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Sobre conversar y perseguir – Por Alejandro Kaufman

El ensayista Alejandro Kaufman sostiene que para las derechas el tercio tribunalicio de la división de poderes debe ampliar su influencia lo más posible y para tal propósito se postula siempre ampliar las atribuciones judiciales, ya sea criminalizando o judicializando diversos aspectos de la vida en común.

Por Alejandro Kaufman*

(para La Tecl@ Eñe)

La institución republicana, conformada por sus tres poderes, reconoce en uno de ellos, el que contiene las prácticas parlamentarias, el espacio del que cualquier persona podría formar parte y donde lo que se llama debate es naturalmente algo que así puede ser designado, no obstante las limitaciones normativas y reglamentarias que lo regulan. La asamblea congresal no es ámbito de libre pensamiento y expresión, pero los admite porque los necesita por su propia índole, y sobre todo en tanto expone públicamente una experiencia oratoria conversacional. Hablar en una reunión parlamentaria no se sujeta a la determinación de cierto resultado, razón por la que las minorías pueden y quieren expresarse con independencia (relativa) de su propia y efectiva gravitación. El poder judicial, en cambio, es donde lo que se designa como debate no tiene como propósito ni aun de manera limitada o con arreglo a fines argumentativos una manifestación libre de la expresión, sino una confrontación como resultas de la cual debe paradigmáticamente arrojarse una resolución en términos binarios e inequívocos, de culpabilidad o de inocencia, de punición o de absolución. Dicho todo esto en forma casi solo metafórica, del modo en que una sociedad heterogénea, diversa, constituida por múltiples capas de sentido y de competencias, puede asistir a la escena de los poderes constituidos.

Por fuera de los poderes institucionales republicanos se desenvuelve otro ámbito que se supone tan necesario y aun indispensable como aquella tríada, que es la llamada opinión pública, los medios, la prensa, las redes sociales, las reuniones sociales de distinta índole. Desde el punto de vista de los propósitos emancipatorios constituyentes de la institucionalidad republicana democrática, la esfera pública permite ampliar aquello que en los parlamentos está sujeto al orden de la representación, e interactuar de manera legítima con el poder asambleario. Integrantes del poder legislativo no tienen ninguna limitación para manifestarse públicamente. Son quienes representan de manera plena el carácter político de sus investiduras. No hay limitaciones sobre qué pueden decir, ni dónde, ni cuándo. Gozan de la libertad de expresión en la misma medida que todo el resto de la ciudadanía. No hay contradicción ni incompatibilidad entre integrar un cuerpo parlamentario y ejercer el periodismo o cualquier otra forma expresiva pública. Solo la politicidad establece determinaciones que dependen de su propia dinámica, y no de limitaciones reguladoras de la palabra, arrojada a su libre expresión. Sabemos bien, o deberíamos saberlo, o al menos saber cuán lejos de la realidad…, que la vitalidad de una institucionalidad democrática, aun si los demás poderes proceden como se supone que deben, depende de la circulación de la palabra en términos conversacionales, de debate y esclarecimiento, de concurrencia hacia las multitudes con lo que se tenga para decir. En ese sentido, una banca parlamentaria y una redacción de prensa o cualquier otro sitial expresivo comparten una afinidad intrínseca. La misma persona puede ejercer ambos desempeños sin entrar en contradicciones con sus derechos ni con sus obligaciones. En ambas esferas, lo que suceda dependerá de la trama política en que cada punto de enunciación encuentre su inserción. Se puede hablar o se puede callar, se puede opinar o se puede informar, se puede reflexionar o discutir lo que sea. Hay afinidades y diferencias, desde luego, pero hay más cercanía -o debería haberla- entre estas dos instancias de la palabra pública que entre ellas y los otros dos poderes. En los otros dos poderes no hay libre pensamiento sino responsabilidades: cierto que ambos pueden manifestarse como libre expresión individual ciudadana en la esfera pública, pero con las limitaciones y regulaciones que imponen sus responsabilidades. En el caso del poder judicial, la palabra que administra justicia está sometida a determinaciones muy precisas y rigurosas, por las que cualquier transgresión o negligencia puede inhabilitar toda una situación decisoria -es por lo que “hablan por los fallos”- y, sobre todo, el conjunto de la actividad judicial tiene como solo destino y temporalidad el arbitraje entre dos instancias y el juicio unívoco a favor de una de ellas. El carácter dramático de la escena es inconmensurable con la naturaleza eventualmente polémica tal como circula la palabra en la esfera pública o en el parlamento. El drama judicial que decide entre la libertad y la prisión, entre la culpabilidad y la no culpabilidad, solo se desenvuelve en una singular situación limitada en el tiempo, entre la acusación y el veredicto. El corolario binario de las prácticas tribunalicias es por donde cualquier persona, no importa su instrucción o disposición intelectual o cultural, puede asistir al resultado. Hay solo dos opciones, digamos aquí en términos de la narratividad constitutiva del litigio, y para cualquiera es perceptible y comprensible si se trata de a o b, blanco o negro. En términos narrativos el uso de la escena tribunalicia en las ficciones, o aun en la esfera de la opinión, sirve para legitimar y justificar una organización binaria de los asuntos. Cualquiera que sea la posibilidad que se tenga de conocer o profundizar en los términos del proceso, es factible asistir a las discordias constitutivas del juicio y aguardar el resultado como si de una disputa deportiva se tratara, en la que se atendiera a los resultados, más allá del juego. Es decir: lo específico de los discursos jurídicos es que son estratégicos, comienzan con debate y prueba, y terminan con el veredicto. Los discursos conversacionales se insertan siempre en los flujos de sentido, incluso más allá de la muerte acuden a la conversación infinita. A los efectos narrativos, el guión tribunalicio es de una inequívoca eficacia dramática y transmisiva, reforzada por la moralidad del resultado y con más razón por la pena, por el dolor infligido a quien sea y por lo que sea. La punición responde de manera esencial a una forma de encarar la vida social, opuesta a su contrincante ideológico discursivo, que es la conversación, la disposición a conversar como hilo conductor de la existencia. La conversación, desde una perspectiva emancipatoria, se postula como gravitación decisiva de la vida en común, y la administración de justicia, como estado de excepción. La administración de justicia se lleva a cabo sobre las excepciones cuando los conflictos no se han resuelto como diferencias conversacionales. Las diferencias conversacionales son el fundamento de lo que llamamos democracia, y la resolución de litigios atiende a las excepciones, cuando el libre juego del intercambio discursivo queda subyugado por la violencia. Tanto más “robusta” o “vibrante” (ambas palabras usadas en otras sociedades, en otros países, para otros contextos, aquí proferidas a veces de manera extemporánea) será una institucionalidad democrática, cuanto más conversaciones tengan lugar y menos juicios y pleitos sean necesarios.

Para no abundar en el presente texto que se desea breve: las derechas son aquellas formas del pensamiento y la acción que ponderan la inflicción de dolor como organizadora de la vida en común, como administración del miedo y de la apelación a la obediencia que permitan instalar, sostener o ampliar la desigualdad. Para las derechas el tercio tribunalicio de la división de poderes debe ampliar su influencia lo más posible. Para tal propósito se postula siempre ampliar, como es obvio, las atribuciones judiciales, ya sea criminalizando o judicializando diversos aspectos de la vida en común o ampliando la extensión de las penas. Pero también se llevan a cabo otras acciones menos obvias, como sustituir las prácticas conversacionales por difamaciones y descalificaciones, porque dichas prácticas no arrojan resultados binarios y por ello mismo requieren más tiempo y dedicación, un mayor compromiso de la expresión y de la recepción (entonces lo parlamentario es siempre irrelevancia, pérdida de tiempo, dilapidación de recursos y cháchara). En la esfera pública lo que promueven las derechas es convertir todo lo que pueda tener un carácter conversacional, de elaboración y temporalidades diferidas, en formas miméticas de las prácticas tribunalicias. Es por ello, y no por un accidente de incomprensible y misterioso origen, que la esfera pública es conducida a estructurar sus significaciones en forma mimética con el poder judicial, y entonces las intervenciones públicas se convierten masivamente en símiles tribunalicios, metáforas que escenifican el debate entre acusación y defensa con resultados binarios, en lugar de debates “de ideas” como tanto se repite de manera vacía y falaz. Esta concomitancia retórica y categorial es decisiva más allá de cuanto se verifique en formulaciones deliberadas y explícitas.

Para las derechas la diferencia entre una dictadura y una república democrática es solo metodológica, mientras en todo lo demás, es decir, en sus propósitos políticos, se trata de los mismos objetivos y prácticas simbólicas. Escindir a la sociedad entre puros y réprobos, pasar el tiempo en tramitar tales distinciones y naturalizarlas. Suscitar en la conciencia colectiva la audiencia que asiste a un juicio permanente en donde todos los asuntos se distinguen en las categorías binarias que la dictadura tenía como programa, la lucha contra la subversión y contra la corrupción. Subversión ha trocado en otras palabras de uso común eufemístico, corrupción se mantiene intacta. La inconmensurabilidad metodológica entre una y otra forma de existencia institucional, la primera criminal contra la humanidad y exterminadora, la segunda presuntamente sujeta a derecho, nos ha distraído durante décadas del pasaje gradual en la vida en común desde un supuesto de convivencia democrática hasta una coexistencia estructurada por las lógicas de la derecha. En otras palabras, es hacer que el estado de excepción (las narrativas jurídicas, las prácticas tribunalicias, la resolución binaria, forzosa y limitada de los conflictos) se convierta en regla. Que la esfera pública se convierta en un tribunal que dispensa condenas y dictamina absoluciones. Así, hasta que alguna vez se le ponga límite al abuso de minorías de poder sobre toda una sociedad. Abuso sistemático e impune al que denominan democracia y libertad de expresión. Ojalá.

Buenos Aires, 29 de agosto de 2022.

*Profesor universitario, crítico cultural y ensayista. Es profesor titular regular en la Universidad de Buenos Aires y en la Universidad Nacional de Quilmes e investigador del Instituto de Investigaciones Gino Germani, dependiente de la Facultad de Ciencias Sociales.

1 Comment

  1. Noé Jitrik dice:

    Esta contribución es lo que se llamaría «análisis de discurso»; marca las diferencias entre los correspondientes a los tres poderes. Pese a que para compren de su alcance es preciso comprender qué significa «discurso», creo que es importante exponerlo, conceptos de este tipo permite manejarse mejor en el juego discursivo que se lleva a cabo en momentos tan complicados como éste.