Inspirada en las cartas enviadas a Perón para el Segundo Plan Quinquenal, el autor escribe una carta dedicada a las generaciones que tendrán el valor de afrontar este Apocalipsis que les dejamos por herencia.
Por Hernán Sassi*
(para La Tecl@ Eñe)
El peronismo son cartas. […] Cartas clandestinas, cartas perdidas, cartas chamuscadas. Cartas de amor que buscan que la mediación de la escritura no las convierta en signos inevitables de impostura o artificio.
Perón, reflejos de una vida de Horacio González
I.
Perón estaba loco. Tan loco que confiaba en que “la organización vence al tiempo”. Milico de genio, como buen estratega, además, creía que, realizado, un plan de gobierno era “una obra de arte”,[1] no de un hombre, sino de muchos. Para confirmar su loca creencia inventó el Focus Group. Si Borges imaginó el hipertexto antes de Internet, ¿por qué no podía él adelantarse a la capilaridad de los sondeos de opinión?
El 3 de diciembre de 1951 la radio transmitió un discurso en el que solicitó que “cualquier ciudadano de bien” le confiara sugerencias para su segundo período de gobierno. Hecho a un lado su correveidile privilegiado, los sindicatos, quería leer de puño y letra hasta dónde llegaba la imaginación plebeya.
Se recibieron, en un acto inédito de soberanía popular, más de 80.000 cartas en el Ministerio de Asuntos Técnicos, organismo encargado de derivarlas a las secretarías y ministerios que, a su vez, hacían llegar las respuestas a cada rincón del país del que habían partido.
Las cartas no eran “signos inevitables de impostura o artificios”. Pero tampoco pedían “lo imposible” como los jóvenes del Mayo Francés. Salvo excepciones (varias proponían la expropiación de más de un latifundio, una, internacionalizar el justicialismo), se ajustaban al pragmatismo que caracterizó al peronismo; por eso incluían razones que hacían atendibles las propuestas y, algunas, hasta modos de sustentarlas.
Pavimentación de un camino para hacer viable la producción de una fábrica, aprovechamiento racional de los desperdicios de la ciudad, edificación de un policlínico y puesta en marcha una colonia de vacaciones, instalación de planta industrializadora de oleaginosa, creación de un comedor obrero, nacionalización de la energía, construcción de un subterráneo y hasta la posibilidad de jubilarse previo pago de los aportes pendientes. La lista parecía, además de infinita, irrealizable. Bien mirada, pedía un loco dispuesto a ir a contrapelo de la ambición de unos pocos. Porque, claro, un loco que cumple con la ambición de unos pocos no es un loco, sino su lacayo.
Clubes de barrio, institutos de fomento, asociaciones de socorro mutuo, juzgados de paz, sindicatos, comisiones de vecinos, unidades básicas; nadie quería quedarse afuera. Los sellos estampados en estas cartas hablan de una urdiembre afincada en lo colectivo y en algo más grande que la suma de sus partes, la Patria. Conmueve que algunas fueran dictadas por analfabetos y firmadas al pie con sus huellas dactilares. ¿Por qué ellos no podían ser parte de una locura, ahora común?
Como las miles recibidas en la Fundación Eva Perón, la mayoría de estas cartas fueron quemadas por demócratas aficionados a la piromanía, al encarcelamiento y hasta al bombardeo del pueblo. Algunas “chamuscadas” rescató Adriano Peirone para Organizar imaginar. Una sociología de las cartas a Perón (2023), libro inhallable en el Instituto Nacional Juan Domingo Perón, cerrado en la reedición de aquellos demócratas, pero también inaccesible para un peronismo que ya no lee, mucho menos, cartas.
II.
El pueblo aprendió que estaba solo […] y que de su propia entraña sacaría los medios, el silencio, la astucia y la fuerza.
“Un oscuro día de justicia”, Rodolfo Walsh
Las cartas iban dirigidas a quien había hecho una revolución social y cultural inédita. Le escribían para ampliar el horizonte de lo posible. Qué mejor que quien conoce el asunto para sugerir qué tener en cuenta para hacer el sueño realidad. Perón era loco, pero no estúpido. Por eso le pidió letra al pueblo.
Las cartas se escriben para alguien; sobre todo, las que viajan en una botella. En la novela de García Márquez, no hay quién le escriba al coronel. Hoy no hay coronel ni tampoco quién escriba cartas. Son días de sonido y de furia en los que nadie confía en nada, menos en que algo venza al tiempo, por caso, la escritura, y la educación también, que lo vence como nada en el mundo.
Si existe pueblo, como en el cuento de Walsh en el que un puñado de pibes se cansa del maltrato, ya no espera un salvador. Si es que aún existe dentro de unas décadas, las cartas que escriba saldrán de “las entrañas”, como esta botella al mar dirigida a las generaciones futuras. Está inspirada menos en las enviadas a Perón o en cartas apócrifas de grandes escritores,[2] que en el deseo de un encuentro entre generaciones hoy imposible. De no haberlo, no habrá cultura.
III.
De buenas a primeras, su país no existía.
El sol de Gustavo Ferreyra
El viejo molde se ha roto. Y tenemos ahora que descubrir qué modo de vida se acomoda mejor a este. […] No solo tenemos que comenzar a construir otra vez; tenemos que comenzar a pensar otra vez, lo cual es mucho más difícil y muchísimo más desagradable. […] Debemos tener el coraje moral de pensar y decidir por nuestra cuenta.
El día de los trífidos de John Wyndham
Nietos y bisnietos,
El fin del mundo (que conocimos) ya sucedió. Aturdido por el reverdecer de un fascismo que cala en amigos, colegas y familiares que recién ahora conozco, escribo entre fósiles de la era industrial, rodeado de ventrílocuos del liberalismo, del peronismo y la izquierda.
En días en que recurro a este género en desuso, casi no quedan escuelas ni hospitales de mármol. El durlock dura lo que un suspiro. De las escuelas hechas por mi generación solo quedan rejas, planillas y fantasmas que exigen llenarlas. Casi no hay servicios públicos –alguno que otro subsiste penosamente–, el Estado es un apéndice de las corporaciones y, los seres humanos, de las máquinas. Ya les habrán contado de esta película de zombies, pero, como responsable, quiero darles mi versión.
Mi generación no desafió a la siguiente. Se encariñó consigo y produjo el mayor suicidio colectivo conocido. Preferimos dejar por herencia un fardo hecho de miedo, rencor y frustración. Los compadezco. Es más fácil crecer sin un país detrás, como lo hicieron San Martín, Belgrano y Rosas; y más fácil aún, con un país en la cabeza, como tuvieron, entre otros, Sarmiento y la generación del `80, Yrigoyen y Perón, Néstor Kirchner y Cristina Fernández; que crecer en esta era sin ayer ni mañana perdida en el ahora.
En la precariedad en la que dejamos el mundo, estarán ustedes más cerca de la tribu, de lo esencial. Quizá sea más fácil recomenzar y volver a hogares en los que cada quien cumpla su rol sin queja.
Me dirijo a Uds., y no a un presidente, como quienes escribieron a Perón en el 50, con la certeza de que el cambio vendrá de abajo, de la pequeña comunidad: familia, club, centro cultural, escuela.
Sé que serán más fuertes que nosotros. Sabrán subordinarse en pos del conjunto y volverán a creer en algo y alguien serio hasta sentir el miedo de los pueblos originarios ante la furia de la naturaleza. El miedo es mejor compañero que el odio o la lástima; sobre todo, el miedo a perder el amor de dioses, o de su remedo, los padres. Una sana subordinación relaja, frena la paranoia al menos.
No tendrán nuestro desprecio por el pasado. Volverán a lo que nos diferencia de los que solo tienen instinto. Volverán al baile, al teatro, a la pintura, al abandonado cine, y a toda forma de relato alrededor del fuego donde aflora lo que duele, frustra o preocupa. Es más, inventarán una nueva pulpería, otros cafés, nuevas revisitas, remedos del ágora y del fogón.
El poeta avisa. Pocas veces el pueblo escucha. El Indio cantó y cantó “Estás cambiando más que yo”. No le dimos pelota. Ni a él ni a nadie. En esa abulia –ojalá hubiera sido suficiencia–, en esa “edad del pavo” en la que aún estamos los adultos, pibes y pibas se nos volvieron más y más extraños. Sin asumir ese cambio, el más doloroso, el que nos deja expuestos, seguimos adelante, y como era de esperar, nos volvimos monstruos. Para ellos, para nosotros mismos.
A ustedes no los preocupará la educación. Se ocuparán, no sin preguntarse, claro, para qué educar. No nos hicimos esa pregunta básica y nos costó carísimo.
Le volverán a dar a la educación el valor que tuvo desde que decidimos vivir en comunidad. Nosotros hemos convertido a las escuelas en guarderías que no guardan de nada ni sirven para templar el carácter, única misión de todo adulto para con el niño o joven a cargo. Pensábamos que en ellas resguardábamos a nuestros hijos/as de un afuera ominoso. Lo ominoso somos nosotros.
Pensábamos también que sumando una hora de clase e incluyendo pantallas en las aulas paliaríamos el declive. Para peor, creímos que más formación devolvería a los docentes la vocación que perdieron. La acumulación de conocimientos sin destino y la obediencia a especialistas en el árbol que tapa el bosque fueron algo más que una pérdida de tiempo: fue el modo no de hacer algo para que nada cambie, sino de hacer algo para que todo esté peor.
Tendrán el ánimo que hemos perdido, el mismo que les hará sortear nuestro destino de viejos meados. Eso somos. Para peor, sin ganas de dejar de serlo.
Olvidamos lo que abuelos y padres nos inculcaron. Tiramos la toalla el día que empezamos a temer a nuestros hijos. Este fue el único temor que nos quedó, el más malsano. Desde entonces, vivimos con un odio feroz a quien no mostrase miedo y se sintiera vivo.
Ustedes tendrán ganas de ir a la escuela para encontrarse con amigos con quienes forjarán valores, otros o los mismos que ya no forja la familia. No estarán solos. Al menos ahí habrá quien querrá educarlos. Volverán a escuchar el consejo e incluso el reto de un adulto.
Volverán a tener ganas. Porque alguien los desafiará. Rivalizarán. Se animarán a enfrentar y hasta a seducir a quien los desafió. Lo amarán y odiarán. Tendrán deseo.
Volverán a hablar y a escribir con temor a equivocarse, pero también con ganas locas de decir lo que nadie quiere escuchar. Se prepararán para decirlo y gritarán con el grito que llega más lejos, el de la palabra. Ustedes sí tendrán el futuro que robamos a hijos e hijas.
Alguien les pondrá diques y, como es natural, querrán romperlos. No estarán solos. Alguien los mirará y escuchará. Los hará esforzarse y estudiar. No los dejará saltear etapas sin haberse probado, sin haberse golpeado, sin haber aprendido. Lo respetarán por ese acto de amor. Sin rumbo, nosotros habíamos apelado a la subestimación, la lástima, el desprecio, y nuestros hijos y alumnos nos pagaron con la misma moneda. Merecíamos más saña; el infierno, incluso.
Ustedes volverán a ser niños y no malcriados sin ganas de crecer. Nos transformamos en eso y contagiamos la peste sin remordimiento.
No tengo casi con quién compartir esta congoja entre quienes rehúyen hacerse cargo y han perdido hasta la vergüenza, un sentimiento valioso, necesario.
Los elijo como interlocutores. Escribirles es otra forma de salir de este pantano del que a veces salgo cuando hablo con mis hijas, o en clases, en el diálogo sin red con pibes y pibas, únicos en que confío, más allá de algunos amigos y colegas que no repiten consignas como loros, aún dudan y luchan creando, que es el único modo provechoso de lucha en tiempos de oscuridad.
Escribirles es extenderle la mano a la distancia, es un modo de sentirlos aliados. Siento sus manos. Tienen el calor que perdimos y eso me da, no miento si digo envidia, pero, además, mucha esperanza.
Me da esperanza también saber que tendrán el “coraje moral” que no tuvimos. Estoy convencido. Se preguntarán por qué esta confianza. Porque ustedes no son responsables de este mundo que nosotros les entregamos peor del que nos habían entregado quienes nos criaron. Sin culpa alguna, pero con la responsabilidad que no tuvimos, volverán a soñar. Espero de corazón que así sea. Así será.
Los abraza, su abuelo o bisabuelo, y espero, compañero de aventuras,
Hernán[3]
Referencias:
[1] Discurso de apertura de sesiones de su segundo mandato.
[2] En Heroidas, Ovidio imagina, entre otras, la carta de Medea a Jasón, de Penélope a Ulises, de Helena a Paris y de Ariadna a Teseo. En Cartas extraordinarias, María Negroni fantasea, entre otras y a cada cual más hermosa, con la carta de Lewis Carroll a una de las niñas que inspiraron su famoso libro, la de Mary Shelley a su madre, la de Mellvielle a su editor, y hasta las de Pinocho y Heidi, personajes que escriben al autor que les dio vida. Incluyo en el catálogo al Juicio Universal de Papini en donde el ángel inculpa a Servet, Galileo, Epicuro, Safo, Cleopatra y Tamerlán, entre otros personajes célebres, y cada quien responde con un alegato que bien podría ser una carta a la posteridad. Esta monumental obra tiene una rima con la precitada de Ovidio. Papini imagina qué le respondería Clodia al pesado de Catulo y qué Lais, la mujer más bella de Grecia, a quienes le achacaron haberse prostituido “por algunos pedazos de oro”.
[3] El artículo, por ahora, es el epílogo del libro que vengo escribiendo: Mamá, Perón y Sarmiento: Educar en el Apocalipsis zombie. Agradezco a Yani, Mile y Ailén por lectura y comentarios, en especial, de la carta. Agradezco también a Pablo Román por la recomendación de El día de los trífidos de John Wyndham. Cada día que pasa, la ciencia ficción es el realismo de este distópico siglo XXI. Gracias por acercarme a un género que desdeñaba, pero hoy es clave para entender cómo llegamos acá.
Domingo 3 de agosto de 2025.
*Prof. y Dr. en Letras, y Mag. en Comunición y Cultura, es docente en profesorados del Conurbano, ensayista y crítico de cine. Publicó Hoteles. Estudio crítico (2007), Cambiemos o la banalidad del bien (2019), La invención de la literatura. Una historia del cine (2021). Estuvo a cargo de El Nuevo Cine murió (2021) y prologó Escritos corsarios de P. P. Pasolini (2022). Su último libro esditado es «P3RRON3. El Corsario».
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