En el poder judicial subyace un fondo de omnipotencia en el comportamiento que nada tiene que ver con la coyuntura, sino que muestra errores de conducta individuales que se concretan en una clara patología institucional.
Por E. Raúl Zaffaroni*
(para La Tecl@ Eñe)
Por cierto, pasan cosas en el mundo, algunas insólitas, como que un arzobispo quiere darle un golpe de estado al Papa. Busco en internet datos del tal Viganò, original cura que parece volver a los tiempos de los Medici, pero para mi sorpresa no es florentino, sino lombardo de Varese y de rica familia. Leo más y parece que, peleando por la herencia, denunció a su hermana por “circunvención de incapaces” (un delito muy italiano que es aprovecharse de un loco), en este caso su hermana sería el incapaz que tuvo que ir en silla de ruedas a decirle al juez de Milán que estaba mal de las piernas, pero no de la cabeza y que el curita hermano se quería quedar con su cuota hereditaria.
Busco más y encuentro que se trata de un sujeto dedicado a la diplomacia, fue embajador en los Estados Unidos, fino él, delicado tratando con los poderosos. Disgustados por sus intrigas en busca de poder en el Vaticano, ni Benedicto ni Francisco lo hicieron cardenal y, para colmo, el primero lo alejó del Vaticano mandándolo como embajador y el segundo lo removió de esta función.
Me lo imagino masticando rabia. Seguramente el púrpura le hubiese quedado bien, aunque quizá también le hubiese otorgado más semblante de vieja distinguida de barrio alto que de dignatario respetable. Pensará que esos egoístas le frustraron sus altos destinos como canciller, quizá como Papa. ¿Por qué no? Me lo imagino cargado de desprecio peninsular del norte contra los “terroni” del sur, afirmando que la culpa de todo la tuvo Garibaldi al unificar Italia. ¿Y qué decir lo que sentirá por este “sudaca” de mucho más al sur? Se hizo llamar Francisco y tuvo la osadía de emitir una encíclica en la que afirma que “este sistema no se sostiene” y va camino de hacer pelota el planeta. Se disculpará y avergonzará por estos exabruptos de cura sudamericano ante sus fieles amigos norteamericanos con los que tan a gusto se codeaba.
Y para colmo, lo acusa por no haber condenado sin más pruebas que sus alcahueterías y, en lugar, haber esperado a que se prueben los hechos para después condenar. ¿Quién se cree este “sudaca” que exige pruebas antes de penar? ¿No le bastaba con su palabra de cura fino del norte? No haber creído en su palabra y no haber condenado sin más prueba, es para el cura fino un encubrimiento.
Sin duda que el perfil de este curita tortuoso indica graves errores de conducta, su actuación de intrigante resentido es manifiesta, demasiado notoria, especialmente cuando la completa con su histérica teatralización histriónica de víctima, cuya vida supuestamente corre peligro.
Cierro internet y pienso si habrá organizaciones con tendencia corporativa que generan errores de conducta de esta naturaleza. Sin duda que ciertos medios corporativos y burocráticos muy fuertes condicionan conductas, porque nadie se forma en una incubadora. No sé lo que pasa en la Iglesia, no conozco sus vericuetos internos, pero tengo experiencia de otra organización fuerte aunque mucho menos importante, que es el llamado “poder” judicial.
Por algún tiempo me dediqué a investigar qué pasaba con los juristas alemanes en tiempos del nazismo. Me interesaron sus peligrosas elucubraciones perversas y la posibilidad de supervivencia o renacimiento de sus tortuosas racionalizaciones de lo incalificable. Me perdí en algunas bibliotecas leyendo libros y artículos en gótico, hasta que finalmente publiqué un ensayo el año pasado.
Ahora observo con seria preocupación lo que sucede en la justicia federal argentina y en alguna provincial y, por cierto, no es lo mismo. Los nazis eran aberrantes, con finos bisturíes trataban de descuartizar las garantías penales y procesales más tradicionales, apelaban a metodologías diferentes y en cada una exploraban lo que les era útil para su perversa argumentación. Pero lo que observo en la justicia federal argentina es algo muy diferente: no se argumenta, simplemente se dice cualquier cosa, que poco o nada tiene que ver con el derecho.
No voy a pasar revista a las decisiones desopilantes: se pretende procesar por “traición a la Nación” (cuando nunca hubo guerra), se declaran imprescriptibles delitos de “corrupción” (serían más graves que los parricidios), se toman declaraciones a “arrepentidos” que si no se arrepienten quedan presos (a las brujas no se las torturaba para que confesasen, sino para que diesen algún nombre), se ordenan prisiones preventivas efectivas sin riesgo de fuga ni de interferencias (hay vínculos residuales), se hace lo mismo sin sentencia firme (total se sabe que se va a confirmar), se prohíbe a médicos atender pacientes cuando no tienen matrícula provincial (la nacional no sirve en Jujuy), y podría seguir largamente, pero no vale la pena.
Nada de esto se racionaliza finamente, como hacían los nazis, sino que se ordena y basta. La consigna parece ser “lo hago porque tengo el poder de hacerlo”. No me ocupo aquí de motivaciones políticas de nivel manifiesto, sino que me pregunto por el proceso psicológico que lleva a estas decisiones.
No admito que alguien lo quiera explicar por corrupción o por amenaza de “carpetazo”. Me consta en muchos casos que nada hay de corrupción y en otros no conozco, pero presumo que tampoco. No creo que haya “carpetazos” amenazantes en tal cantidad y tampoco que haya tantos vulnerables a ese infame procedimiento. Es muy simplista y falsa esta explicación.
Este “lo hago porque tengo poder” es una conducta errónea que, cuando se reitera en una institución, hace algo más que sospechar un condicionamiento o, por lo menos, en el efecto que la cultura institucional o burocrática tiene sobre algunas personalidades predispuestas.
Es innegable que esos comportamientos no presentan la característica de racionalización perversa de los nazis ni tampoco la neutralización de valores (descripta por Sykes y Matza) propia –entre otros- de los genocidas, sino que el error de conducta se manifiesta con signos bastante inequívocos: quien procede de esa forma se considera invulnerable, está seguro de que no le pasará nada, no se imagina correr ningún riesgo, no toma consciencia de la transitoriedad y dinámica temporal, de la accidentalidad de la existencia, no está exento de una dosis de narcisismo, piensa en blanco y negro, a los “malos” nada, no se imagina el dolor del otro, no admite grises ni matices, en buena medida opera con pensamiento mágico. En síntesis, todo eso permite señalar que el carácter más saliente de esas conductas es la omnipotencia.
La omnipotencia es normal en la adolescencia, pero no en las personas adultas, donde no indica un buen nivel de salud mental o, al menos, señala un grado de inmadurez preocupante. Si esos comportamientos se reiteran en el “poder” judicial, cabe preguntarse si la institución no condiciona –al menos en algunas personalidades no muy maduras emocionalmente- una regresión a etapas superadas por la vida adulta (regresión adolescente) y, con pocas dudas, la respuesta parece que debe ser afirmativa, lo que no deja de ser preocupante.
Sabemos que la prisión –y en general todas las instituciones totales- provocan regresiones situacionales por efecto de condicionamientos externos (disciplina, horarios, vigilancia), pero en el caso judicial parece que la institución lo hace por condicionamientos internos, o sea, que neurotiza o, por lo menos, tiende a aumentar una previa base de inmadurez fijada en la adolescencia.
No es para nada insignificante desde el punto de vista político-institucional verificar que una institución como la “justicia” genera estos errores de conducta, sino que, por el contrario, resulta preocupante.
Más allá del lawfare, de la manipulación mediática y de todos los accidentes del poder de un gobierno que se debate en una más que previsible agonía por efecto de su manejo económico colonialista, subyace un fondo de omnipotencia en el comportamiento que nada tiene que ver con la coyuntura, sino que muestra errores de conducta individuales que se concretan en una clara patología institucional.
Será cuestión de reflexionar en miras al futuro, para estudiar las posibles formas de neutralización de esos condicionamientos. Será necesario plantear hipótesis a investigar. Quizá haya un estereotipo de “juez”, con demandas de rol que el sujeto internaliza y asume en forma omnipotente. Tal vez predomine el fomento de un desprecio por la política pasajera y una convicción de superioridad por la permanencia. Quizá algunos se miren al espejo a la mañana y no vean más a Juan, Pedro o Pablo, sino a Su Señoría. No cabe descartar que en la afirmación de “soy juez” se esconda un “ser” que ya no es más el estudiante, el novio o la novia, el abogado, sino alguien que “es” su trabajo, su función, su “personaje”. ¿Será que la institución –al menos en algunos casos- se traga la personalidad y la deteriora?
Son hipótesis, meras preguntas, pero se las tendría que formular y responder quien responsablemente reflexione y proyecte en el futuro alguna reorganización racional de nuestro “poder” judicial, que tan triste papel está jugando en estos tiempos.
Septiembre 11 de 2018
*Profesor Emérito de la Universidad de Buenos Aires
2 Comments
Excelente definición de la patología que consiste en la identificación de la función del juez con el «ser»el Juez
Qué bien análisis!