En este artículo Alejandro Kaufman nos interpela como sociedad ante la aceptación de un estado sacrificial que propone tanto abatir al enemigo construido semióticamente, la guerra contra el pueblo, como lograr el quiebre de prevenciones morales que creíamos aseguradas en democracia; avances morales que se desvanecen ante la entrega total del país al monopolio del poder global autoritario, que a través del gobierno de Javier Milei lleva adelante una nueva devastación social y económica.
Por Alejandro Kaufman*
(para La Tecl@ Eñe)
La guerra comprende el estado de excepción en que se suspende el derecho a la vida de quienes se designan como antagonistas hostiles. No tenemos en mente esta idea cuando se nos menciona la guerra, sino la de matar y morir, en lugar del acontecimiento categorial decisivo que la determina, que tiene tanto un sentido jurídico como fáctico. Quiénes se designan como combatientes es ya un problema partícipe del conflicto mismo, cuya resolución más lúcida se resume en diferencias de grado entre quienes se encuentran en la línea del frente de lucha o eventuales equivalentes mediados por tecnologías o mediados de muchas otras formas, vinculadas con temporalidades o localizaciones espaciales.
La guerra se define entre partes en antagonismo letal. Cualquier vida o cosa mueble o inmueble perteneciente a la otra parte es susceptible de muerte y destrucción, en forma recíproca y simultánea. No importa quién “empezó”, porque una vez que se empezó, hasta que termina el conflicto bélico, las partes son antagonistas mutuos susceptibles de muerte y destrucción.
En los imaginarios colectivos prevalece una noción duelística sobre la guerra que no tiene mayor relación -o aun ninguna- con lo que realmente acontece. En Los duelistas, Joseph Conrad se burla desde las primeras líneas de esa noción irreal e imaginaria, y toda la novela es una ironía sobre el duelo como supuesta confrontación entre pares que se dirime por la victoria de uno sobre otro, y en la que se defiende el honor. Es una gran novela deconstructiva del patriarcado avant la lettre, en tanto el honor y sus derivaciones libidinales son los garantes de la supremacía. En otros tiempos la guerra era la escena decisiva para tales juegos en tanto organizadores sociales.
Perdemos la noción de que la idea misma de que dos partes luchen entre sí, y una gane y la otra pierda, confiriendo por ello razón a la primera, no es justa ni plausible forma de vida, no obstante que la historia y la política insistan en obturar cualquier otra forma de convivencia. Las justas deportivas sostienen los imaginarios duelísticos que nos hacen pensar la guerra como juego sujeto a reglas.
Lo modernidad lo sabe y por eso prohíbe el duelo e intenta configurar instancias supra soberanas mediadoras, conducentes a un ideal de paz perpetua de imposible realización efectiva. No obstante, se mantiene la insistencia, mientras otras actitudes, reaccionarias de derecha fascista, dan por finalizada una experiencia que no goza de tan mala salud como se supone, aun cuando la distancia con los ideales alegados resulte una y otra vez decepcionante.
La cuestión que aquí importa, no obstante, es otra. Para la experiencia, lo más relevante, inmediato y aun impensado de la guerra es la exención del derecho a la vida. Antes que matar o aun morir, lo que se pierde es la condición por la cual el lazo social es responsable de las condiciones que sostienen y hacen posible la vida. En tiempos modernos esto supone, parafraseando a Lenin: la electricidad. La electricidad ha matado a dios como ninguna otra condición en particular: no hay ya fortuna, ni suerte, ni desdicha, ni providencia, todo es administración de las cosas, previsión de incidentes y contingencias, provisión de los medios que vuelven sustentable la vida urbana. En el transcurso de más de un siglo desde que se instrumentó la electricidad pasamos de un beneficio todavía alternativo hasta la actual electrodependencia. La vida en común en la actualidad no se puede desenchufar sin ocasionar catástrofes, y ello ajusta el lazo social como nunca antes había acontecido en la vida sedentaria. Solo en la navegación marítima existió en la historia cultural tal entrelazamiento que la electricidad (por sintetizar bajo ese término el conjunto de fenómenos técnicos consabidos) confirió a la entera existencia, cada vez más y más hacia un futuro metabólicamente ineludible.
El derecho a la vida se funda en ese estado de cosas tecnológico, inherentemente violento contra la vida humana, sometido en forma constante y silenciosa a sus funciones que nos hacen olvidar el riesgo, imbricado con burocracias, tecnologías y desarrollos sociales, securitarios, actuariales, gestionarios, previsionales. Es todo ello lo que sucumbe a la guerra, porque la guerra moderna tiene como blanco, al decir de Ernst Jünger respecto de la movilización total, hasta al bebé en su cuna. La distinción jurídica entre combatientes y civiles a veces se respeta, por lo general es precaria, y con frecuencia se la ignora en la actualidad, tal como sucedió en varios momentos atroces del siglo XX. Carl Schmitt da por terminada la ilusión democratista liberal moderna porque, en la realidad efectiva, la guerra es destrucción masiva, estado de excepción ineluctable, pérdida de toda ilusión. Nos hemos adaptado a ese melancólico estado de cosas, y la institucionalidad socialdemócrata, tan weimariana ella, aun en crisis que parece terminal, todavía no ha dejado su lugar para otra cosa. Sin embargo, los días que corren son testigos de una gran tentativa de liquidar ese estado de cosas, por segunda vez después de un siglo.
Los actuales sucesos, antes que propiciar un debate estéril sobre cómo se llama lo que ocurre, dan lugar a que aprendamos de lo que efectivamente acontece, que demos cuenta de ello, que la historia nos despierte del sueño creacionista según el cual todo ocurre ex nihilo, sin perjuicio de que tampoco es repetición. Pero este tipo de conflictos no se resuelve en el gabinete taxonómico ni mediante definiciones de laboratorio, sino en el propio acontecer, sin perjuicio de la sede intelectual y académica, pero de modo cognitivamente fértil y no como guardianes de restos fósiles a los cuales amoldarnos.
Exención del derecho a la vida, entonces. Las tradiciones bélicas tuvieron formas pragmáticas de responder a tal exención con diversas compensaciones, premios, medallas, laureles y contenciones. La vida en paz, regulada por un orden trascendente, obtenía de esa fuente lo que se necesitaba en términos espirituales que hoy llamamos experienciales. La modernidad, con sus nuevas formas de violencia, o contiene la vida en común del modo “weberiano” o da lugar a un desamparo cósmico, a un sufrimiento no solo inconsolable sino inexpresable, malestar en la cultura. Es de lo que tratan el arte y la literatura modernistas. De Baudelaire a Flaubert, de Melville a Kafka, de Buster Keaton a Monty Python, de Géricault a Rothko, de Martínez Estrada a Libertella, dicha esta serie con no poca arbitrariedad, solo por no omitir algunas preferencias, con una perspectiva temporal ampliada y no más que ejemplificadora.
Tratamos de inteligir sucesos multitudinarios, acontecimientos sociopolíticos que no podemos entender de dónde salen con su contumacia para el Mal y la autodestrucción tanática. Tratamos de prevenirnos de esos sucesos, de anticiparnos a ellos para que Nunca más, mientras acumulamos avisos de incendio caducados que corren detrás de los hechos.
Importa aquí señalar modos concretos en que nuestras propias multitudes se han arrojado al vacío, así como dar vueltas alrededor de las palabras que forjamos para sobrellevar la desdicha. El embargo de masas, conversión zombi, subordinación voluntaria, crueldad militante supernumeraria, no responden a meras dimensiones cognitivas, noticias falsas, distorsiones, terraplanismos y aun negacionismos. Todo ello concurre pero no alcanza, lo cual se constata por la inanidad de todo debate, de toda desmentida, de toda discusión. Sucede algo mucho más grave y de difícil determinación. La urgencia que advertimos necesaria para esclarecer lo que sucede no se nos acompaña de respuestas satisfactorias por más sortilegios teóricos y retóricos con que las ornamentemos.
Lo antedicho sobre la guerra apunta a establecer como decisiva la amenaza experimentada frente a la agencia antagonista. Esa amenaza es contingente, se puede interrumpir en cualquier momento, sale como de la nada, es injusta e irracional, y sin embargo su materialidad es inapelable porque la reciprocidad la hace inmisericorde. La espiral ocasionada por el antagonismo letal sumerge a las partes en la destrucción mutua. Uno de los posibles desenlaces de tal conflicto, como sabemos, es el genocidio, si una de las partes queda sometida a un estado de inermidad, por derrota o por condiciones propicias determinadas por la otra parte, un estado de inermidad conducente al exterminio sistemático, metódico. Hay zonas grises entre estado de guerra y genocidio que vuelven más difícil la intelección.
Nos encontramos en un estado de desprevención ante la lógica de la guerra semiótica contra el pueblo porque en estado de paz organizamos dispositivos y discursos preventivos. Todos ellos, construidos e institucionalizados en los últimos cuarenta años, comenzaron a ser desmontados en forma casi inofensiva en comparación con lo que sucede en la actualidad desde 2015 en nuestro país. Desde 2024 se encuentra en ejecución un plan de genocidio social y terrorismo económico que, si bien levanta resistencias, obtuvo un impulso colosal por sus resultados electorales. Nuestra sociedad no se encuentra en condiciones políticas y morales de desconocer un resultado electoral y ello nos convierte en rehenes de un plan de destrucción masiva, de liquidación del país entero para obsequiárselo en su totalidad a los monopolios globales absolutistas totalitarios, convertidos ellos en dispositivos de poder concentrado, ya no en meras empresas analizables económicamente sino en configuraciones imperiales dotadas de poderes de magnitud inédita. En algunos de los intentos de conceptualización se los ha llamado tecnofeudales, término que da cuenta de la alianza entre tecnología y poder de sujeción masiva.
Nuestra pregunta nacional es sobre la subyugación masiva a un plan tanático de cancelación colectiva. Si la guerra requiere para ser inteligida del estado de excepción por el que se suspende el derecho a la vida, son sus mecanismos, aplicados a ciertas esferas u ocasiones de la política, los que nos pueden otorgar indicaciones sobre cómo se consigue que una entera parte de la población adhiera voluntariamente a la suspensión del derecho a la existencia. Quede claro que aquí se trata de esas derivaciones de las lógicas bélicas a la vida social y política.
En la guerra, la participación, aun en condiciones disciplinarias y forzadas, cuenta con el grado cero de la voluntad que es su clave: expuestos los combatientes a la amenaza contra su vida, se defienden. Ese es el mecanismo básico del soldado. No importa si quiere o no matar, defenderá su vida ante el ataque enemigo, aunque este ataque no tenga lugar, porque la definición de la guerra antecede a los hechos de violencia. Anteceden a los hechos de violencia tramas históricas, simbólicas, territoriales, finalmente semióticas, que delimitan a seres humanos en las partes que procederán a la hostilidad recíproca. Más allá de cuando existan motivaciones, ideologismos, causas y nacionalismos, lo que hace de hecho posible la guerra es la condición por la cual se defiende la vida ante una amenaza representada por un régimen de signos. Cuando aparece en la escena tal bandera, tal escudo, tal signo o acción señalada, la amenaza está consumada y es necesario el ataque en tanto defensa.
Desconocemos, olvidamos o ignoramos cuánto tiene la idea capitalista de incentivo esa misma condición de auto defensa frente a una amenaza, sea la indigencia, la bancarrota o la pérdida de reputación con todas sus consecuencias. No es casual que, en toda la última campaña electoral, detrás de una palabra tan letal, intimidatoria y cruel como motosierra, se escuchara quiebra, quebrar. La forma de regular el lazo social en el mercado desatado sin intervenciones de responsabilidad y solidaridad es la derrota brutal y el destino de ruina, rotura, pérdida, planteados como virtudes para quienes ganen en ese duelo y como destinos funestos pero justos y deseables para quienes pierdan. Es una lógica de guerra, además así frecuentemente planteada en sus escritos y decires por sus partidarios: márketing de guerra, periodismo de guerra no son secretos.
O sea que el régimen mismo de vida que se impuso es uno de amenazas a la propia existencia, amenazas que requieren ser respondidas de modo simétrico en cuanto hostilidad categorial. En ese orden regulador de la “libertad” ¿quiénes son los peores enemigos que deben ser aniquilados? Quienes han causado la pobreza, la decadencia, la solidaridad (que impide defenderse). Para esta lógica, la solidaridad, es decir, la justicia social, es como la proclama pacifista a viva voz en medio del combate: si es escuchada por la propia tropa, la dejará indefensa frente al enemigo, que no la escuchará, de modo que tendrá que ser tomada como enemiga y neutralizada. A esta proclama pacifista se la llama “wokismo” entre otras denominaciones y matices.
En ese drama de reciprocidad rival, competitiva, violenta, de bregar solo por la propia supervivencia, reside lo que colectivamente estamos experimentando en estos días. En condiciones de guerra, en primer lugar hay que defender la propia vida. Si alguien hace algo por la vida de otra persona ¿por qué eso es señaladamente heroico? Porque es improbable. Si todos los combatientes fueran héroes que descuidaran su propia vida, tal ejército podría ser derrotado. La prioridad es la defensa de la propia vida contra el enemigo. En la instrucción para el combate no se imparte solidaridad ni heroísmo sino defensa de la propia vida, porque ese es el hecho que servirá para el conjunto combatiente. El libre mercado asume una lógica análoga. Ambos tienen como premisa el sacrificio de una parte del conjunto en favor de la mayoría. Y tienen además en común que no hay otra regulación que la propia acción ofensiva, competitiva, de cada individuo. Los anarcocapitalistas defienden el monopolio por ello, porque opera como conducción del conjunto para una mayor eficiencia. No hay tal libre mercado. Libre se es de ataduras estatalistas y solidarias. Solidaridad significa atadura, no libertad. Confiere plausibilidad a tales temperamentos la naturaleza violenta y competitiva inherente al capitalismo frente a la cual una estatalidad reguladora y otras formas sociales de reducción del daño imponen límites a la acumulación, es decir, al rédito victorioso obtenido por quienes hayan acumulado mayor poder y riqueza. Insistamos: la homologación no es una ocurrencia en este texto sino premisas y muchas veces explicitaciones en el propio discurso del capitalismo libremercadista sin perjuicio de lo más decisiva que es la experiencia verificable.
La lógica de la guerra es una lógica de gobierno porque permite lograr algo prácticamente imposible, que desafía a la razón, y que por eso barremos bajo la alfombra del olvido y la inconsciencia. Cómo se consigue que dos grupos antagónicos de seres humanos se maten entre sí, cuando tal suceso, si se librara a la espontaneidad y la convivencia sería de imposible consumación. Cuando Úrsula Kroeber Le Guin imagina la violencia y el eventual odio en una sociedad sin guerras la narra como suceso contingente aislado, violento, pero no sistemático ni disciplinario, o sea, imposible de alcanzar una magnitud catastróficamente destructiva, más similar a peleas infantiles en recreos de escuela primaria que a fenómenos masivos. Aquí también pensamos, como ha sido prevaleciente en tradiciones de larguísima trayectoria y vigencia, que la guerra de todos contra todos no es inherente al supuesto metafísico de una naturaleza humana.
¿Por qué abordar de esta manera la actualidad que nos embarga? Portamos la inercia de tiempos precedentes en los que se podía barruntar el peligro y por lo tanto se trataba de prevenirlo con categorías, conceptos y políticas públicas sobre discursos de odio, discriminaciones racistas o de género y negacionismos. Todo ello ocurría en los márgenes, aunque de un modo creciente a lo largo de los últimos años hasta que llegó a gobernar un proyecto que nos pone a discutir acerca del fascismo. Más que el nombre mismo con que lo designemos, lo que importa es caracterizar que ya pasaron los tiempos de la prevención. Ahora nos encontramos en un período de hórrida consumación, en el que la motosierra, la quiebra, el odio, la palabra “exterminar” gobiernan efectivamente, y lo que suceda no ocurre de un día para el otro sino en forma no careciente de confrontaciones resistenciales, que abundan, pero no nos eximen del estado de estupefacción paralizante que hasta el presente ha prevalecido como tonalidad destacable. Contemplamos cómo se nos despelleja en carne viva en tanto sociedad sin atinar a una respuesta acorde. Tal estado espiritual fue descrito por Franz Kafka en muchas de sus obras, entre las que sobresale “El buitre”, acerca de la atonía en respuesta a un estado de cosas que en el pasado se auto denominó fascista y que ahora, como no se reconoce como tal, nos impone discutir sus decires y acciones una por una sin acertar a una configuración unificada aceptada por consenso (por peores que sean las razones esgrimidas para desdeñarla). La guerra semiótica contra el pueblo no es contestada del mismo modo, sino de modos vulnerables que para el antagonista habilitan cancelaciones radicalizadas. No hay vocación de contestar del mismo modo, del modo que es inherente a los talantes opresores. Por eso ellos tienen que inventar violencias, asociaciones ilícitas, conspiraciones inexistentes para justificar como paridad el antagonismo conceptual que se impone en forma supremacista. El trato hacia los pueblos originarios ofrece una de las matrices respectivas.
Lo que importa de lo aquí propuesto, finalmente, es atribuir a la multitud embargada por la violencia social instalada y voluntariamente sostenida por millones, según parece, no malicia alguna pero tampoco una representación política soberana, como no lo haríamos frente a un ejército combatiente ante una amenaza letal. No estaría exento tal análisis de afecciones vinculadas con el ánimo y su homologación con las condiciones de conflicto civil por ahora semiótico que atravesamos, pero de lo que se trata es de definir un colectivo social enfrentado a amenazas creíbles para él mismo, frente a las cuales la declinación -sacrificial- del derecho a la vida es una condición supuesta de la supervivencia.
Así es como nos han embargado a través de los pánicos financieros y securitarios durante los años de preparación para el actual estado de cosas. Bajo esas categorías se instalaron los pánicos morales que explican por qué es plausible sacrificarse en defensa propia, porque hay un enemigo que nos daña y causa nuestra desgracia, contra el cual es inevitable luchar a fin de suprimir el daño para alcanzar una felicidad futura.
Cómo salir de este laberinto es un problema más difícil que el que las formas convencionales de nuestra conversación pública tienen para encararlos. Buena parte de dicha conversación no hace más que constatar e incentivar la condición de la amenaza bajo la cual estaría la sociedad, se llame como se llame tal amenaza (zurdos, woke, kukas…), y contra la cual vale la pena cualquier sacrificio en el marco de la defensa propia.
Buenos Aires, 26 de marzo de 2025.
*Ensayista y profesor universitario.