Por causa de la pobreza extrema en la que se hallaba, Marx debía empeñar su único saco durante el invierno, e interrumpir debido al frío su trabajo en el Museo Británico de Londres. El presente artículo toma esa historia para una reflexión acerca de las cosas y su pérdida.
Por Diego Tatián*
(para La Tecl@ Eñe)
Llega el invierno a la Argentina. Será una estación difícil para muchas personas. No solo para las que -cada vez más- se hallan en “situación de calle”, sino también para otras que carecen de elementos indispensables, aunque tengan un lugar donde guarecerse cuando cae la noche. La carencia lo es no únicamente de una elementalidad que sostiene la fragilidad de los cuerpos en sentido inmediato o biológico (esa carencia siempre existió), sino también de lo que mantiene el orden humano como humano, amenazado por una destrucción precipitada sobre la memoria y el porvenir. La compañía de las cosas, que era parte de ese orden, es desplazada por el fetichismo de la mercancía en su forma extrema de consumo y desecho, una vorágine de producción para la destrucción que no mitiga la pobreza. Ni provee la elementalidad necesaria para sostener la fragilidad de los cuerpos, sino solo simulacros desprovistos de duración.
Incluido en Historias de San Petersburgo, Nicolai Gogol publicó “El capote” en 1842. Allí cuenta la historia de Akaki Akákievich -quizá un retrato de Gogol mismo, quien había sido funcionario durante muchos años, y sin dudas personaje que anticipa al Bartleby de Melville-, oscuro dependiente que trabaja como copista en los escalafones más bajos de la administración rusa, donde es objeto de burla por el estado de su viejo abrigo. Es así que ante la llegada del frío a la ciudad decide llevarlo al sastre, quien desahucia su deseo de arreglarlo, pues la prenda no tiene arreglo posible, simplemente está gastada por el uso y por el tiempo. Ninguna súplica convence al costurero de intentar remendar el sobretodo para poder pasar el invierno.
De manera que, no obstante el precio descomunal que debía erogarse para confeccionar otro abrigo, no queda otra alternativa y Akaki Akákievich le encarga finalmente al modisto que hiciera el trabajo, en el que gastaría todos sus ahorros. Sin embargo, sucede algo inesperado que no tiene que ver con la posibilidad de protegerse del frío. Gracias al capote nuevo, el triste copista revitaliza su existencia; adquiere una consideración social que nunca antes había tenido, pero sobre todo una consideración de sí mismo, una módica alegría de vivir y un deseo de estar en el mundo. La súbita felicidad que trajo el abrigo nuevo dura poco tiempo; mientras una noche oscura regresaba a su casa de una fiesta a la que había sido invitado, un grupo de maleantes se lo roba. El desgraciado percance hunde al austero copista en un infortunio del que no logra sobreponerse y al poco tiempo le sobreviene la muerte por desazón y por tristeza. Sin herederos, “San Petersburgo se quedó sin Akaki Akákievich, como si este nunca hubiera existido”. Una vida sin atributos, solo fugazmente amparada por la protección de un capote.
Diez años más tarde de la publicación de “El capote”, en 1852 Marx le escribe a Engels una carta donde le dice: “Ayer empeñe un saco que se remontaba a mis días en Liverpool, a fin de comprar papel para escribir”. Quizá el papel por el que debió empeñar su abrigo era necesario para continuar la redacción de El dieciocho brumario de Luis Bonaparte, aunque más probablemente no estaba destinado a esa obra sino a la urgencia de escribir artículos periodísticos para el Tribune, por los que obtenía apenas lo justo para poder comer.
Luego de ser expulsado de París, de Bruselas, de Colonia, en 1849 Marx se había radicado en Londres con ayuda de Engels. Durante seis años de dificultades económicas extremas, Jenny, Helene, sus cuatro hijos y él habitaron una vivienda con dos cuartos pequeños en el 28 de Dean Street (“la peor, la más barata calle de Londres”) en el corazón del Soho. La vieja biografía de Franz Mehring se detiene con minucia en esos años de precariedad material, hambre, frío y hacinamiento, en los que murieron tres de sus hijos (Edgar, Henry, Franziska). Un informe policial de 1853 sobre las actividades de Marx, describe lo que se ve en el interior de la casa: “No existe, en ninguno de los dos cuartos, un solo objeto decente o sano; todo está roto, viejo, gastado o invadido por el polvo… Manuscritos, libros y periódicos aparecen mezclados con juguetes, tazas con las asas rotas, cucharas herrumbradas, cuchillos, tenedores, un tintero, bolsas de tabaco… el humo es tal que uno se siente ingresando en una caverna. Sentarse es peligroso; aquí se ve una silla con solo tres patas, allá otra tan agujereada que los niños la utilizan para jugar”.
En medio de la calamidad, Marx había conseguido un permiso para trabajar en la biblioteca del Museo Británico, donde pasaba ocho horas al día tomando notas que serían la base de El capital. Pero por no poder caminar hasta la biblioteca a causa del frío, debía interrumpir su trabajo allí al llegar el invierno (“hace una semana que no puedo salir por causa del saco que tuve que empeñar”, le escribe a Engels otra vez).
En su fascinante ensayo “El saco de Marx”, el investigador inglés Peter Stallybrass describe las penurias de los Marx en Londres a partir de las peripecias del viejo gabán (que no fue empeñado solo una vez sino muchas, en inviernos sucesivos). Probablemente no era la inclemencia del tiempo la única razón por la que la falta de abrigo le impedía moverse de casa; había también razones sociales que tenían que ver con la presentación: no era fácil ser admitido en el Museo Británico con vestimentas inapropiadas (como no lo era para el pobre Akaki Akákievivh asistir a reuniones sociales sin la protección material y simbólica de su capote). Stallybrass conjetura que el empeño del saco, la intermitente amenaza de pérdida cernida sobre él y los demás objetos de los que Marx y Jenny disponían» -que eran pocos-, no está ausente en los análisis del fetichismo de la mercancía y los ejemplos con objetos que desarrolla el primer tomo de El capital. Por ejemplo la ecuación de las 20 varas de lino que equivalen a un abrigo como explicación de la forma simple del valor. Una conexión entre la teoría y la casa de empeños -donde debió asimismo acudir con otros objetos: juguetes de los niños, zapatos, cubiertos de plata heredados por Jenny, algunos muebles en mediano buen estado…- es trazada por Stallybrass para mostrar que aquello de lo que hablaba Marx no tenía nada de abstracto: “Toda pequeña riqueza que los trabajadores tenían era almacenada no como dinero en bancos, sino como cosas en la casa. O bien podía ser medida por las idas y venidas de esas cosas. Estar sin dinero significaba ser forzado a desnudar el cuerpo. Tener dinero significaba volver a vestirse”.
Además de su empleo para mediar el frío, el hambre, la desprotección o la enfermedad, las cosas significan algo más, no son nunca meramente cosas ni su significado se agota en la pura instrumentalidad de su uso. Tener o no tener un saco propio no define únicamente un modo de pasar el invierno. Un saco propio, que acompaña muchos años de la vida, que se pierde y se recupera, que es imprescindible para ir al trabajo pero cuyo empeño permite comer y debe optarse entre una cosa o la otra, reviste una contundencia para la vida cargada de dimensiones no utilitarias. Las cosas encriptan sedimentos de sentido, líneas de tiempo (“un saco que se remontaba a mis días en Liverpool”), vínculos humanos de dominación o de donación, historias de vida. Atesoran una memoria. Pertenecen a una cultura material que descifrar. En diversos registros, grandes nombres de la cultura en el siglo XX como Heidegger, Benjamin o Pasolini advirtieron el fin de las cosas, connaturales a la vida en común y al peso de vivir en la tierra; deploraron su sustitución por una serialidad de “simulacros” definidos por su desechabilidad, ya sin ninguna historia que contar. Solo imperio de la mercancía -al que no escapan las llamadas “cosas de valor afectivo”- y desaparición de las cosas, que, gracias a la durabilidad, sostienen la vida en el mundo y mantienen al mundo como un mundo humano.
Hace cien años, en una carta del 13 de noviembre de 1925 a su traductor polaco Witold von Hulewicz, Rilke describía de esta manera lo que antes llamamos el fin de las cosas (es decir de una manera de vincularse con ellas, de estar entre ellas y con ellas): “Todavía para nuestros abuelos una ‘casa’, una ‘fuente’, una torre familiar, incluso su propio vestido, su abrigo, eran infinitamente más íntimos; casi cada cosa, un recipiente en el que reencontraban algo humano y reservaban lo humano. Ahora nos invaden, desde Norteamérica, con vacías cosas indiferentes, simulacros de cosas…, [que] no tienen nada en común con la casa, el fruto, el racimo de uvas que formaban parte de la esperanza y la reflexión de nuestros antepasados… Somos quizá los últimos que conocieron aun tales cosas. En nosotros está la responsabilidad no solo de conservar su recuerdo, sino el valor humano que les es propio”.
Pero en la pobreza, sobre todo, es donde las cosas en el sentido más pleno son decisivas en la construcción de las vidas. La pobreza no es solo tener poco, es también una manera de tener lo que está amenazado por el despojo o por la pérdida.
[Para Guillermo y para Juan, por las conversaciones de los miércoles]
Córdoba, 23 de mayo de 2025.
*El autor es investigador del Conicet y docente de la UNSAM.