En la final de la Copa del Mundo, apenas recuperado de uno más de los mil golpes que le asestó la vida, Ángel Di María, el que con cada gol dibuja su corazón, entró para siempre en la historia grande de un juego que, con él, siempre va a estar en deuda.
Por Carlos Zeta*
(para La Tecl@ Eñe)
Hace años que deseamos que los años se vayan. Que se vayan de una vez, para empezar (con la ilusión deshilachada) el cuaderno nuevo, aunque tengamos, para escribir en él, la tinta de siempre y la pluma arrugada con la que venimos garabateando sueños postergados. Pero este, este tenemos ganas de que dure un poco más, para seguir gritando la alegría —por fin unánime— que nos devolvió esa travesura que empieza en la cabeza y en el corazón y que se juega con los pies.
Ahora recuerdo que, el 21 de mayo, hace apenas siete meses, “Fideo” Di María jugaba su último partido con la camiseta del PSG. En aquel momento escribí que, “cuando metió el quinto gol para su equipo, estalló en un llanto incontenible, porque diecisiete años como profesional en un deporte arrasado por los intereses, no le quitó un gramo de barrio, una pizca de memoria, ni un ápice de frescura. Fideo dignifica aquella máxima en la que todavía creemos: se juega como se vive”.[1]
París, ciudad de luces cada vez más tenues enclavada en el centro de ese geriátrico de imperios melancólicos que es Europa, su sociedad xenófoba, racista y altanera, que piensa a sus jugadores como empleados y juzga sin pasiones y vive sin recuerdos, aplaudía a un carbonero del barrio “Churrasco”, a un sudaca apenas más grueso que un fideo. Al tipo que, con cada gol, dibuja un corazón, porque el suyo se le sale del pecho de tan grande, de tan hermoso, de tan noble. Desde aquel día de mayo deseaba, sobre todas las cosas, que Angelito Di María ganara la Copa del Mundo, para que su corazón quede dibujado para siempre en la historia grande de un juego que, con él, siempre va a estar en deuda.
Y entonces, Catar. En ese territorio ajeno (justamente) cuestionado, un equipo de fútbol que reúne a un puñado de tipos desparramados por el mundo que se reconocen parte de esa cosa que nadie puede definir: argentinos, en estadios construidos con una pila gigante de petrodólares (cuyo lujo apenas disimula la sangre derramada), inauguró un potrero. Y, lo sepamos o no, eso es lo que gritamos con la emoción empapada de mil frustraciones: que Argentina es un equipo de fútbol (en el más estricto sentido profesional del asunto) que juega a la pelota (en el sentido más popular y reo de esa aventura, cada vez más extraña). Que, por si hace falta que lo agregue: tiene a Messi: al mejor Messi de todos.
En ese país, en la cita más importante del fútbol mundial, en la final de la Copa del Mundo, apenas recuperado de uno más de los mil golpes que le asestó la vida, Angelito Di María volvió a dibujar el corazón, porque sin gol de Fideo no hay campeonato. Y mojó el césped del Lusail y nosotros patios y balcones; él con las lágrimas del pibe que fue, que sigue siendo; nosotros con las de los pibes que estos tipos nos trajeron de regreso para que recuperemos la esperanza.
Mientras escribo esto —que se parece tan poco a lo que de verdad me gustaría saber escribir— Di María comparte un asado con los amigos de siempre. Con los pibes con los que jugaba en el barrio “Churrasco”. En un patio humilde de Rosario, los que bancan en las buenas y en las malas, tienen a un campeón del mundo. Y él los tiene a ellos, porque no se perdieron nunca. Al pibe cuyo primer pase se hizo a cambio de 26 pelotas. A un Fideo que los lleva a pasear en el corazón que dibuja en todas las canchas, porque el potrero le viaja por la sangre.
El potrero que hizo que este equipo se parezca tanto a esa secreta intimidad llamada pueblo.
Y, entre otros (claro) de esos nombres inolvidables, hay uno, apenas más grueso que un Fideo, por el que quiero rempujar un poquito más este año que duele en tantos huesos, y decirle quedito, ahora que es noche y la luna serena me acompaña, que gracias. Gracias, Angelito, por llenarme la boca de gol, por ayudar a que sea cierto aquel augurio, por dejarme entrar en tu corazón dibujado, por devolverme —tal vez por última vez— la infancia limpia y cristalina, y así poder creerme —quizá también por última vez— que la vida puede empezar todos los días.
Referencia:
[1] “Fideo”, revista La tela de la araña, mayo 24/2022, https://latela.utn.edu.ar/fideo/
Buenos Aires, 29 de diciembre de 2022
*Carlos Zeta es docente y editor.
Nota: Este artículo es un anticipo del libro Lluvias. Aguadébiles de la vida cotidiana.
1 Comment
Un homenaje al Ángel, que se lo merece en todas sus palabras. Sabia que no era el único que para adentro hinchaba por el 11!!!.