A veces se enmudece para siempre, otras se necesita tiempo para recuperar el habla. Hay violencias que enmudecen una época.
Por Marcelo Percia*
(para La Tecl@ Eñe)
Se conoce la consigna de los argonautas, tripulantes de la embarcación de las leyendas griegas, “navegar es preciso, vivir no es preciso”.
Escribe Bernardo Soares, uno de los heterónimos de Fernando Pessoa (1935) en el Libro del desasosiego: “Decían los argonautas que navegar es preciso, mas vivir no es preciso. Argonautas, nosotros, de la sensibilidad enfermiza, digamos que sentir es preciso, más que no es preciso vivir”.
Para Bernardo Soares hay algo más preciso que la vida: sentir la vida. Aunque esa travesía resulte tremenda.
Sensibilidades no blindadas enferman. Demasías enmudecen o deliran.
Primo Levi (1976), tras sobrevivir al campo de extermino, piensa que la condición de la supervivencia no reside en la fuerza o en la resistencia física. Cree que tuvo suerte. Y dice que sobrevivió para contar, no para vivir.
La buena suerte, a veces, nos toca como una inexplicable excepción del infierno en el infierno.
Levi no sobrevive a los demás, sobrevive por los demás.
Sobrevive para relatar lo acontecido.
No participa del sentimiento de satisfacción, poder, superioridad, por la proeza de seguir con vida. Se siente mal por pertenecer a una civilización capaz de tanta belleza y de tanta monstruosidad.
Una pregunta de Benjamin (1936) en tiempos de la primera gran guerra europea del siglo veinte: “¿No se notó que la gente volvía enmudecida del campo de batalla?”.
Una sobrevida azarosa, aturdida, disecada. Una sobrevida enmudecida.
Una mudez de cenizas. Polvos grises tras la combustión de una época.
¿No se notó que cargaban una sobrevida sin saber qué hacer con el dolor silente de lo vivido?
Sobrevidas reciben el don del tiempo como gracia y como condena.
Escribe Benjamin, en El narrador, que se necesitan las horas de muchas noches para que las aves del sueño incuben el inasible cuerpo de una experiencia. Y, a veces, ni eso alcanza.
Entonces se vive sobrellevando la vida, cargándola como un cuerpo enfermo, un cuerpo entristecido, un cuerpo sin alma.
Navegar es preciso, ¿vivir no? Sentir es preciso, ¿vivir no? Contar el horror es preciso, ¿vivir no? Enmudecer es preciso, ¿vivir no? Tener con quiénes la soledad es preciso, ¿vivir no? Tener reconocimiento es preciso, ¿vivir no?
La conclusión vivir no es preciso avisa que vivir no alcanza. Dice que se necesita un propósito. Supone que tener por qué vivir intensifica la vida, le da sentido.
Tal vez convenga afirmar la gratitud del solo vivir sin que se precise nada. El derecho y el descanso del solo estar.
Esa otra posibilidad, aunque lejana en tiempos de corridas y rendimientos, de injusticias y crueldades, alivia de solo escucharla.
Con estas palabras Italo Calvino (1973) comienza El castillo de los destinos cruzados: “En medio de un espeso bosque, un castillo ofrecía refugio a todos aquellos a los que la noche sorprendía en camino: damas y caballeros, séquitos reales y simples viandantes”.
De a poco el narrador advierte que ha enmudecido. La travesía por el bosque había costado a las almas viajeras la pérdida de la palabra. Sin embargo, a su turno cada cual comienza a contar su historia componiendo un relato con las cartas del tarot. Entrecruzando líneas y cursos de otros relatos que se van desplegando en una misma mesa.
Enmudecer no equivale a callar. Se calla pudiendo decir algo que se decide no decir. Se calla por amor, por discreción, por temor, por asentimiento. Se elige callar. Enmudecimientos no se deciden, suceden. Se enmudece por mucho dolor, por mucha soledad, por mucha información, por mucha emoción. No se trata del adjetivo de la cantidad, sino del adjetivo de la intensidad. Dolores excesivos inmovilizan y endurecen. Vidas advertidas y protegidas, callan. Vidas anonadadas enmudecen ante la impudicia de la muerte y el hambre.
“Estoy aturdido” escribe Rodolfo Walsh en 1976, en la Carta a Vicki, al enterarse por la radio de la muerte de su hija asesinada por la violencia estatal de la dictadura unos días antes que lo mataran a él. Se lee al final de esa despedida: “Hoy en el tren un hombre decía ‘Sufro mucho, quisiera acostarme a dormir y despertarme dentro de un año’. Hablaba por él pero también por mí”.
A veces, se enmudece para siempre, otras se necesita tiempo para recuperar el habla. Hay violencias que enmudecen infancias. Violencias que enmudecen una época.
Cuando el deseo enmudece sobreviene el tedio o, tal vez, el odio.
Se conoce un darse al silencio que no equivale a callar ni a enmudecer. Un darse al silencio que supone darse a pensamientos flotantes. Dejarse sentir por emociones que bullen en cercanías que arden. Escuchar voces de la luz, de los vientos, de las aguas, de las aves.
Piensan pueblos de los comienzos que en el silencio se guarecen las emociones de todos los tiempos.
Un querido verso de Naranjo en flor de los hermanos Expósito, se podría decir así: primero hay que saber enmudecer, después sentir, luego andar sin tener nada que decir y, al fin, intentar hablar, hablar y hablar sin tener palabras.
Buenos Aires, 7 de junio de 2024.
*El autor es psicoanalista, ensayista y Profesor de Psicología de la UBA. Autor de Deliberar las psicosis ( 2004); Alejandra Pizarnik, maestra de (2008): Inconformidad (2010). Su último trabajo publicado es «Sesiones en el naufragio, una clínica de las debilidades». Ediciones La Cebra.