Este texto escrito por el psicoanalista Marcelo Percia, vuelve a pensar deseos glosando, con intervenciones, interferencias, distracciones, la “Ética demostrada según el orden geométrico. Parte tercera. Del origen y naturaleza de los afectos” del filósofo Baruch Spinoza.
Por Marcelo Percia*
(para La Tecl@ Eñe)
Cuando las palabras llegaron a la vida hicieron nacer deseos que encendieron la llama de los afectos.
Este texto vuelve a pensar deseos glosando, con intervenciones, interferencias, distracciones, la “Ética demostrada según el orden geométrico. Parte tercera. Del origen y naturaleza de los afectos” de Spinoza (1677).
Se piensa la glosa como comentario errático, como intervalo invadido por ruidos de la vida que no tienen dónde anotarse. Glosas como sonidos armoniosos de un violín que a orillas del mar compone un amanecer que no lo necesita.
Lecturas ofrecen sostenes para no caer ante lo que no sabemos cómo pensar. Cuentan historias de antiguos senderos, orientan sentidos, dan referencias, como cuando Virgilio acompaña a Dante para entrar en el infierno.
Aves, extasiadas por el realismo de los reflejos, se estrellan contra ventanas de vidrio.
Lo mismo pasa con clínicas confiadas en las transparencias: también chocan contra cristales invisibles. Golpes inesperados que recuerdan que nos hemos habituado a creer en espejismos de libertad de vidas esclavas.
Obramos, no solo padecemos lo que acontece. Obrar tal vez quiera decir darse a la vida, celebrarla, impedirse dañarla.
Padecer no significa sufrir. Padecer equivale a sentir. A veces, sentimos la vida como dolor y desdicha, otras como expansión y plenitud, otras como fatiga y tedio.
Infancias llamadas autistas padecen la vida en común: la sienten en demasía. Y, cuando tratan de procurarse zonas protegidas, padecen pedagogías inclusivas. Esas fugas sensibles solicitan un común estar no integrado: tal vez dibujando de espaldas a la clase o proyectando laberintos con lanas de colores.
¿Podría imaginarse una vida en común que admita sensibilidades que obran así?
Todo lo vivo se estremece, perdura, muta, en una agitada suerte de afectaciones que, a veces, aumentan y disminuyen potencias.
La palabra potencia nombra lo vivo de la vida, lo que hace vivir y lo que hace morir.
Tanto Foucault como Deleuze tratan de distinguir poder de potencia.
Potencias acontecen, poderes producen. Potencias sobrevienen como intensidades que florecen y se marchitan. Poderes producen condiciones de existencia, instruyen qué temer y qué desear, normalizan y disciplinan, conquistan y dominan. Potencias estallan sin pretender hacer bien o hacer mal. Poderes dicen representar el bien y luchar contra el mal. Algunas potencias no se pueden contener en un solo cuerpo ni nombrar con una sola voz. Poderes ofrecen la protección de uniformidades fanáticas.
Deseos nacidos de fantasías inspiradas en las potencias, con el tiempo ¿aceptan sobornos materiales de los poderes?
No se sabe pensar. No se sabe cómo ante un terremoto, ante un hospital desbordado, ante los cuerpos del hambre, ante el sufrimiento arrasador de una vida que amamos.
Sentimos tanto que no alcanzan mil noches para pensar lo que nos pasa, para nombrar lo que se escabulle en los pliegues de un silencio, para dar tiempo al golpe que aturde.
Clínicas intentan lo que no se puede: traducir lo intraducible. Subtitular el habla extraña de los afectos.
Una memoria responsable por una acción que hizo daño, ¿cómo se llama ese sentimiento? Una amargura que colecciona frustraciones, envidias, decepciones, ¿cómo se nombra ese afecto? Una fijeza recurrente que invade noches y días, ¿cómo se designa esa idea? Una acusación por no haber obtenido éxito, algo de éxito, algún éxito, ¿qué forma asume esa demanda?
Reproches, resentimientos, obsesiones, incriminaciones, apenas palabras que se ofrecen como pequeñas boyas de referencia en una galaxia.
A veces sentimientos levantan muros, cierran accesos, delimitan zonas impenetrables. No admiten dudas ni preguntas, no consienten el ensayo fallido de los vocablos. Hay sentimientos que construyen fortalezas de dolor. Y algunas existencias se pasan la vida en esos encierros.
Clínicas, que actúan como martillos y ganzúas, invitan a volver a sentir lo que no se sabe cómo pensar.
En los rituales del duelo se suele decir, junto al dolor por una muerte, te acompaño en el sentimiento, pero ¿cómo se acompaña ese sentimiento? Condolencias, ¿se pueden doler de otro dolor?
Creemos actuar libremente solo porque ignoramos qué nos mueve a realizar lo que hacemos. En ocasiones, decidir significa optar por no saber.
La omisión deliberada no equivale a la negación. La omisión que sabe que omite, actúa como decisión. La negación, en cambio, acontece como cancelación de lo insoportable, como mutilación, como clausura, como desaparición automática. Como anulación no sabida.
Negacionismos se acercan más a la omisión deliberada que a la negación como defensa solitaria ante la devastación de lo irremediable.
Hay una frontera difusa entre la omisión y el olvido. El plagio supone una omisión consentida y planeada por la voracidad del nombre propio. Pero, ¿cómo se llama la acción de escribir, por primera vez, ideas que se leyeron y olvidaron? Toda escritura lleva escondidas las marcas de sus omisiones.
Negacionismos practican fingimientos y profanaciones de los plagios. Argumentan que no ocurrió lo que ocurrió, omiten la experiencia del dolor.
Una de las mayores crueldades de estos tiempos consiste en rehusar la confirmación de lo vivido: no estás viendo lo que ves, lo que ocurrió no pasó, no estás sintiendo lo que estás sintiendo, no es tan así.
¿Por qué vivir mal pudiendo vivir bien?
Algunas preguntas culpabilizan, hacen sentir en falta, entristecen.
Tal vez no se pueda algo que se cree que se puede, o acaso se necesite no poder, o la vida no se reduce a nuestros escasos poderes.
A veces, escribe Spinoza, «reconocemos lo mejor, pero hacemos lo peor». Esa constatación, algo más de doscientos años después, hace posible el psicoanálisis.
¿Hay manera de detener lo irrefrenable? Esa pregunta atraviesa todas las clínicas. En momentos en los que un impulso toma el mando, en la cresta de su desenfreno, solo un abrazo, el hartazgo o una violencia pueden parar lo irrefrenable y, a veces, ni eso.
Tal vez se puedan idear maniobras que anticipen lo incontenible, que inhiban condiciones que lo favorecen, que puedan ayudar cuando todavía hay tiempo. Maniobras compartidas que apelen a la memoria de los sosiegos que se sienten cuando se está a salvo de lo irrefrenable.
Entre tantas conjeturas, no hay que olvidar que lo irrefrenable también se presenta como íntimo deseo de vidas arrasadas que no tienen otra soberanía que la de hacerse daño.
Si pensamos las civilizaciones como suma de frenos, entonces desenfrenos pueden actuar como escapatorias desesperadas de existencias que se ahogan.
Clínicas de los desenfrenos, que no adhieren a sanciones disciplinarias y morales, se preguntan cómo reducir daños.
Convendría pensar también si entre los desenfrenos solitarios no habita inarticulada una común protesta contra formas sociales que aplanan emociones y distribuyen raciones insípidas de sentimientos.
Tal vez una día, desenfrenos encuentren moradas de cuidado que no detengan ni repriman, sino que ofrezcan sosiegos de una común rebeldía.
Desenfrenos no necesitan frenos, sino calmas: la música serena de una conversación confiada.
Desenfrenos que intentan conjurar angustias a través de acciones desesperadas necesitan la suavidad de las espumas.
Desenfrenos atestiguan demasías que exceden lo que puede sentir un cuerpo, lo que puede abrazar un amor, lo que puede alojar una palabra.
Algo semejante sucede cuando lluvias intensas superan las posibilidades de absorción de los suelos, no encuentran cursos de derivación, ni pueden esperar la lentitud de las evaporaciones.
Se advierten tres momentos de lo incontenible. Antes del desenfreno, un nerviosismo anunciador; durante lo irrefrenable, una voracidad sin límites; después de la precipitación, una culpa fatal y arrepentida.
Desenfrenos, a veces, sobrevienen como arritmias del deseo. O como arrebatos de violencias y crueldades en interminables noches y días embriaguez.
Quizás entre las emociones secretas que componen angustias de lo irrefrenable se encuentre el resentimiento.
Algunos resentimientos, contenidos y callados, se especializan en despreciar las que suponen conquistas ajenas. Esos pesares detonan ofuscados por falta de aplauso y adulación, por merecidas glorias que no se tienen o reconocimientos que se les niegan.
No alcanza con componer una canción que repita: “No me importa, no me importa, no me importa” para desembarazarse del resentimiento. Hacen falta sorbos de amor, comprensiones cómplices de la amistad, la visita de ideas bellas.
Sin embargo, a veces rencores se enquistan como espinas del deseo. Así se dice en el final del tango que compuso Amadori (1932) “…rencor, tengo miedo / de que seas amor”.
Rencores necesitan lo mismo que los desenfrenos: calma, la que solo da saber lo pasajero.
Las existencias vivas respiran. Ninguna podría, sola, por su cuenta. Sin océanos, ríos, selvas y bosques, el planeta moriría. Asfixias hacen saber la catástrofe de lo común.
Deseos se desentienden de todo menester, salvo de la necesidad de la continua respiración de lo vivo.
La proposición “nadie sabe lo que puede un cuerpo” impugna arrogancias que coleccionan verdades. Declara un desafío, una provocación, un comienzo.
El enunciado nadie sabe invita a pensar de nuevo lo ya pensado. No significa nadie sabe lo que yo sé, quiere decir nadie sabe lo que no nos está dado saber.
Nadie sabe no cancela la posibilidad de pensar, invita a desandar lo sabido, incita a un común no saber, empuja a retomar una interminable conversación sobre algo que procuramos sin que nadie lo alcance.
Se escucha decir “salvo honrosas excepciones, tenemos que admitir que no sabemos pensar”.
No resulta sencillo habitar la honra de la excepción: intentar pensar sin adherir a un canon, a una moda, a una palabra consagrada, al sentido común prestigiado de una época.
La estima de la excepción, muchas veces, supone vivir en el rechazo, olvido, soledad. La excepción se vuelve exclusión. Mientras la excepción aspira a la intimidad de la honra, la exclusión carga con desprecios, desdenes, violencias, humillaciones.
Identidades que se pretenden mayoritarias segregan excepciones que desafían o denuncian la placidez de las homogeneidades.
Se comienza a pensar cuando dejamos de dar vueltas alrededor de algo que no nos lleva a ninguna parte o nos lleva a los mismos lugares de siempre. Cuando decimos: No puedo entender. Cuando reconocemos que no sabemos cómo seguir y, sin embargo, seguimos.
Llamamos clínica al tiempo y la oportunidad de pensar en lo que nos está pasando. Siempre y cuando eso que nos pasa dé que pensar y no se consuma como espectáculo, escena de autocompasión, humillación de sí, exhibición de culpas, justificación o íntimo deleite en el desencanto.
Se conoce algo peor que no saber pensar: no tener ganas de pensar. El abatimiento de rumiar amarguras maceradas, el hastío de una musculatura inmovilizada, la desolación de un paisaje de emociones secas.
¿Por qué deseamos lo que nos hace daño? Esa pregunta justifica la clínica que hacemos. Se lee en la Ética: «No deseamos algo porque lo consideramos bueno, lo consideramos bueno porque lo deseamos».
En la plenitud de la realización, deseos no se detienen a calcular consecuencias. Actúan aturdidos en el solo instante del acto. Deseos no consideran el después. Incendian expedientes morales. Sellan de apuro lo que anhelan.
Preguntas que insisten: ¿Cómo sucede que deseos consideren bueno lo que daña? ¿Por qué deseos desean algo y no cualquier otra cosa? ¿Qué hace que un deseo quede cautivo de un asunto que lo desvela? ¿Cómo se compone esa férrea restricción que lo somete?
Quienes sufren coerciones morales festejan que deseos no se subordinen a esas rígidas convenciones, pero desbaratada la imposición moral, adviene la pregunta de si resulta posible una ética del deseo.
Deseos necesitan impedirse lastimar.
Pero, deseos de violar, abusar, esclavizar, humillar, matar, ¿de dónde salen? ¿Del fondo de una supuesta estructura psíquica? ¿Del aprendizaje de la crueldad en las infancias? ¿Del privilegio de pertenecer al bando de la fuerza? ¿De deseos que gozan poseyendo lo que se les resiste?
Deseos que quedan reducidos a tomar y explotar o comprar y corromper, ¿se siguen llamando deseos o merecen nombrarse como impulsos reclutados por las hablas del capital?
Advenimos como esponjas sensibles que aprenden a hablar para saber la vida. Aunque muchas veces solo se emplee la lengua para injuriar, rogar, repetir frases hechas, mientras la vida pasa sin que la sepamos.
Algunas plantas tienen existencias epífitas: se apoyan y sostienen para vivir sobre otras vidas. No las parasitan, no las estrangulan, no las ahogan. Las abrazan con suavidades y firmezas vegetales. Así ocurren orquídeas, bromelias y amores que cuidan del aire.
Se posan como mariposas o aguijonean como avispas asustadas. Se lee en la Ética que de alegrías, tristezas y deseos, derivan los afectos. Así, el amor sobreviene como una alegría, mientras el odio como una tristeza y los deseos como todos los deseos.
Se dice en la Ética que «la esperanza ofrece una alegría indecisa que surge de la imagen de una cosa futura de cuya realización dudamos». La esperanza provee una felicidad insegura, a la vez que aplaza una decepción temida.
Tal vez sensibilidades guaraníes se inclinen más por la espera que por la esperanza. Espera que no anticipa alegrías ni tristezas. Espera que celebra, sin más, el solo estar en la selva, la infinita vida.
Pero, ¿qué ha pasado con esas sensibilidades?, ¿qué les ha hecho la historia? Salen a la ruta a vender canastos, mieles, melones, sandías, animales de madera; mientras piden ropa y galletas para sus infancias.
En la mitología griega, los dioses castigan a Prometeo por haber robado el fuego para dárselo a las criaturas que saben que van a morir. Y, también, envían un malicioso obsequio destinado a todas las vidas que tienen el don de la palabra. Hacen llegar, para la boda de Pandora con el hermano de Prometeo, una vasija cerrada con la recomendación de no abrirla. Pero, cuando la curiosidad destapa el recipiente, se expanden sobre la tierra un sinfín de emociones, salvo una que queda dentro del ánfora. ¿Cómo se llama esa afectividad que tiene la mirada puesta en el porvenir: esperanza o espera?
Esa indecisión sobrevive en el pensamiento: ¿la esperanza como demanda o súplica de lo que se aguarda o la espera como incertidumbre confiada en lo que vendrá?
Deseos movidos por esperanzas tienen objetos, metas, fines, propósitos; deseos movidos por la espera tienen el solo estar o el solo ir sin dónde ni qué.
Miedos incuban tristezas. Anticipan algo que, pudiendo suceder, todavía no sucedió. Pero, ante la certeza de lo temido, se tornan desesperaciones que anclan en lo irremediable, que no vislumbran salidas.
Clínicas saben lo pasajero. Insisten en buscar salidas. Suponen que hay opciones que no se alcanzan a ver o que no se conocen.
Clínicas consisten en saber una posible salida aun cuando no la haya. Sin olvidar que, a veces, sin una fuga en común, difícil cualquier salida.
La búsqueda de escapatorias tiene que contemplar que, a veces, no se quiere salir o que el deseo de una salida se obstina en una única salida o nada.
Clínicas saben que eso que llamamos salida no consiste en un afuera sino en un transcurrir. La salida reside en el tiempo: en el paso de las horas y los días mientras hablamos o nos acompañamos estando en silencio.
Desilusiones, desengaños, ideales deslucidos, si reniegan de las inevitables tristezas, pueden volverse resentimiento, rencor, auto recriminación.
No se trata de soltar ilusiones, creencias, ideales, sino de desprenderse de los imperativos de cumplimiento. Liberar la vida de las congojas que arrastran lo perdido.
Clínicas que confían en lo pasajero, saben del obrar pacificador del tiempo, aunque no olvidan sus momentos de fría impasibilidad ante los infortunios.
En lugar de hablar de pasiones tristes, tal vez convenga pensar en pasiones que entristecen la vida en común, como el odio, el resentimiento, la indolencia.
Se sabe un lado secreto del dolor, igual que una zona no sabida del amor.
Hay cosas que se hicieron y cosas que no se pudieron. No se puede cambiar lo que ya pasó. Lo irremediable permanece para siempre en la memoria. Pero no tiene por qué dictar un destino o sellar un porvenir.
No sabemos el amor. Sobreviene (o no) sin que lo decidamos. Según Spinoza no incumbe a la voluntad. Menos a una ficticia libertad.
La vida acontece en demasía. Cada instante rebosa, excedido, sobrepasado de sí. Nada falta en lo que existe. Insuficiencias, insatisfacciones, escaseces, juzgan la vida. No la habitan, le demandan algo que la vida no tiene: perfección.
La ficción de la carencia hiere la existencia.
Uno de los tantos afectos que los dioses diseminaron sobre la superficie terrestre consiste en el agrandamiento de sí, la inflación del yo.
Soberbias expresan sobrestimas que disfrutan del gusto de mostrarse, mientras humildades expresan sobrestimas que gozan del pudor de ocultarse. Desprecios se presentan como sobrestimas que se complacen atacando o humillando.
Cada época compone un drama de sobrestimas. La justa estima: una quimera.
Esforzarse supone darse una potencia que no se tiene, un estímulo que sobrepase la decepción. A veces, el esfuerzo se sufre como alegría de la voluntad o entusiasmo que recompensa. Otras, como una común debilidad que no se rinde.
Si a los entusiasmos les crecieran orejas no las emplearían para escuchar desánimos, obstáculos, decepciones, frustraciones; la transformarían en pequeñas alas para volar sobre todas las negativas.
¡Ay, los entusiasmos!
En ocasiones, admitimos que causamos tristezas. Entonces, sentimos el arrepentimiento: no haber querido hacer lo que, sin embargo, se hizo. Incluso lo que no se sabía que se estaba haciendo. Acaso el tiempo borre las marcas del daño. Hasta que solo queden costras secas que no duelan.
Nada de lo que se ha dicho y se seguirá diciendo alcanzará para entender todo lo que se siente en el teatro, fábrica, empresa o red de la vida. Drama único e inexplicable de unos pocos minutos eternos.
Entre tanto alboroto, deseos recurren a cábalas, rezos, invocaciones: poéticas desesperadas para atraer y encantar favores de la suerte.
Deseos, por momentos, tratan de recuperar un lado mágico: el arte de hacer amistad con el porvenir.
Llamamos suerte al último sentido que emerge entre inconcebibles ritmos que se conjugan en un instante. Llamamos espera a ese instante, todavía, no sabido.
Deseos no escapan a la disputa de lo que Brecht (1956) llamó la “producción de la gloria”. Entre la gestación de un común de cercanías que se potencian y una solitaria gesta heroica, el capitalismo admite lo primero, pero obtiene más ganancias a través de la fascinación que ejerce lo segundo.
En la Ética se confronta la gloria con la vergüenza. Se piensa la gloria como alegría embriagada de alabanzas y la vergüenza como tristeza embargada de faltas, deshonras y vituperios.
¿Desafíos encienden deseos, placideces los apagan?
“Si imaginamos que alguien goza de alguna cosa que sólo uno puede poseer, nos esforzaremos por conseguir que no posea esa cosa”.
Spinoza recrea un verso del libro segundo de Los Amores de Ovidio (“Lo que se nos permite lo estimamos en poco; lo que se nos prohíbe enciende nuestro ardor”) que sugiere que la competencia excita al amor y que amamos todavía más aquello que nos puede ocasionar tormento.
¿Qué necesitan cercanías que amamos? ¿Qué alegrías las afecta? ¿Qué tristezas?
La vida transcurre apenas sabiendo estas preguntas.
Lo acontecido no se reduce a lo vivido. Lo vivido está en lo percibido, en lo sentido, en lo recordado, en lo que se puede contar; mientras lo acontecido sigue pasando en lo que pasó: inagotable y sin representación.
Vivir por el gusto de vivir con o estar en. Sin el ¡Yo hice! o el ¡Miren cómo soy! ¿Quién puede vivir así?
Deleuze (1996), en una de las entrevistas que le hace Claire Parnet, piensa que no se desea a alguien o algo: se desea un conjunto, una composición, un ensamble de extrañezas, una circunstancia. Repone, en la idea de deseo, avatares y tribulaciones del vivir.
Amores posesivos aman la propiedad más que al amor. Deseos, ¿desean desear o desean poseer?
Alegrías no se poseen, se habitan pasajeras. Si se las intenta atrapar, como pájaros en jaulas de oro, trinan tristezas y destilan añoranzas.
En la canción A Felicidade (de Tom Jobím y Vinicius de Moraes) se dice: “Tristeza no tiene fin, felicidad sí…».
Alegrías de vez en cuando suceden.
La montaña no compone alegrías ni tristezas, da la presencia que se refleja en el lago. Da la forma, la medida, la irrisión del tiempo. Da la arena, la ceniza, una fragilidad que no pertenece a la piedra. Una liviandad que flota. La gratitud del momento.
Un suspiro de angustia. Un desahogo que no alcanza. La opresión que no cede. Y, sin embargo, la vida persevera en cada respiro.
Muchas veces se confunde amor con deseo de gloria. El anhelo de gloria pide admiración, engrandecimiento, aplauso. Mientras eso que nos gustaría seguir llamando amor no pide nada. Ni siquiera reciprocidad.
Anhelos de felicidad no se reducen a exclusivas dichas personales. Se pueden desear alegrías enlazadas en un común obrar venidero. Composiciones posibles de cercanías que contenten la vida.
Amar alegra. Alegra mientras dura la ficción amorosa. Afectividades apelan a la fantasía para razonar o contener lo que nos pasa. Llamamos abrazo a una súbita delicadeza de la imaginación que entrelaza soledades tangibles que desbordan los cuerpos.
Precipitaciones afectivas que nos inundan solicitan tiempo. Tiempo para que ternuras que hablan revoquen nombres gastados e intenten decir una y otra vez lo que estamos sintiendo. Tiempo para que los pequeños suelos de nuestras vidas puedan absorber y escurrir tanto.
Vacuidad, futilidad, vacío, no componen fracasos de un supuesto día malogrado, sino circunstancias inadvertidas de un suspiro, un perfume, un ruido, un recuerdo. La sola vida como intrascendencia colmada.
La Ética concibe la esperanza como hija del miedo. Como manotazo que espanta temores en el aire, que ahuyenta pájaros de mal agüero, que elude los aguijones del viento, que intenta conjurar lo que teme podría ocurrir. Borges (1926) imagina la esperanza como ensayo de lo venidero.
Entre la esperanza y la espera, este libro se inclina por la espera concebida como incertidumbre deseada o como expectación curiosa. Aunque no se olvida de la esperanza como ilusión proyectada que intenta conjurar un temor.
La vida se compone, también, con cosas accidentales. Pero en épocas de grandes temores, el azar se percibe como asechanza, como malicia de la circunstancia, como meditado daño. No como oportunidad de una inesperada sorpresa.
No estamos destinados a un repertorio de afectos fijos.
Vamos y venimos del temor a la intrepidez, de la audacia a la timidez, del desparpajo a la pusilanimidad, del arrepentimiento al contento de sí.
Se requiere disponibilidad para habitar lo que oscila, se balancea, cambia.
Entre los derechos para un común vivir venidero, conviene proponer el derecho a la no destinación. A la no distribución desigual de alegrías y tristezas.
La vergüenza está entre los sentimientos más difíciles de habitar. Vergüenzas tienen relación con desconciertos de las infancias, timideces de los entusiasmos, protecciones de las desnudeces.
Pero hay otra vergüenza: la de pertenecer a esta civilización que produce crueldad mientras la niega o la desmiente denunciándola como excepcionalidad del mal.
Creemos que gozamos de la libertad de sentir lo que sentimos. El psicoanálisis trata de poner en cuestión esa inocencia.
No se tendría que pensar lo singular como excepcionalidad o superioridad virtuosa del acontecimiento, sino como alegría secreta de lo mínimo, de lo no visto antes, de lo que estando siempre ahí siente pudor de mostrarse.
Hay deseos ajenos a las nomenclaturas. Deseos a los que no les falta nada, ¿se llaman deseos? Deseos del solo estar, ¿se llaman deseos? Deseos que se mecen en la fugacidad de lo que no permanece, de lo que se insinúa, de lo que fantasmea como parpadeo de luz, ¿se llaman deseos?
Clínicas intentan eso que Spinoza hace: nombrar afectos.
Dar nombres a fatigas y confusiones que, muchas veces, no saben qué están sintiendo.
Incluso dar nombres sospechando de las designaciones: sus consentimientos, compromisos, alineamientos, memorias.
Nombrar no interesa tanto como acción de estampar palabras en la vida, sino como víspera, demora, suspiro, brisa: la inasible soledad que se siente antes de los nombres.
A propósito de lo que llama jugar a pensar, Clarice Lispector (1967) cuenta que hace una lista de sentimientos de los que no sabe el nombre: “Si recibo un regalo hecho con cariño por una persona que no quiero, ¿cómo se llama lo que siento? La falta que se siente de una persona que ya no queremos, ese dolor y ese rencor, ¿cómo se llaman?”.
Afectos no brillan solitarios. Advienen en hervideros y en encuentros burbujeantes con otros afectos. Así la admiración enlazada con el temor se llama consternación y enlazada con el amor se llama devoción.
En ocasiones, el desprecio se presenta como admiración contrariada, como envidia no declarada, como resentimiento contenido.
Una vez más la zorra se aparta con desdén de las uvas que no alcanza.
Spinoza piensa la admiración como fijeza contemplativa que imagina, en lo admirado, una dicha sin igual.
El movimiento disciplinado de la uniformidad, adormece deseos que después conduce con señales hipnóticas.
Mientras la admiración exagera lo que hay, el desprecio exalta lo que no hay.
Existencias que se alimentan con admiraciones y alabanzas, ¿no se sacian nunca?
-¿Podrían nutrirse con algo diferente a la vanidad?
-Quizás con un común vivir que solo se da, sin estruendos.
Sin embargo, a veces, de nada sirve saber lo sabido.
Poder hacer algo que no imaginábamos que podíamos, entusiasma. No poder hacer algo que no sabíamos si podíamos, nos pone ante el desafío de volver a intentarlo o ante la resignación o la renuncia. No poder hacer aquello que sí sabíamos que podíamos, nos enfrenta al paso del tiempo.
Impotencias acaecen como omnipotencias quebradas, soberbias degradadas, arrogancias resentidas. No poder nada expresa la otra cara de tener que poder todo.
La vida se balancea en un umbral. Oscila entre poder y no poder. La potencia reside en el vaivén.
Alardear, contar hazañas, querer confirmar el contento de sí, componen adicciones conocidas de la vida en común. Hoy atemperadas por las convenciones de las redes.
Moderaciones y excesos necesitan de la idea de una justa medida para acatarla o desafiarla. Esa referencia variable se compone con fantasías y emociones de una época.
Hablas patriarcales desestiman moderaciones. Alientan excesos y crueldades como pruebas confirmatorias de pertenencia. Narrativas épicas apelan al encanto de los excesos, mientras consideran tediosas a las moderaciones.
No se trata de encontrar en soledad la justa medida del buen vivir, sino en darnos la posibilidad de imaginar estancias en común más allá de narrativas épicas y heroicas.
¿Pueden considerarse épicas inofensivas? Pongamos por caso: beber agua, no tener celular, recordar todas las calles de ambos lados de la avenida Rivadavia. O tal vez, ¿se necesita pensar en un solo estar sin hazañas ni epopeyas?
Nuestra época se conforma como conjunto de terminales algorítmicas que identifican, clasifican, distribuyen, deseos.
Aquello que Spinoza concibe como esencialidad de un alma, no se piensa aquí como invariabilidad vital, sino como preferencias pulidas, como consumos y pertenencias, como dineros acumulados e insignias de gloria.
Spinoza llama fortaleza a los afectos que concurren en el deseo de obrar.
Distingue, en la fortaleza, la firmeza y la generosidad. Considera la firmeza como constancia del deseo que resiste tristezas y desánimos y entiende la generosidad no como dar a otro lo que no tiene o le falta, sino como deseo de darse a lo común: de darse en cercanía y en amistad.
Se podría pensar en una secreta fortaleza (que no se llama fortaleza sino insistencia) de las debilidades que practican firmezas modestas y generosidades.
Se lee en la Ética que “nos asemejamos a olas de mar agitadas por vientos contrarios y, así, nos balanceamos, sin conocer nuestra suerte ni nuestro destino”.
Fragilidades agitadas en medio de una inmensidad sin referencias: de esa manera nos sentimos cuando nos habitan afectos que no sabemos cómo nombrar.
En Los siete locos, Roberto Arlt (1929) ofrece una imagen para pensar demasías que sentimos: “Y el espacio entró en su vida como el océano en una esponja”.
Ninguna porosidad solitaria podría soportar tanto sin deshacerse y desaparecer en un solo instante.
Spinoza estudia los afectos para pensar conflictos del ánimo. Reúne en la idea de deseo apetitos, voluntades, impulsos. Tendencias que muchas veces nos arrastran en diferentes direcciones sin que sepamos adonde nos llevan.
Alegrías, tristezas, deseos, no se poseen, sobrevienen.
Navegamos en un mar de afectos, a veces, tormentosos; otras, calmos.
Tal vez solo se trata de saber transcurrir el viaje en común tratando de no encallar en lo que daña y duele.
Spinoza piensa que la abyección y la humildad tal vez solo representen máscaras de la ambición y la envidia.
Entiende la gloria como el contento que sentimos cuando imaginamos que recibimos elogios, enaltecimientos, aplausos, por algo que hicimos.
Sabemos de memoria los versos de la canción que compusieron Blas Parera y Vicente López y Planes (1813): “Sean eternos los laureles / que supimos conseguir / Coronados de gloria vivamos / O juremos con gloria morir”.
La exaltación de la gloria está presente en los que se llaman discursos motivacionales: “Hoy vas a entrar en la historia”. “Hoy te vas a convertir en héroe”.
Se conoce una expresión que sentencia existencias olvidables e insignificantes: “Murió sin pena ni gloria”. Acusación de mediocridad.
Fabricantes de cuadernos escolares bautizan pliegos de papel con nombres de fantasía: Gloria, Éxito, Triunfo.
Persuaden de que por medio del aprendizaje se puede alcanzar la celebridad y que gracias a la fama se obtiene felicidad. Difunden la notoriedad como condición de bienestar.
Sin embargo, mientras glorias persiguen la trascendencia y necesitan de la celebración de públicos y audiencias, felicidades prefieren la inmediatez.
Premios Nobel, nombres de calles y plazas, gestas deportivas, ¿confirman glorias?
Drogas y otros consumos, ¿promocionan felicidades?
La expresión me siento en la gloria reúne ambas figuras y se puede pronunciar después del acto amoroso, saboreando una costilla de cerdo o un helado vegano.
Para la educación sentimental que conocemos resulta difícil imaginar el solo contento de un común vivir sin pena ni gloria.
Lo mismo ocurre con la idea que tenemos sobre el deseo.
Cuesta desprender la idea de deseo de la de posesión o conquista.
No sabemos imaginar el deseo como celebración del solo estar.
En ese punto miramos hacia culturas no colonizadas para imaginar otros modos de un común vivir.
Spinoza describe la ambición como deseo inmoderado de gloria.
Insaciabilidades simpatizan con los excesos, consideran la moderación como lobotomía del deseo.
Se come por hambre y se come por amor. Y, también, se come y se bebe para saciar o saldar deudas con la gloria y la felicidad
Ni autoexigencia ni el doble posesivo mi propia exigencia. Exigencias no nos pertenecen, les pertenecemos.
Adiestran vidas, premian y castigan, proveen de sentidos y propósitos, infiltran amores y deseos. Nos persuaden de que sin sus despotismos no haríamos nada.
Para Spinoza gratitudes se presentan como correspondencias amorosas. Reconocen que les hizo bien algo que necesitaban sin poseer y, a veces, sin saber.
Ingratitudes desprecian el amor, el don, la generosidad. Envidian potencias que sienten que no tienen. Están enfermas de avideces y voracidades posesivas, pero antes que eso: padecen la insuficiencia como falla y la debilidad como desgracia.
En la benevolencia y en la compasión se advierte una posición de superioridad que se inclina concediendo algo a quien está en desgracia o inferioridad. En eso reside uno de los problemas de la fuerza: la fuerza se erige como posición superior sobre la debilidad como posición inferior.
El lugar de víctima prolonga el dolor e inmoviliza lo injusto. ¿Cómo no quedarse en ese lugar habiendo sufrido una injusticia? ¿Cómo resistirse a la pasión que se victimiza? La autocompasión y la lástima de sí se componen de orgullos y otras vanidades tristes del yo.
Deseos que desean dar lástima, ¿cómo se llaman?
Como dijo una vez Marcelo Cohen: al final, solo se lee para llegar a hacerse una pregunta y dejarla flotando.
Buenos Aires, 12 de abril de 2023.
*El autor es psicoanalista, ensayista y Profesor de Psicología de la UBA. Autor de Deliberar las psicosis ( 2004); Alejandra Pizarnik, maestra de (2008): Inconformidad (2010), entre otros.
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Exelente!!!!! Todo el contenido de la nota te atrapa, te hace reflexionar y encontrarse a uno mismo en tantas situaciones y ocasiones a las que nos lleva la vida, que pasa, mientras intentamos alcanzar aquello que queremos y que muchas veces no podemos. Gracias