E. Raúl Zaffaroni reflexiona en esta nota sobre la historia universal del magnicidio, desde Eróstrato en adelante; y advierte que la controversia política verbalmente llevada al extremo de la opción de “amigo-enemigo» impone un motor de odio que, si bien es oral, genera el magma que llama al “borderline” a dar el paso al acto.
Por E. Raúl Zaffaroni*
(para La Tecl@ Eñe)
La palabra “magnicidio” es usual entre historiadores y divulgada periodísticamente, porque la criminología no reparó mucho en este delito. En general suele entendérselo como el homicidio de una persona de alta significación política, aunque también de alguien famoso, si se quiere incluir el caso de John Lennon. El concepto se vuelve más difuso cuando se incluyen hechos de linchamiento (Eloy Alfaro en Ecuador en 1912; Villarroel en Bolivia en 1946) y aún más si se incluyen las ejecuciones de autoridades constitucionales derrocadas como el caso de Madero y Pino Suárez en México (1913).
Dentro de este concepto poco elaborado no se ensayó una tipología útil preventivamente. Lo cierto es que, en su variopinta aparición, algunos respondieron a fuertes conspiraciones, como la serie de zares rusos victimizados. Otros los motivaron venganzas por hechos ordenados por las víctimas, como el de Ramón Falcón en nuestro país, el del dictador García Moreno en Ecuador en 1875, el del presidente Guillaume de Haití en 1915 (mandó ejecutar a cientos de opositores, entre ellos a un expresidente) y los de los dictadores Anastasio Somoza (1956), Carlos Castillo Armas (1957) y Rafael Leónidas Trujillo (1961). Estos hechos pueden corresponder al famoso tiranicidio legitimado por el derecho natural del siglo de oro español.
En la misma línea vengativa puede contarse el caso de Indira Gandhi, ejecutada por dos religiosos de su propia guardia, por imputarle la muerte de correligionarios y la destrucción parcial de su templo. Tampoco faltó algún supuesto de imaginaria venganza de un psicótico, como el del abogado Charles J. Guiteau, que mató al presidente Garfield en 1881, porque no lo había nombrado cónsul. Hasta hubo un magnicidio en legítima defensa, como el del presidente Morales Hernández en Bolivia (1872), muerto por su sobrino cuando intentaba arrojar desde el balcón del palacio a su asistente.
También se registran hechos preparados por grupos numerosos, en especial cuando median cuestiones de nacionalidad, como el caso del famoso atentado con bombas de Felice Orsini contra Napoleón III, por considerarlo un obstáculo para la independencia italiana.
Algunos magnicidios tuvieron consecuencias gravísimas como el de los archiduques austríacos en Sarajevo, en 1914, que acabó consumándose por un error del chofer de las víctimas, aprovechado por Gavrilo Princip, un jovencito de 19 años que murió de tuberculosis cuatro años más tarde en la cárcel. Al parecer fue preparado por un grupo pequeño, aunque Austria quiso involucrar al gobierno serbio para justificar la declaración de la primera guerra mundial. En nuestra región el de consecuencias más graves fue el de Jorge Eliécer Gaitán en 1948, que desató la violencia colombiana y cuya trama no pudo saberse, dado que de inmediato dieron muerte al magnicida. No tuvo iguales consecuencias el homicidio del rey Alejandro de Yugoslavia y del ministro de relaciones francés Barthou en Marsella en 1934, cometido por el asesino serial búlgaro Vlado Chernozinski.
También hubo magnicidios cometidos por sujetos sin apoyo alguno o emergentes de grupos muy pequeños. El caso de Mark Chapman, el asesino de Lennon es paradigmático, pues después de cometerlo se sentó en la acera a esperar a la policía afirmando que se identificaba con el personaje del adolescente de la novela de Salinger “El guardián entre el centeno”. Aunque de diferente naturaleza, también aparece como un solitario “cristero” José de León Toral, que en 1928 dio muerte al Gral. Alvaro Obregón, presidente electo de México, afirmando que lo había hecho por mandato de Dios y lo único que lo preocupaba era no hacerlo morir en estado de pecado.
No conviene olvidar que Estados Unidos tuvo cuatro presidentes victimizados (Lincoln, Garfield, McKinley y Kennedy) y una lista de tentativas contra Theodor Roosevelt (1912), Franklin D. Roosevelt (1933), Harry Truman (1950) y Ronald Reagan (1981). Esta última le causó graves heridas y su agresor, John Hinckley Jr. era un joven hijo de un petrolero que, obsesionado por Jodie Foster, la actriz de “Taxi Driver”, decidió hacer algo importante para llamar su atención.
Hay también magnicidios que nunca se esclarecieron del todo o que los oscurecen las leyendas, siendo el más famoso el de Kennedy en 1963, motivo de múltiples versiones. De cualquier modo, parece poco discutible que el autor material –Lee Harvey Oswald- también haya sido un sujeto joven de tortuosa existencia.
Nuestra América se anota en esa lista con el homicidio de Luis Carlos Galán, el candidato del partido liberal colombiano en 1989, atribuido a los “extraditables” (en la investigación resultaron envueltos políticos y funcionarios del estado), como también con el del candidato presidencial del PRI mexicano, Luis Donaldo Colosio, cometido por Mario Aburto en Tijuana en 1994.
En nuestro país, en 1873 Sarmiento se salvó porque el revólver le estalló en la mano el italiano Guerri; Roca recibió una pedrada de Ignacio Monge y años después se salvó de la bala del adolescente Sambrice; en 1905 al catalán Salvador Planas y Virella le falló el arma con que quiso matar a Quintana; en 1908 Francisco Solano Rojas arrojó una bomba casera que no estalló a los pies de Figueroa Alcorta (después se fugó junto al agresor de Quintana de la cárcel de las Heras); en 1916 Juan Mandrini disparó contra el balcón presidencial de Victorino de la Plaza; en 1919 el mecánico dental Marinelli disparó cinco balazos contra el coche de Yrigoyen, hiriendo a sus custodios. Como resultó muerto en el acto se inventaron leyendas totalmente falsas acerca de un supuesto error.
Si bien la criminología no reparó mucho en el magnicidio, en nuestra América se publicó hace casi seis décadas un libro de Alfonso Quiroz Cuarón y Samuel Maynez Puente (“Psicoanálisis del magnicidio”, México, 1965). El maestro Quiroz Cuarón era en ese momento el criminólogo de mayor renombre en le región y, conforme al paradigma etiológico dominante en la época, su visión era predominantemente psicopatológica. Es verdad que hubo magnicidas psicóticos y también suicidas “triangulares”, como el que en 1944 atentó contra el presidente mexicano Ávila Camacho.
Pero pese a que la enorme policromía del magnicidio resiste toda generalización, aún hoy es posible rescatar algunas observaciones del maestro mexicano, útiles para delimitar una peligrosa categoría de homicidas solitarios o emergentes de grupos radicalizados no muy numerosos (a veces una pareja criminal), pero que responden al modelo de Eróstrato, el esclavo pastor incendiario de Efeso que en el año 356 a.C. destruyó el templo de Diana, una de las siete maravillas de la antigüedad, confesando que lo había hecho para adquirir fama, por lo que Artajerjes lo condenó a muerte y prohibió su nombre.
En efecto, en este subgrupo de magnicidas incide la pulsión -por lo general inconsciente- de saltar a la fama, uniendo su nombre al de la víctima. Esta observación del maestro mexicano debe actualizarse, pues la revolución tecnológica en la comunicación fomenta el afán exhibicionista publicitario de llamar la atención del mayor número de personas.
A esta pulsión responden sin ninguna duda los casos del atentado a Reagan y de la muerte de Lennon, pero si nos remontamos más atrás, John Wilkes Booth, que mató a Lincoln disparándole en un teatro, era un actor fracasado que creía que sería recibido como un héroe en Virginia, cuando en realidad se vio perseguido hasta que un sargento desequilibrado le dio muerte en una granja.
Sante Caserio, que en 1894 dio muerte al presidente francés Sadi Carnot, amenazaba al jurado: “Si quieren mi cabeza tómenla, pero no crean que de ese modo acabarán con la propaganda anárquica, pongan atención porque el que siembra recoge”. El joven Luigi Luccheni, que en 1898 dio muerte a la emperatriz de Austria (“Sissi”) escribiría luego sus memorias, como hacen los famosos. El joven fanático nacionalista francés Raoul Villain, que en 1914 mató en un restaurante al socialista pacifista Jean Jaurés, aseguraba que había dado muerte a un aliado de Alemania y de esa forma esquivó la guillotina, Paul Gorguloff, que en 1932 dio muerte al presidente francés Paul Doumer, escribía en su testamento anterior al crimen “Todo el mundo me admirará después de que haya realizado mi acto, surgirá una protesta general que ocasionará un cambio en todo el mundo político”. Leon Czelgosz, el anarquista que en 1901 mató al presidente McKinley, afirmaba “Yo maté al presidente porque era un enemigo de la gente buena, de los honestos y trabajadores, no siento remordimiento”.
Todos ellos desafiaban a la muerte, no les importaba demasiado la guillotina, la silla eléctrica o la horca. No son psicóticos, sino por lo general neuróticos graves, con vidas desviadas, infancias tortuosas, profundas frustraciones, desesperados por hacer algo notorio que los haga saltar a la fama usurpada a sus víctimas a cuyo nombre unen el suyo. Eróstrato era incapaz de construir la octava maravilla del mundo antiguo y por eso incendió la séptima.
Si bien la mayoría de estos sujetos ávidos de publicidad integran grupos radicalizados según la ideología de cada época (anárquica, nazista, etc.), no todos los integrantes del grupo padecen la misma neurosis en grado tan alto de frustración existencial. Son muchas las personas que quieren llamar la atención y muchas de ellas se concentran en esos grupos, pero por suerte no todos reproducen el modelo de Eróstrato, sino que esos grupos ejercen una verdadera atracción magnética para los neuróticos “borderlines” ansiosos de fama de héroes.
Este grupo de magnicidas quizá sea el más peligroso por ser imprevisible. Es posible prevenir las conspiraciones, pero nadie sabe quiénes son los Eróstratos y tampoco siempre se integran en grupos radicalizados, en tanto que la actual voracidad de publicidad en la comunicación acrecienta la hipertrofia de personalidad paranoide –no paranoica- y la consiguiente frustración existencial: “soy importante, pero me ignoran”, “nadie me presta atención”, “no saben de lo que soy capaz”.
La controversia política verbalmente llevada al penoso extremo de la opción de “amigo-enemigo”, el “nosotros o ellos” -como versión local de Carl Schmitt-, al propugnar la aniquilación del “enemigo” indigno de existir, impone un motor de odio que, si bien es oral, genera el magma que llama al “borderline”, al neurótico grave ávido de fama a dar el paso al acto. La propia inevitable publicidad de un caso, de los detalles de la tortuosa vida del casi siempre joven delincuente, la reproducción de su imagen, demuestran que logró su objetivo de éxito publicitario, lo que puede incitar a otros Eróstratos a lanzarse también a la fama. Resulta inútil prohibir su memoria, como hiciera Artajerjes, al punto que sobrevive después de veinticuatro siglos, lo recordó hasta Cervantes y su síndrome se reconoce hoy como “erostratismo”.
Todo legítimo defensor de cualquier posición democrática en discurso público, no puede ignorar que si bien media una distancia considerable desde la violencia verbal hasta el paso a la acción, entre su público no todos gozan del mismo nivel de salud mental, lo que le impone el deber ético de moderarse responsablemente.
Desde lo político, el discurso de odio “schmittiano” de aniquilación del “enemigo” es hueco, porque su identidad basada solo en la destrucción total del “otro” se disolvería de lograr su siniestro propósito. El “nosotros o ellos”, si lograse el objetivo y quedase solo el “nosotros” ¿Qué identidad tendría? La oquedad identitaria del “nosotros” es nada si desapareciese el “ellos”.
En máxima síntesis, lo que la criminología y el sentido común pueden decir en concreto es que siempre Eróstrato anda suelto y el discurso “schmittiano” políticamente hueco de aniquilación del “otro” lo convoca.
Buenos Aires, 20 de septiembre de 2022.
*Ex juez de la Corte Suprema. Profesor Emérito de la UBA.