En la era de las redes sociales, donde publicar nuestra vida parece ser la norma, nace un fenómeno alarmante: el sharenting. Inocente en algunos casos y con fines económicos en otros, esta práctica vulnera a cientos de niños alrededor del mundo.
Por Romina Cancinos*
(para La Tecl@ Eñe)
¿Escuchaste acerca del sharenting? Confieso que, aunque muy utilizado, lo desconocía hasta hace poco. Todo empezó con la lectura de “Los reyes de la casa”, novela de la escritora francesa Delphine de Vigan. La obra narra la historia de la familia Diore. La madre, Mélanie, es fanática de los reality shows y tiene una clara obsesión por ser vista y admirada. Tras años de fracasar en uno de estos programas, encuentra en sus hijos la vía para saciar su hambre de ser famosa, convirtiendo sus vidas en una especie de telerrealidad transmitida por redes sociales. Con el tiempo, los menores se vuelven estrellas: tienen millones de seguidores, contratos con marcas y fans que esperan durante horas por una selfie o un autógrafo. Sin embargo, el mundo soñado de esta mujer se quiebra cuando su hija menor, de apenas seis años, desaparece.
La autora combina ficción con datos reales para hablar de la sobreexposición de niños. Su premisa es atrapante y la lectura me llevó a profundizar en la problemática. De este modo descubrí la existencia del sharenting. El término inglés nace de la fusión de las palabras share (compartir) y parenting (parentalidad o crianza), y alude a la práctica de madres, padres o cuidadores que comparten excesivamente imágenes, videos e información de menores de edad en las redes sociales.
Este fenómeno es producto de una era en la que, como bien explica de Vigan, todo parece estar gobernado por el culto al ego. Por la necesidad de ser vistos, mostramos en tiempo real lo que hacemos, los lugares que visitamos, con quienes nos reunimos. Ella lo expone con claridad: “El Gran Hermano había sido acogido con los brazos abiertos y el corazón ávido de likes, y cada cual había aceptado ser su propio verdugo. Las fronteras de lo íntimo se habían desplazado”. Vivimos un tiempo donde, aparentemente, para existir debemos postear. Pero ¿qué pasa cuando, empujados por esta idea errónea, los adultos olvidan resguardar la intimidad de un menor?
En el universo virtual, lo que hacemos online compone nuestra huella digital. Esto no se restringe a la propia actividad o los datos que compartimos, sino que también abarca lo que terceros publican sobre nosotros. En el caso de los niños, esa huella suele empezar a ser construida desde la primera infancia y sin consentimiento. Como señala la autora, esto ocurre incluso antes del nacimiento: “¿Cuántas ecografías se publican cada semana en Instagram o en Facebook?”, reflexiona. Pero hay padres que van más allá; por lo general, se trata de mamás o papás famosos o influencers que vuelcan su fama en sus hijos sin preguntarse por su voluntad o por qué sucederá cuando crezcan. En Argentina tenemos algunos ejemplos claros para ilustrar esta cuestión; en otros países la situación es aún más grave.
En abril de este año, Netflix estrenó “Malas influencias: el lado oscuro de las redes en la infancia”. La miniserie documental se centra en la figura de Tiffany Smith, una mujer estadounidense que convirtió a su hija, Piper Rockelle, en una estrella de YouTube. A medida que pasaban los años, y la menor incrementaba su fama, Smith buscó métodos más ambiciosos para distinguirse en un mundo virtual competitivo. Así, empezó a “reclutar” a otros niños influencers (o kidfluencers) para que filmaran junto a Piper. Son ellos, ya crecidos, los protagonistas de esta producción que revela los abusos sufridos durante la infancia y preadolescencia.
Para avanzar en este último punto, primero es importante mencionar que YouTube cuenta con un sistema de monetización para los creadores de contenido, lo cual no significa que cualquiera que sube un video recibe una paga. Para ello hay que cumplir con una serie de condiciones como, por ejemplo, tener x número de suscriptores y alcanzar una determinada cantidad de horas de visualización. Una vez que se reúnen los requisitos, una de las formas más conocidas de ganar dinero es mediante la incorporación de anuncios a los videos, ya que la plataforma recompensa al creador con una parte de los ingresos publicitarios.
No pueden negarse los beneficios económicos que genera la creación de contenido. Ryan Kaji, un adolescente influencer y cara del canal “Ryan’s World”(El mundo de Ryan), es uno de los youtubers mejor pagados. En la actualidad cuenta con casi 40 millones de suscriptores y más de 60 mil millones de visualizaciones. De acuerdo a la revista norteamericana Forbes, en el año 2020, con solo 9 años de edad, llegó a ganar más de 29 millones de dólares. Aunque para el oído mundano suene exorbitante, estas cifras son comunes en YouTube.
El problema de este sistema se origina cuando, con el afán de conquistar suscriptores y viralizarse para obtener dinero, los creadores de contenido -o sus padres- traspasan ciertos límites. La gran parte de los kidfluencers comienzan su carrera con los llamados videos de unboxing, que consisten en abrir paquetes sorpresas, generalmente de juguetes, y grabar sus reacciones al ver el producto. Al crecer, suelen incursionar en las bromas, pero no de cualquier tipo. Éstas incluyen puestas en escena, guiones y hasta actores.
En la miniserie de Netflix puede verse un episodio donde supuestos policías detienen a uno de los menores, mientras los demás lloran y entran en pánico. No es un hecho aislado, sino que muchas de estas “bromas” se basan en la ridiculización y humillación del menor, ocasionándole estrés y sufrimiento.
Mike y Heather Martin, una pareja estadounidense con cinco hijos, publicaban este tipo de contenido en su canal de YouTube. Uno de sus videos más populares los mostraba manchando el piso de la habitación del hijo menor para luego culparlo, provocando que él entrara en llanto. En los comentarios hablaban de maltrato infantil. En 2017, el matrimonio perdió la custodia temporal de sus dos hijos menores por estas situaciones, y un año después fueron condenados a cinco años de libertad condicional por el trato que les daban en los videos. Además, la plataforma cerró sus cuentas y los expulsó del sitio.
Más allá de este caso, lo cierto es que esta estrategia de contenido sigue funcionando, ya sea por quienes disfrutan del material o por aquellos que se indignan y que con su enojo contribuyen, sin quererlo, a la repercusión. Al igual que en la novela “Los reyes de la casa”, los niños que manejan los mejores números son quienes firman los contratos más importantes. Así, muchos de ellos se transforman en la principal fuente de ingresos del hogar. En “Malas influencias” se desnuda la explotación que en ciertas ocasiones genera esta responsabilidad: filmación de hasta 15 videos por día, jornadas extensas de grabación, no más de tres horas de descanso, entre otras.
Los ahora adolescentes que narran sus vivencias en la miniserie explican cómo esto repercute en ellos. Ansiedad, depresión, baja autoestima, dificultad para distinguir lo real de lo que no lo es, desconfianza en los adultos, problemas identitarios, son algunas de las consecuencias con las que lidian hoy en día.
Frente a esta realidad, hay quienes comienzan a alzar la voz por los derechos de los kidfluencers. El objetivo es que se promulguen leyes similares a las que protegen a los niños artistas. Francia fue el país pionero en la materia cuando en octubre de 2020 aprobó por unanimidad el proyecto de ley “Explotación de la imagen de los niños en las plataformas en línea”. El mismo establece que los ingresos producidos por los menores de 16 años deben ser depositados en una cuenta bancaria, a la que podrán acceder una vez cumplida dicha edad. Además, dispone que las empresas que quieran contratarlos tendrán que contar con la aprobación de autoridades locales. Asimismo, decreta que las plataformas y redes sociales están obligadas a eliminar cualquier contenido que soliciten los menores.
En Estados Unidos, quizá el epicentro de esta industria, los estados de Virginia, Utah, Montana, Minnesota, Illinois y California promulgaron sus propias leyes entre 2023 y 2025. Todas contemplan la compensación económica por el trabajo que realizan las estrellas infantiles, pero algunas ignoran el derecho a la privacidad.
Pese a que estas iniciativas representan un primer paso dentro del gran vacío legal que prevalece, no son difíciles de eludir. En febrero de este año, la revista Rolling Stone publicó la nota “¿Por qué los vloggers familiares realmente están abandonando California para mudarse a Nashville?”, en la que se menciona que importantes madres influencers o familias vlogueras abandonaron California tras la sanción del proyecto que regula el trabajo de niños influencers. Aunque alegan que su decisión no se relaciona con la legislación, el hecho de que eligieran -al mismo tiempo- instalarse en Tennessee, donde no existe este tipo de normativas, despertó la atención de cientos de usuarios.
Sería ingenuo pensar que los efectos negativos de la exposición se limitan a la explotación laboral y a problemas en la salud mental o emocional. A éstos se adhieren los peligros externos, siendo la pedofilia el principal. En febrero de 2024, la investigación periodística “Un mercado de chicas influencers gestionado por madres y acosado por hombres”, publicada por The New York Times, alertaba sobre cuentas de nenas influencers con una audiencia compuesta especialmente por hombres adultos. La investigación incluyó entrevistas a madres y padres que reconocían haber mercantilizado la imagen de sus hijas y ser conscientes del público seguidor. “Algunos padres son los impulsores de la venta de fotos, sesiones de chat exclusivas e incluso leotardos y uniformes de animadora usados por las niñas a seguidores mayoritariamente desconocidos”, describen los autores.
Los periodistas a cargo de la investigación, Jennifer Valentino y Michael H. Keller, además entrevistaron a seguidores de estas cuentas, y descubrieron que algunos habían sido condenados por delitos sexuales. Otros participaban de forma activa en foros donde se compartían material de abuso sexual a menores Según el artículo, los hombres de estos grupos ven la llegada de Instagram como una época dorada para la explotación infantil.
The Wall Street Journal, periódico de Estados Unidos, también advirtió de esta situación en su artículo “La influencer es una joven adolescente. El 92% de su audiencia son hombres adultos”. La influencer es una bailarina preadolescente, cuya madre administra su perfil y lidia con los comentarios y fotos obscenas que le dejan a su hija. “En un momento dado, ofreció (la mamá) suscripciones de Instagram a los usuarios dispuestos a pagar una cuota mensual por fotos y vídeos adicionales. Muchos de ellos también eran hombres”, comenta Katherine Blunt, autora de la nota. Esta investigación señala algo clave para comprender este fenómeno: “Instagram facilita que desconocidos encuentren fotos de niños, y su algoritmo está diseñado para identificar los intereses de los usuarios y mostrarles contenido similar (…) al detectar que una cuenta podría tener interés sexual en niños, el algoritmo de Instagram recomienda cuentas infantiles para que el usuario las siga, así como contenido sexual relacionado tanto con niños como con adultos”.
El algoritmo funciona del mismo modo en plataformas como YouTube, donde se nos recomienda contenido afín a nuestros consumos. Para los pedófilos no es necesario acceder a material explícito: videos de niñas y niños con trajes de baño o realizando gimnasia son suficientes. En este tipo de contenido puede encontrarse comentarios de hombres buscando interacciones con los menores, compartiendo enlaces a sitios pornográficos o a foros similares.
Esto no sería posible si las plataformas se esforzaran realmente en mejorar y hacer cumplir sus políticas. YouTube, Instagram y otras redes sociales establecen una edad mínima de 13 años para crear una cuenta. No obstante, hay hasta perfiles de recién nacidos, debido a que tan solo basta con que los padres sean administradores. Algunas de las investigaciones mencionadas señalan que, al denunciar comentarios obscenos, Meta resolvía que no se habían infringido las normas o que debido a la alta demanda de denuncias no podían procesar un nuevo reporte.
Pocas cosas parecen haber cambiado desde estas publicaciones que tienen ya más de un año. Para este artículo visité perfiles de niños y adolescentes influencers, incluido el de Piper Rockelle, y los comentarios siguen una misma línea inquietante. Bajo nombres de usuarios anónimos se dejan emojis con connotaciones sexuales y opiniones explícitas sobre el cuerpo de los menores. Lo más alarmante es que muchas de estas cuentas promocionan links que enlazan en sus biografías y al dar clic en ellos, Instagram redirige a grupos de Telegram con fotos de perfil de niñas sin ninguna obstaculización.
Está claro que no solo las compañías deben actuar, sino que también es responsabilidad de los Estados velar por la seguridad de los menores. También es evidente que no todos los padres comparten contenido sobre sus hijos persiguiendo un rédito económico, ni que todos los niños se vuelven influencers. Pero los riesgos son reales para unos y otros. A pesar de que en nuestro país no hay legislación específica, existen casos donde tuvo que intervenir la Justicia. El más reciente se produjo a fines de julio de este año, cuando el Juzgado de Familia de Monteros, en la provincia de Tucumán, dio lugar a una medida cautelar presentada por el padre de un menor, ordenando a la madre que se abstenga de difundir fotos del hijo en común sin su consentimiento. El medio Palabras del Derecho detalló que en la causa participó la Defensoría de Niñez de Monteros, la cual advirtió los peligros: “Creación de una huella digital persistente, hasta la afectación de la posibilidad del niño de construir su identidad de manera libre y autónoma”.
Muchos padres argumentan que las plataformas digitales son un puente para que sus hijos cumplan sus sueños. En países como Estados Unidos, los padres manifiestan que el dinero que reciben puede ser útil para los futuros estudios del menor. También hay quienes comparten contenido por el mero hecho de compartir. No hay dudas de los beneficios que las redes pueden traer, como tampoco de la buena intención con la que se publica la mayoría de las veces. Sin embargo, ante este escenario que supone múltiples desafíos, es necesario que antes de dar clic en “publicar” nos hagamos algunas preguntas. Quién está del otro lado y qué pueden hacer con este contenido, son dos interrogantes que sirven de puntapié.
Miércoles 6 de agosto 2025.
*Periodista. Estudiante de la Licenciatura en Periodismo en UNDAV.
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