La inaudita complejidad de la etapa política que vive la Argentina es preocupante e incitante a un tiempo. Preocupa que en el horizonte empiece a reverberar esa formación, por ahora fantasmática, que es la guerra civil. Es incitante porque, para evitar ese abismo, no queda más que exprimir el magín en busca de articulaciones que permitan encontrar un rumbo.
Por Juan Chaneton*
(para La Tecl@ Eñe)
Es claro que el incomparable canalla que inspira estas desinspiradas líneas no tiene por entorno un caudaloso Mississippi; sólo ha podido nacer cerca de un anchuroso Plata, que para el caso es lo mismo y tal vez incluso sea mejor. Aquel Lazarus Morell accedió por derecho propio a su bien ganado lugar en una historia universal de la infamia que un hombre fascinado por los tigres, aterrado por los espejos y torturado por el crónico y cansador insomnio, nos legó en una clave casi nietzscheana, por lo brutal del personaje y por el crudo instinto animal hecho conducta.
Este parroquiano local, en cambio, habría merecido mejor pluma que la que hoy traza su torvo perfil, pero tampoco sus miserables maquinaciones están a la altura del Morell de los algodonales estadounidenses, que perpetraba vilezas para las cuales resultaba imprescindible algo de lo que no parece sobrarle a este quídam argentino: aptitud reflexiva.
Hay adjetivos que son citas y, asimismo, hay citas que son adjetivaciones precisas y rotundas. Borges se refiere a su ficcional Lazarus Morell, criatura propia, llamándolo «incomparable canalla». Yo, al cabo, pretendo hablar -corto y envuelto en los vahos de una tristeza tenaz- de alguien que, lejos de ser ficción, es pura realidad y, a un tiempo, nada tiene mío más que la apariencia humana, sino que, tal vez, pudiera ser mi enemigo, mi mortal enemigo. No, por cierto, un enemigo del pueblo, como aquel doctor Stockmann, de Ibsen, ya que este médico era un altruista y no un perdulario enfermo de crueldad, un destino tal vez inmerecido el de este Jonathan.
El atroz redentor Jonathan Morel es un hijo de su tiempo, que es el tiempo del veneno inoculado en las conciencias a través de la «libertad de expresión». Y que refracta y se traduce, ese tósigo del áspid increíble, en la invención del carpintero, la guillotina de artesanal utilería, la invención de Morel, eso es, valga Bioy en vez de Borges, o los dos, Bustos Domecq, digamos.
La inaudita complejidad de la etapa política que vive la Argentina, no por ser un epifenómeno de lo que sucede en el escenario global, dejar se ser preocupante e incitante a un tiempo. Preocupa que en el horizonte empiece a reverberar esa formación, por ahora fantasmática, que es la guerra civil. Es incitante porque, para evitar ese abismo, no queda más que exprimir el magín en busca de articulaciones que permitan encontrar un rumbo.
La primera contradicción fuerte reside en profundizar la investigación del intento de asesinato de la vicepresidenta y, a un tiempo, sentarse a «dialogar» con la oposición, sobre todo con cierta oposición. Nada hay que objetar a Gerardo Morales, Mario Negri o Facundo Manes. Tampoco nada que esperar de ellos, lamentablemente.
Hay otra oposición. La que dice que todo fue ocurrencia de «loquitos» y que todo nace y muere en ellos. Ya está solucionado el problema. Hay cuatro presos y sólo falta el juicio y la condena. Es la posición de Mauricio Macri.
Hay otra oposición que se referencia en dichos como éste: «(Cristina) se debería preguntar qué hizo ella para provocar esto …» (sic). Es la posición de Graciela Camaño.
Hay otra oposición que dice: “Si la bala hubiera salido, ¿quién se beneficiaba con ese hecho? La oposición directamente no”. El que dice eso agrega que Firmenich y Vaca Narvaja pueden estar en contacto con sectores del gobierno, que ambos ex guerrilleros hablan desembozadamente de la guerra civil, que ellos son los que fogonean tomas de mapuches en el sur y que, por ende, la muerte de CFK sólo a ellos los favorecería ya que -se infiere- se eliminaría así el principal obstáculo para pasar a la etapa de guerra popular prolongada en la Argentina. Es la posición de Miguel Pichetto.
Ninguno de los tres habla a título personal. Antes bien, cuentan, cada uno de ellos, con señalado éxito de crítica y de público en determinados espacios de la sociedad de los argentinos. Sin hablar de Patricia Bullrich, que nunca condenó el atentado criminal y a ningún «repúblico» le pareció mal.
Lo otro ha sido la indiferencia y el silencio, que también han dicho presente. Los afiliados a esta defección ética lo hacen por lo que no quieren decir. Y lo que no quieren decir es que el intento criminal es el fruto amargo de una siembra infértil, aquella siembra cuyo comenzador en los medios tal vez haya sido el soldado del diario Clarín Julio Blanck y su “periodismo de guerra”; seguido del “periodista” Daniel Santoro y sus mentiras acerca de la “corrupción” de Máximo Kirchner con cuentas escondidas en el exterior, lo que resultó una patraña infame de la cual nadie se molestó en anoticiar a los ínclitos «dirigentes» de «revolución federal», que aborrecen, abominan y detestan por encargo.
Pero otra incomodidad manifiesta para la derecha argentina es la de contextuar el delito. Aparece allí el escenario global con las persecuciones a ex presidentes en Latinoamérica y con la turgencia del nazismo en, por caso, Suecia.
Los «Demócratas de Suecia» (así se llaman los miserables de allá) dicen -con simpleza nazi- que los refugiados extranjeros les quitan la sopa de todos los días a los jubilados locales; y con esa imbécil «veridicción» pasaron a ser segundos (y casi ganan) en las preferencias del electorado. Esto ocurre en la cuna de Olof Palme, el adalid humanista de la socialdemocracia del mundo. Aquí, la derecha dice que los «planeros» perjudican a los trabajadores activos y pasivos y que a los extranjeros hay que ponerlos en camiones y mandarlos hacia las fronteras. Pero nunca se asumirán como parte del mismo fenómeno los intolerantes y fascistoides del Río de la Plata. Prefieren ser lo que son sin que se note que lo son.
Raíces, claro, pues las hay. La democracia de los ’70 tenía como pretexto para afirmarse como democracia la insurgencia armada. Pero eso era ayer. Hoy, cuando la contestación al sistema político ya no proviene de actores antisistémicos sino de unos que aceptan las reglas del tal sistema como vía para arribar al gobierno, en ese punto preciso la derecha neoliberal se enfrenta a una especie de «obstáculo epistemológico» muchas veces sospechado en estado de latencia, frecuentemente anunciado y ahora súbitamente hecho realidad como fulgor que pugna por devenir epifanía trágica.
Pues esa democracia que enarbolaban en los ’70 del siglo pasado frente a quienes la despreciaban, es ahora bandera de unos enemigos que han devenido tales porque proponen lo inaceptable: que rija la democracia y una de sus formas, la alternancia en el gobierno. Esta inaceptabilidad deviene del hecho de que los programas de quienes quieren votar y no matar consisten en otro modelo de país, otro concepto de la soberanía nacional y otra definición de amigos y conocidos en el escenario global. Esa inaceptabilidad neoliberal tiene un punto de arribo que es también un nuevo comienzo: el fascismo. El neoliberalismo no tolera la democracia. Con la democracia, muere. En Latinoamérica y en Europa.
Que nada nos tape el bosque. Intentémoslo por lo menos. CFK se reunió con Stanley y con la jefa del Comando Sur. Cristina no es anticapitalista; quiere un «capitalismo en serio», como dijo en Cannes en 2011. CFK tal vez quiera sentarse a negociar porque lo otro es la violencia sin organización y sin programa, es decir, una violencia funcional a alguna forma fascistoide que podría instaurarse en la Argentina. En el marco de la globalización lo revolucionario no nace de la lucha de clases al interior del país sino de los alineamientos geoestratégicos que el país asuma, es decir, de la lucha de clases al nivel mundial. Una socialdemocracia avanzada (no como la de Pedro Sánchez en España pero sí más parecida a la de AMLO en México) es el camino.
La «amenaza» para la hegemonía mundial de EE.UU. es, en lo geoestratégico, Moscú-Pekín, así como en lo geopolítico regional lo son los procesos soberanistas de Latinoamérica. Hay que ganar elecciones en Argentina no proponiendo la vuelta a ningún tiempo ni la copia de Nicaragua o Venezuela (esos procesos soberanistas tienen su identidad intransferiblemente propia), sino diciendo que la justicia social y la soberanía nacional son nuestras banderas. Y sobre todo, la democracia. A cuyo ágape, al de la cornucopia de la abundancia democrática, están invitados todos, aun los que abominan de nosotros.
Habrá que negociar con el «poder real» de la Argentina para que la apropiación de los excedentes no sean transferidos a guaridas fiscales sino reinvertidos en la producción local y/o transferidos al Estado (a un Estado no corrupto) para ser aplicados a la erradicación de la pobreza y a la elevación del nivel de vida de las masas y a su acceso a la educación en forma generalizada. La derecha no puede aceptar este programa porque gestiona los intereses del capital concentrado. Y tampoco puede decir que no lo acepta. Una debilidad, ahí.
Cristina viene invitando al brindis entre argentinos por lo menos desde su «Sinceramente», y tal vez desde antes. Ese es el camino cuando ya no hay bipolaridad en el mundo y sólo hay la certeza de que si la humanidad no marcha hacia el multilateralismo desaparece en corto lapso.
La política interior de un Estado es, en este tiempo histórico, el reflejo de su política exterior. Se trata de la inversión del clásico proverbio que se enseña en las escuelas de política exterior de occidente. Y es una inversión no arbitraria, sino impuesta por la nueva realidad global: la internacionalización que implica la globalización encuentra resistencias a su realización en las erupciones «nazionalistas» que le salen al paso. Es la dialéctica del proceso histórico.
Es una inversión que evoca a aquella otra, que también está viva y operante: la política es la continuación de la guerra por otros medios. Es una sentencia a la que arribó Foucault leyendo a Nietzsche y con la cual refutó a Clausewitz.
Y nosotros, ¿qué? Nosotros debemos saber que esos jóvenes que atentaron contra Cristina son víctimas de un sistema que, sin embargo, cuenta con toda la legitimidad para castigarlos, pues el castigo es lo que reclama la ética, el derecho y el bien jurídico tutelado por el código penal. Y la política. La política en sentido griego. La política como paideia.
Seguir haciendo política. Seguir haciendo la guerra. Pues la política ha devenido, tal como lo dijo la filosofía, casus belli, sólo que en los hemiciclos, en los parlamentos… en la calle.
Buenos Aires, 22 de septiembre de 2022.
*Abogado, periodista y escritor.