A partir de la nota escrita por Diego Tatián, La vida breve de los rebeldes, y publicada en esta revista, Horacio González reflexiona sobre el lado épico del film y la fragilidad vital de la humanidad como precondición de un nuevo intento de lo insumiso.
Por Horacio González*
(para La Tecl@ Eñe)
I
Los idiomas, cuando casualmente se sitúan uno frente a otro, contienen equívocos fundamentales. La frase en portugués “no intenso agora” puede resonar en castellano como un enunciado anfractuoso. Ese “no” es una postulación de tiempo y lugar en portugués, y una negación en castellano. También una negación intensa del agora. Pues si acentuamos la “a” de esta misma palabra, resulta negación de la intensidad del ágora. ¿Rechazo profundo de la discusión en el fórum público? Pero si la hacemos parpadear hacia su traducción encontramos un raro significado: en el intenso ahora. Resulta entonces lo contrario. Desaparece ese “no” engañoso y la plaza se transforma en una ahora intenso. En el goce de esa plenitud del instante, que no sabe de sí que gracias a esa saciedad, estará condenado a apagarse. La imagen que puede haber quedado de ese momento único solo puede significar una cosa, el testimonio de una presencia ahora inhallable. Se la mirará así en otro ahora, cuya misión es producir un sentimiento de irreversible desamparo ante ese precedente temporal que nunca podrá desairar su inevitable caducidad.
Es así que podemos evaluar si es necesario que a una burbuja absoluta de tiempo le agreguemos la redundancia de la intensidad. Evidentemente se querría decir, con un tanto de ironía, que de ese pico de potencia extremada podrá permanecer muy poco. Que el usufructo del puro presente puede tocarnos como el breve roce de la pluma que toca un rostro que se exalta, pero vuelve rápido a la distracción habitual. Ese roce nos arroja a un grato sentimiento abrupto, pero enseguida desaparece. Ese presente penetrante posee una ilusión; es intenso solo para deshacerse enseguida, su duración es la del instante. Todo éxtasis eclipsará. El film No intenso agora de Joao Moreira Salles podría significar la amargura del hombre mesiánico que sintió la raspadura de una centella que parecía destinarse a él, aunque se desvanecería esquiva.
Y en verdad, nos quiere decir que es siempre así nuestra vida, que todo imprescindible momento perecerá. Sus rastros pueden identificarse, sin embargo, en las imágenes que en su momento los registraron, solo en ellas. Pero ocurre que esas imágenes son sobrevivientes. Tiene un qué de la vida humana. Se han separado de ella porque es así que nacen, separadas de lo que representan y a esa separación no la podemos llamarla representación. Es otra cosa. Parecen lo contrario, un aviso, una advertencia luctuosa, una anti representación.
Desde el punto de vista de la historia del cine, las experiencias documentalistas de Moreira Salles pertenecen al más fino sentimiento aristocrático en torno a lo que significan las imágenes. Equivalen a conversaciones perdidas, briznas fragmentarias, de las que recordamos apenas un momento vivaz que afecta nuestra emoción profunda o nuestro indeclarado orgullo. Si se las rescatase por el medio que fuere, aun suponiendo que no fueron grabadas, se levantarían acusatorias contra nosotros. ¿Por qué nos permitiste volver a hablar, por qué dejaste que surgieran nuevamente de tu boca? Tocarlas otra vez tiene algo de lo sagrado que se profana. Moreira Salles, en el texto que el mismo lee para acompañar sus imágenes redimidas (las que toma su madre en un viaje por la China de los guardias rojos, las de París 68, las del mismo año en Praga, y las contemporáneas correspondientes a Brasil) muestra ese “ahora” fugitivo, en el que perdidas las referencias históricas, éstas quedan estampadas como una sombra en las imágenes salvaguardadas o encontradas por casualidad. En ellas quedan escondidos los signos extintos de la historia, pero de otra manera.
Se trata de que las imágenes mismas hablan, en tanto lo que ellas mismas son en su ser inmanente. Hablan de cómo se las filmó, si con una cámara que estaba asentada públicamente entre las multitudes -como en París-, o si detrás de cortinados, burlando desde ángulos sigilosos la prohibición de las autoridades checas contra las cuales otras multitudes marchaban -como en Checoslovaquia-. Hablan de cómo cada imagen que parecía reproducir un acto habitual de toda movilización estudiantil, filmando por tanto a estudiantes que arrojan piedras a la policía, puede ser vista a la luz de un cuerpo que emplea sus facultades de plasticidad (estirando el brazo con el proyectil, avanzando con largos pasos, retrocediendo rápidamente), tal como los escultores de la antigua Grecia plasmaron similares escorzos para sus modelos corporales. Y aquí la fugacidad se torna eternidad; el juego de Moreira Salles es el de inscribir lo transitorio de un gesto, en lo que la historia de las imágenes ya tenía calculado de antemano. Desde los siglos más remotos.
Y por último, de qué manera cada escena de los viejos noticiosos deja un residuo inagotable de textos invisibles y no escritos. Entonces la voz de Moreira Salles, en un tono de extrañeza y desazón, quizás una monotonía metafísica, se dedica a analizar las jerarquías internas del cuadro, el arriba, el abajo, lo falso, lo dramatúrgico o lo desapercibido, siguiendo los movimientos de una lente con la otra lente de su dicción reflexiva, indicando cómo la imagen selecciona, descarta, impone. Ella tiene su propia noción de la lucha -de clases, de calles, de pasiones, de imágenes-, que arroja un resultado amargo, diferente a lo que esas mismas luchas expresaban de sí mismas. Finalmente, solo hay lucha en el interior de las imágenes, lucha de naturaleza perceptiva y óptica, no porque nos embarcamos en un idealismo cinematográfico sin historia real, sino porque ésta ha desaparecido ante las imágenes que había generado. Y ellas ya no solo dicen que el pasado puede recuperarse a través de ellas mismas, sino que el pasado que contienen no es el mismo que parecía haber sucedido. Esas imágenes arcaicas pueden revivir si puede extraerse de ellas una contraimagen, que son ellas mismas dialectizadas con una voz en off o con un montaje que contenían en forma latente, pero no estaba a la vista.
II
Ahora, ahora que había otro momento donde aquel originario ahora, sinónimo de intensidades había expirado, recién en este otro momento de melancolía irredenta, podría hablarse realmente de lo que pasó. Viendo ese residuo de figuras visuales que luchaban por lo que denominaríamos sumariamente una hegemonía, reflexionamos en medio de un cauto dolor sobre cómo esa tensión ha sentido su insólita caducidad. ¿Y ahora? Ese intenso ahora se ha desplazado, y hay otra hegemonía que retrata las luchas. Solo que ya en el interior del cuadro fílmico y a través de detalles que solo un ojo que escruta minucias inadvertidas, podría rescatar. Así como la madre del director del film observa diferencias entre las manos de los habitantes de China y los habitantes de Japón, este observa como la cámara -en la delicadeza de sus movimientos negligentes-, pasa del estudiante fogoso al dirigente sindical que recomienda con calma el regreso a las fábricas y oficinas. La imagen había detectado un paso fundamental de la historia. Del estudiante revolucionario, el imán que atraía las acciones había pasado al burócrata sindical. El camarógrafo no lo sabía, pero se había dejado llevar por una fuerza superior. Estaba de por medio lo que alguien, con agudeza, había llamado antes que todo esto ocurriera, el “inconsciente óptico”.
La intensidad derrocada podría entonces resguardase en un nuevo brío, pero ahora regido por el ensamble entre imágenes rescatadas de los archivos erráticos, y a partir de un relato que insiste en intranquilizarnos con descripciones que no se atienen a esos hechos que ya son fantasmales, sino a lo que segregaron ellos en tanto filmaciones que eternizan a los muertos, o a los que ahora podrían decir que esos que allí se ven no son ellos. O sí, son ellos, tienen el mismo nombre y algunas decenas de años menos, pero la distancia en el tiempo que sienten respecto a lo esas capturas de cámara -llamémoslas así-, no puede salvarse con ningún razonamiento, ninguna nostalgia, ninguna explicación complaciente. ¿Sólo les queda rendirse al concepto de que fue un “intenso ahora”? ¿Con lo que el pasado siempre estaría condenado a refutarse por la característica inherente de su brevedad?
Diego Tatián ha escrito en esta misma publicación una página esencial y de exquisita emotividad, que dice lo profundo sin necesidad de aguijonear conceptos. Ve En el intenso ahora no solo la vida breve de los rebeldes, no solo el intento de comprender una filmación hecha por la madre del director en China, sino la cuestión filosófica fundante de porqué puede perderse un momento de felicidad. Solo se comprendería el sacrificio mirando imágenes, o tratando de comprender lo que a su vez comprendió otro con su pequeña cámara en mano. Por eso, Moreira Salles toma en sus manos las imágenes de otros, camarógrafos anónimos, o de su propia madre filmando en feliz arremetida turística su viaje por la China de Mao, en plena revolución cultural. Comprender sobre otra comprensión no mejora la primera ni le agrega la porción de futuro que necesariamente toda imagen del presente no tiene. Al contrario, el presente lo tiene todo a condición que en sí mismo se desvanezca y que en su imagen perdure lo no interpretado. ¿Hay que interpretarlo? Moreira Salles -de ahí su aristocratismo icónico- no lo hace. Deja abandonado junto a las imágenes un texto que lee con una voz casi neutra, meditativa, que se transforma en un texto terrible.
Nos pone ante una reflexión que por medio de imágenes épicas -las muertes sacrificiales de los militantes-, podría privarnos enteramente de un componente épico. Si se nos despoja del cantar de gesta en una tarea de desmontaje de lo que en un primer momento fue presentado como torrente revolucionario, no hay necesidad de pensar que Moreira Salles -un hombre de cincuenta años, discípulo de Eduardo Coutinho-, se dedica a mostrarnos la necesaria liviandad contemporánea de lo que en otro tiempo fue heroico. No es así, no solo porque en la rebelión ya se ven los signos que la profanan (multitudes revolucionares y publicidad capitalista se nutren mutuamente) sino porque también presupone que lo que el documental cinematográfico recupera de esa épica, son las precondiciones ocultas pero vitales de una humanidad envuelta en su entera fragilidad. Pero lo frágil será lo que haga posible un nuevo intento de lo insumiso. Sería muy cómodo aceptar que se quiere abatir la noción de un mundo épico.
III
En el film Cabra marcado para morir, de Eduardo Coutinho, conocido en los años 80, este antecedente directo de lo que ahora hace Moreira Salles rondaba sobre una idea de un tiempo épico sin densidad interna, al que había que volver para desacoplarlo de su energía repleta de rigidez, y derramar el arquetipo corroído por el tiempo en una serie de vidas que se perdían en su escueta cotidianeidad. En el film de Coutinho, este cineasta vuelve dos décadas después a un área de nordeste brasileño donde se producían las luchas de las ligas campesinas. Como dirigente estudiantil, se hallaba filmando un documental épico protagonizado por los mismos campesinos que eran los que habían impulsado esas célebres contiendas con los fazendeiros. Viene el golpe del 64 y el cineasta abandona las latas ya filmadas. Los campesinos las habían guardado y Coutinho las recobra mucho después. Entonces, filma la propia filmación ante los campesinos; veinte años habían pasado. Esos pobladores rurales son ahora gentes ya arraigadas a pequeñas producciones rurales, una época había quedado atrás. Ríen de verse ellos mismos en poses heroicas, que el joven cineasta les había hechos asumir, imbuido de sus modelos de militancia estudiantil. Las imágenes congeladas eran un “intenso ahora” que, al ser visto desde un tiempo posterior descarnado, originaba un hórrido vacío que solo podía ser rellenado por una jocosidad incrédula.
“Nosotros somos producidos por esa misma distancia”. Ya no somos intensos y quizás tampoco podíamos hacer otra cosa que burlarnos de esa intensidad antepasada, que incluso se quiso recrear para que fuéramos cine, es decir, la forma apócrifa de nosotros mismos. Es así que el otro tiempo, el de la vuelta al lugar de las pasadas luchas, Coutinho busca redimir un cine militante y épico que él practicaba, haciendo chocar dos tiempos. Aquel de la lucha que los estudiantes acompañaban, y el de un ahora posterior totalmente “desintensificado”, donde los mismos protagonistas de esas confrontaciones sociales -en las que se habían filmado a sí mismos-, se habían transformado en pequeños agricultores que en su trivialidad inocente miraban complacidos e indulgentes lo que habían pretendido ser en aquel otro presente absoluto y revolucionario.
Luego, en Cabra marcado para morrer– Coutinho persigue los rastros del pasado que todo presente deshilacha. Va siguiéndole el rastro del líder campesino que había sido asesinado por los patrones agrarios. Quedaban dispersos en otras tierras sus hijos, uno era médico en Cuba, otro barrendero en san Pablo, otra prostituta en Belén de Pará. En fin, no recuerdo bien esos detalles, puedo haber alterado los nombres, pero en lo esencial, este film se construye así, con todos estos pasos. Primero, la lucha campesina apoyada por la UNE, unión estudiantil nacional. Luego uno de los dirigentes estudiantiles, el propio Coutinho, urde un guion de cine para filmar esa lucha con los mismos protagonistas. En el 64 debe interrumpir la filmación y las cintas quedan abandonadas en las casas de los campesinos, que se las resguardan. El nuevo film de 1982 filma la proyección de las viejas imágenes reencontradas. Los campesinos, que ya habían progresado en su vida, se ríen con tolerancia y ternura de lo que habían sido. Y luego el destino, como rosa de los vientos, que esparce los hijos del dirigente rural muerto en esos años sesenta en sus más diversas figuraciones. Todas las posibilidades de la existencia ruda y ramificada por esas guirnaldas inexplorables de la dispersión de las vidas.
IV
Lo que había sido no podía volver a ser. Pero si aun poseía un resguardo de su ser, era porque esas imágenes podían ser contrastadas con su propia inmortalidad no deseada. No representaban linealmente un momento de la sociedad, sino lo que no podía saberse del tiempo futuro que las iba a carcomer produciendo una laguna irreversible con los sucesivos presentes que se medirían con ella. Nunca se debe excluir el poderío de una burbuja de tiempo, ni hay porque declararla una felicidad transitoria. Pero cuando el tránsito acontece recién ahí se prueba una conciencia. Ella mira como extraño lo ocurrido y al mismo tiempo siente una puntada interior que es la de una ajenidad que al haber sido tan familiar en otro momento, hará que considere a las imágenes como la única forma sensible del mundo ante las cuales es digno llorar.
Ese llanto contenido revestido de una meditación trascendental le da un resplandor fugaz, que es lo vivo que permanece de lo muerto del pasado. Allí reside el gran arte de Moreira Salles, ofrenda cabal de lo hecho por su maestro Eduardo Coutinho. Quizás se trate de una teoría de las imágenes donde estas deben ser despojadas de su carácter fortuito por un ojo de otro espectador, que las recombina nuevamente y suspendiendo de ellas toda la historicidad evidente que contengan, las muestras con el zumo más escueto para que lo histórico reaparezca. Victoria de la imagen-tiempo. Solo que para ello se precisan las imágenes reelaboradas, redescubiertas gracias a detalles que ellas mismas contenían como fútiles, pero ahora pasados a primer plano de la reflexión. Entonces la historia puede permitirse resurgir a partir de lo que lo las imágenes deciden liberar de sus propios secretos.
Buenos Aires, 15 de diciembre de 2018
*Sociólogo, ensayista y escritor. Ex Director de la Biblioteca Nacional
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¡Texto exquisito de Horacio González!