura militar para reemplazar a su socio, objeto de los rumores más inquietantes, al desaparecer sin dejar rastro. Entre salones lujosos, piscinas y jardines bajo vigilancia, se instala un duelo a distancia entre los dos banqueros que, a pesar de sus métodos diferentes, son cómplices de una misma forma de colonización discreta y despiadada.
Trailer Azor